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2018-04-18

El que escribe con plomo

 
 
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La crónica El que escribe con Plomo es una de las 8 crónicas del Libro ´Los Hijos de Efesto´. Conoce esta crónica acá.

El que escribe con plomo

 

Por Gustavo Bueno Rojas

 

 Tiempo circular

El punto de fusión del plomo es 327,5 grados centígrados. A esa temperatura puede convertirse en  bala, en recubrimiento para un cable de línea telefónica o en un lingote con letras que sirve de molde para la impresión de un libro. Ese es el oficio de Armando Rodríguez, escribir en plomo en la máquina Linotype construida en Nueva York hace más de 60 años que aún funciona en la Imprenta Patriótica. Armando es la prueba fehaciente de que para algunas personas la vida funciona en forma circular y que en algún punto esta, tal vez antes del final, estamos obligados a volver al principio.

Armando llega, como acostumbra desde hace dos años, a las ocho de la mañana a su puesto de trabajo en la Imprenta Patriótica; se quita el saco, lo cuelga en el perchero, se pone el overol azul y se sienta en la máquina de linotipos; después de encenderla, un bombillo alumbra el papel que está enganchado encima del teclado de letras azules, blancas y negras. Entonces, Armando empieza a mecanografiar el contenido de esa hoja.

Sabe que la concentración es una de las principales virtudes de un linotipista. "Una falla en la transcripción significa repetir todo el párrafo y a veces la página entera", dice sin levantar la mirada de la hoja que tiene al frente, una de las páginas del Tomo VII del Diccionario de Construcción y Régimen del Castellano, de Rufino José Cuervo. Sentado en una silla de madera, diseñada especialmente para la máquina Linotype, teclea una a una las letras del trabajo inconcluso de Cuervo y escucha con atención el sonido que produce el plomo convertido en bloque cuando cae, con las palabras grabadas, sobre la bandeja dispuesta que tiene la máquina para tal fin.

La Imprenta Patriótica fue fundada el 20 de julio de 1960 en un edificio diseñado especialmente por el arquitecto español Alfredo Rodríguez Orgaz, para conmemorar los cien años del nacimiento de Miguel Antonio Caro y los noventa y nueve de Rufino José Cuervo. Su único fin era divulgar la obra de estos lingüistas en libros bien hechos, de alta calidad editorial. Pero a ese objetivo se fueron sumando otros libros y  desde entonces los linotipos del lugar no han dejado de funcionar, como sí pasó con los del resto del mundo a principios de la década de 1980, y en Colombia a mediados de la década de 1990. Fue en aquel momento que Armando tuvo que levantar la voz junto con el sindicato de la Imprenta Nacional, en donde trabajaba en ese entonces y desde hacía 15 años, para que sus 16 compañeros linotipistas y él no fueran despedidos. "El resultado de la protesta fue buena. Después de eso la Imprenta Nacional nos capacitó en diseño gráfico y editorial y pude aprender a manejar los programas actuales. Cuando me jubilé me llamaron otra vez a trabajar aquí como linotipista", dice con una sonrisa en los labios sentado frente a "la negrita", como él llama cariñosamente a la Linotype en la que trabaja.

 

 

Una equivocación muy hermosa

Son las diez de la mañana, hora en que los 25 trabajadores de la Imprenta Patriótica detienen sus labores para tomar café. Armando deja de teclear,  apaga la máquina y camina hasta uno de los jardines de la hacienda que perteneció al presidente de Colombia, José María Marroquín, quien sentía un amor especial por los libros. Para llegar hasta el conjunto de edificios (que incluye la Casa Marroquín), Armando debe atravesar la ciudad de sur a norte. El linotipista vive en el municipio de Soacha y la Imprenta está ubicada en Yerbabuena, vereda de Chía,  Cundinamarca. El más allá está lleno de ocio así que no es extraño sentir el espíritu de Rufino José Cuervo recorriendo la hacienda para revisar los acabados de la impresión de su Diccionario o el del presidente Marroquín apoltronado en una silla de su biblioteca. No es extraño tampoco que los 25 operarios que se dividen entre correctores de estilo, impresores, dobladores, encuadernadoras, cosedoras y linotipistas, oficios que ya casi no se ven en el mundo editorial, paseen por la hacienda a la hora del tinto. Armando, con un vaso de café tan negro como la tinta, se sienta en una banca debajo de un árbol.  Le da un sorbo al café y recuerda el momento exacto en que se convirtió en linotipista.

