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2015-12-14

La cocinera

 
Mery Gándara, dibujo Alejandro Henriquez
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Mery Gándara aprendió desde su infancia todos los secretos de la cocina tradicional momposina. Ahora, desde su restaurante  El comedor costeño, en Mompox, su ciudad natal, continúa deleitando los paladares de propios y extraños.

​No hay nostalgia más certera que la del gusto, y eso lo sabe muy bien Mery Gándara, que se ha pasado la mayor parte de su vida en la cocina. Tiene una sonrisa de niña, dibujada en los labios, que no se le borra por nada del mundo y cuando mira el rio Magdalena, desde una de las mesas de su restaurante, ubicado en la Albarrada de Mompox, recuerda aquellos días en que ayudaba a su madre a picar ajíes, cebollines, coles, orégano para tener listo el desayudo, el almuerzo o la cena de sus siete hermanos menores y de los clientes del puesto de comida que su madre tenía en el mercado de la ciudad.

Mery nació en 1948 y desde siempre ha vivido en esta ciudad de calles sinuosas, que a lo largo de la historia ha cumplido los caprichos del río. Aquí se casó,  tuvo seis hijos y algunos nietos, y aprendió los secretos mejor guardados de la cocina tradicional de la región momposina, y aquí espera que terminen sus días. Por eso cuando mira el río, sus ojos almendrados no dejan de fascinarse con el paisaje acuático que aún hoy, después de tanto desgaste, le brinda el Magdalena y recuerda con alegría y sorpresa aquellas crecientes épicas, cuando el río, caprichoso y envalentonado, cubría las calles y las plazas de Mompox y  para llegar a la alcaldía había que hacerlo nadando o en un champán. Igualmente recuerda aquellos veranos intensos, secos, en donde se podía cruzar caminando el río y el sol parecía derretir los cuerpos que habitaban en Mompox.  

Mery es de carácter fuerte, de otra manera no se podría explicar la templanza que ha tenido para crear el restaurante más famoso de Mompox, El comedor costeño, en donde se pueden disfrutar de las comidas típicas de la región momposina, que  ella aprendió de sus abuelos y de su madre, como el pato, el pebre de carne, la carne pullada y otras delicias, que por cuestiones de la naturaleza ya poco se ven y casi nadie cocina.
- Lo primero que aprendí a cocinar fue una sopita de mi carne molida, la receta se la aprendí a mi abuelo. Aunque mi mamá cocinaba sabroso, mi abuelo sí era un gran cocinero.
Tuvo que correr mucha agua por el río y por Mompox para que El comedor lograra posicionarse. En 1982, el año en que Mery decidió abrir su propio negocio, sobre la albarrada había construcciones en madera, “casuchas”, como les dice ella. Funcionaban unas fondas, que eran uno tambos en madera, con una hornilla, que servían para cocinar en leña. Mery, le compró el puesto a una amiga suya, anciana, que estaba pensando en retirarse, en 3.000 mil pesos.
- Lo que yo hice fue a empezar a cocinar en carbón y eso ya le daba un sabor diferente, porque aquí cocinaban en leña. Las sopas si las hacía en leña-, recuerda.
Pero lo que más la impulsó a montar el negocio, fueron los aires de independencia, que tal vez comparte con  la historia Mompox, pues esta fue la primera ciudad en levantar su grito y entrar en los aires de La República. Se casó a los 19 años, con Santander Barrera, dueño de un almacén de ropa, nunca pensó en quedarse en casa solo para atenderlo a él y a sus hijos, y su carácter cerrero parecido al de Úrsula Iguarán, la heroína de ‘Cien años de soledad’, la llevó a levantar a sus seis hijos y ayudar en la casa, tal y como lo hizo la esposa de José Arcadio Buendía con la venta de próspera de animalitos de caramelo, en la novela de Gabriel García Márquez.

-Yo quería tener mi plata, siempre he llevado en mi alma como una independencia. Y mi idea siempre fue la cocina. sé cocinar y voy a poner una venta de comida. Aquí fue donde nació el comedor.



  ​Foto Gustavo Bueno

De una pequeña construcción sobre la albarrada, pasó a la inmensa casa en la que hoy funciona, además de tener unas mesas cruzando la calle. Su sazón la han probado propios y extranjeros y su conocimiento de la cocina tradicional la llevó a Washington, a participar en el Smith Sonian Folks Life Festival, una de las ferias culturales más grandes del mundo. 
-Aquí vinieron unos representantes de las embajadas de varios países y a mí me contrataron para que les hiciera las comidas. Yo les hice lo que sabía hacer y de ahí salió el viaje a Washington-, dice.

Mery vuelve su mirada al río y recuerda que creció en los portales de la Marquesa, unas inmensas casas coloniales, que pertenecieron a los tres marqueses que se asentaron en Mompox, cuando en la ciudad soplaban los vientos de la prosperidad, muy cerca de la Plaza de La Concepción, en donde estaba el mercado. La mujer sigue con la mirada una balsa que cruza el río, dirigida por un hombre que va de pie en la popa y rema al compás de una música que debe llevar en el alma. Sonríe y recuerda la primera vez que vio un barco de vapor llegar a Mompox.

- “Era el David Arango”, dice con la voz atravesada por la alegría, el mismo barco en el que Gabriel García Márquez hacia los viajes desde Barranquilla hacia el interior del país cuando estudiaba  el bachillerato en Zipaquirá,  que describe como inolvidables porque en ellos aprendió más de la vida que en la escuela, y mejor que en la escuela.   

Aunque los barcos de vapor habían dejado de pasar por Mompox a finales del siglo XIX, cuando la ingeniería fluvial colombiana decidió cambiar el curso del río y desviarlo hacía el brazo de La Loba, para que el trayecto hacia el interior del país se hiciera más corto. Por eso aquella tarde, en la que Mery Gándara jugaba en La Plaza de La Concepción, no dudó en salir corriendo por las calles despavimentadas de Mompox, hasta llegar a la albarrada para ver el barco insignia de la Naviera Colombiana, que traía como pasajeros a Luz Marina Zuluaga, recién coronada como Miss Universo y al presidente Alberto Lleras Camargo. 

-Yo tenía puestas unas pantaleticas y unas sandalias y no me importó, me fui a parar en primera fila-, dice, mientras su mirada cruza a la otra orilla con la canoa.

Deja de mirar el Magdalena por un instante y dirige sus ojos hacia el Comedor costeño, una casa colonial, pintada de amarillo con un letrero en madera con el nombre del restaurante clavado en la pared y en la puerta, un tablero que anuncia el menú: bagre en salsa, carne asada, pato en salsa de maracuyá.

De su rostro nunca desaparece esa sonrisa de niña y tampoco la alegría de saber cocinar. Con la misma paciencia y amor, le enseña a sus hijos y asegura que los que mejor han aprendido son los hombres.

-La cocina me lo ha dado todo. Yo no sabía ni leer ni escribir, siempre llegué tarde al colegio y me castigaban, pero era porque tenía que atender a mis hermanos, pero vea, Dios me dotó de algo muy especial y aquí estoy.



Por Gustavo Bueno Rojas
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