–Este oficio lo aprendí accidentalmente. Cuando llegué al Sena (Servicio Nacional de Aprendizaje) pensé que iba a estudiar mecánica de carros, porque en la cartelera había algo que se llamaba composición mecánica. .

Claramente, la cosa no iba para allá. La Hacienda Yerbabuena es un oasis. Mientras Armando recuerda cómo se inició en el oficio, al fondo se escuchan el canto de los pájaros y la gente trabaja como si el tiempo no transcurriera. Hoy, la Imprenta Patriótica produce tirajes pequeños y pocos libros; en 2016 imprimieron seis, 200 ejemplares de cada uno, entre los que se encuentra una investigación sobre la obra del arquitecto Alfredo Rodríguez Orgaz, pero en los tiempos en que funcionaba a toda marcha, la demanda era grande y las bodegas y las manos para trabajar no daban abasto. Armando da un segundo sorbo al café y se ve de nuevo contestando el examen de admisión al Sena.

–Nos presentamos 35 personas aunque apenas admitían a diez, porque solo habían cuatro linotipos para las clases. Yo obtuve el mejor puntaje.

A Armando no le pareció extraño que le enseñaran el uso correcto del español con tanto énfasis,  ni que le dieran clases de ética.  Tampoco, que en ningún momento se hablaran de motores y de carros; pensó que todo tenía que ver con la formación integral que el Sena da a los estudiantes y que un mecánico debía hablar y escribir tan bien, como lo haría con el desempeño de su oficio. Así que los primeros meses en el instituto transcurrieron con una normalidad habitual, hasta el día en que le dijeron que debía llevar overol, porque iba a conocer los talleres.

–Cuando entré al taller veo esas máquinas como elefantes que son los linotipos. Yo dije, sino he aprendido a escribir a máquina, mucho menos voy a aprender a escribir en ésta que es tan difícil. Sin embargo, era tanto el interés mío por hacer algo en la vida que me dediqué de lleno al asunto y duré del 71 al 93 trabajando de linotipista.

Aunque ha pasado mucho tiempo desde el día en que se paró por primera vez frente a una Linotype, en su memoria sigue vivo aquel instante. Armando limpia sus anteojos, tal vez empañados por el humo del café o como forma de disimular que se le aguaron los ojos. Toma un respiro y vuelve a ponerse los lentes. Es posible que por su cabeza pasen aquellos años en los que en el Sena, usando un prototipo de madera, tuvo que aprenderse de memoria aquel teclado dividido en tres partes y que nada tiene que ver con el que se usa para los computadores contemporáneos.  El hombre levanta sus pensamientos, que a veces parecen de plomo e imprime los recuerdos en letras de molde para evocar aquellos tiempos en los que trabajó en la Editorial Panamericana, donde tuvo que transcribir una y otra vez obras como María, Cien años de Soledad, La Ilíada, La Odisea o Los Diálogos de Platón. Al tiempo,  vuelven a él las palabras de su hermana, que trabajaba como secretaria en la Editorial Legis, diciéndole que en esas empresas los linotipistas eran más importantes que el gerente.

Armando cierra los ojos y respira hondo como si su memoria necesitara un corrector de estilo para poner en orden los pensamientos y ve con la claridad de la palabra impresa, su paso por el periódico El Siglo en donde una de sus tareas era levantar diariamente el editorial escrito por su director, Álvaro Gómez Hurtado.

–Creo que es uno de los mejores escritores que he visto y de los mejores intelectuales que hubo. Él redactaba unas tres cuartillas, en su máquina de escribir Remington y no repisaba ni una coma. También le gustaba que yo le levantara el editorial porque no le sacaba ningún error.

El linotipista sonríe y trata de recordar el momento preciso en que junto con sus compañeros de El Siglo, detuvieron el tiraje para negociar un aumento de salario. Armando,  ha sido siempre un excelente sindicalista. Se ve hablando con Álvaro Gómez en la sala de impresión del periódico ganando aquella batalla.

–El doctor Gómez Hurtado era un señor muy justo. Le pareció que nuestra petición también lo era y no le vio problema al aumento que estábamos pidiendo.

Son las 10:10 a.m. y sin que nadie lo ordene, los trabajadores de la Imprenta Patriótica vuelven a sus lugares de trabajo. Armando termina el café de un sorbo y se levanta de la silla, respira hondo nuevamente y con el mismo paso que usaba en los tiempos en que la imprenta trabajaba a toda marcha, atraviesa el jardín. Cuando llega a su puesto de trabajo dice:

–Fue una equivocación muy hermosa, convertirme en linotipista, porque cuando yo vi esa vaina no sabía  de qué se trataba. No pensé que iba a terminar viviendo de esto, que iba a darme para sacar adelante a mi familia.

 

Un lujo

El linotipo fue inventado por el relojero alemán Ottmar Mergenthaler en 1886 para optimizar el proceso de composición de un texto para ser impreso, una forma de modernizar la imprenta que en 1446 había inventado Johannes Gutenberg. Esta última imprimía por tipos, es decir, letra por letra, y la modernización de Merggenthaler consistió en que se podría imprimir línea por línea, solo usando un teclado, con una serie de correas y matrices que servirían de molde para fundir cada tipo.

César Augusto Buitrago Quiñones, director de procesos editoriales de la Imprenta Patriótica, asegura que este lugar "es un paraíso del origen de la fuente de las artes gráficas, aquí encontramos y podemos ver el proceso que a mediados del siglo XV Gutenberg utilizó para poder masificar el conocimiento, en ese momento era el proyecto de La Biblia en alemán, porque antes no se podía conocer sino en latín".

La invención del linotipo trajo la creación del oficio del linotipista que, según César Buitrago, "se convierte en la memoria histórica de las artes gráficas. Sin ellos no hubiera existido la posibilidad a gran escala de leer obras como las de García Márquez en Colombia, porque las primeras ediciones se hicieron con este procedimiento".

Una característica más del linotipista, y que tal vez se aprende con el paso del tiempo, es que ellos no transcriben lo que dice el autor. Al igual que los escritores, están en la obligación de transmitir lo que el texto quiere decir; los linotipistas fueron los amanuenses de una época más cercana a la nuestra. "Es un lujo tener esto funcionando", dice Carmen Millán, directora del Instituto Caro y Cuervo, "Nosotros hacemos libros únicos, que no se deshojan al abrirlos, que duran mucho tiempo, son libros que además del autor, antes de salir al mercado, pasan por muchas manos".

 

Al final del día

Armando teclea con una velocidad notable las páginas del Diccionario de Rufino José Cuervo, después de que acomoda los lingotes en dos columnas, sobre una bandeja metálica que deposita en una mesa.

–Esas son las páginas del libro y en este punto se llaman galeras–, dice Armando.

Luego viene alguien del punto de impresión y pasa esas letras fundidas en metal al papel, para que la revisen los correctores de estilo; luego de las correcciones, las galeras son devueltas y los linotipistas deben transcribir las correcciones. Después de este proceso pasan ya a la impresión final y posteriormente, al equipo de armado que está compuesto por los dobladores, las cosedoras y las encuadernadoras.

–Es difícil transcribir a Don Rufino, pero lo importante es que aprendemos cada día, porque todo el tiempo nos la pasamos leyendo –dice Armando cuando termina de teclear– hubo una época en que podía pasar sin dormir, ya fuera porque había mucho trabajo o porque el libro me gustaba mucho y quería terminarlo de leer.

Aunque no quedan muchos linotipistas en Colombia, "si somos diez, somos muchos", dice Armando, cuando no hay mucho trabajo, le enseña a uno de sus compañeros el oficio del linotipo. El hombre se llama Jorge Eliécer Jiménez, tiene unos 30 años y es auxiliar de armada.

–Me interesó mucho aprender porque esto hace parte de nuestra historia. No siempre uno se encuentra con buenos maestros y don Armando tiene la paciencia para enseñar. Además, si yo aprendo, el oficio se va a conservar.

La jornada en la Imprenta Patriótica termina a las cinco en punto. Armando cuelga el overol, va al baño y se lava las manos.

–A mí nunca me ha pasado nada por el contacto con el plomo. Debo ser de acero –dice.

Afuera, en los parqueaderos están los buses que los devolverán a Bogotá. Armando aún no puede creer que tenga la fortuna de estar sentado frente a una Linotype., Pasar la mano por las páginas de un libro impreso con esta técnica es un verdadero placer; sentir el relieve que se hace en las hojas es una experiencia especial, las letras son como depresiones y uno las desciende una y otra vez, sus tapas en cuero hacen que estos libros de otros tiempos perduren casi hasta la eternidad. En la Imprenta Patriótica, Armando ha vuelto al origen.

–Para mí fue un placer volver, aunque al principio me costó trabajo acostumbrarme, después de 22 años sin hacerlo.  Pero a los dos días ya le tenía el tiro, eso es como montar en bicicleta, nunca se olvida.

 


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