Alfonso Buitrago Londoño
- Su legado en la literatura infantil y juvenil, sus aportes al rescate de obras y personajes claves de nuestra historia a través del cine, y sus memorias sobre su padre, el escritor Eduardo Caballero Calderón, y su hermano, el pintor Luis Caballero, hacen parte del patrimonio cultural de la nación.
Bogotá, 13 de febrero de 2025 (@mincultura). A principios de los años 70 del siglo pasado, el Teatro del Parque Nacional en Bogotá vivió una inanimada revuelta de títeres. Una articulada revolución de muñecos orquestada bajo la hospitalidad infantil de Beatriz Caballero Holguín, directora del lugar y organizadora del Primer Festival Nacional de Títeres.
Caballero había llegado a la dirección del teatro con la reciente creación del Instituto Nacional de Cultura – Colcultura (hoy Ministerio de las Culturas, las Artes y los Saberes), que dirigía entonces el poeta Jorge Rojas, amigo del escritor Eduardo Caballero Calderón, padre de Beatriz. Después de educarse entre Madrid, Bogotá, París y Londres, regresó a Colombia a mediados de los años 60 y encontró en los títeres una forma de mover las cuerdas de su propio destino, distinto al preconcebido guion que suponían sus apellidos, que compartía además con sus hermanos Luis y Antonio Caballero Holguín, ya famosos en los campos de arte, el periodismo y la literatura.
“Cuando me preguntaban y ‘¿tú que haces?’ ‘¿Escribes como tu papá, o pintas como tu hermano Luis, o dibujas como tu hermano Antonio?’ tenía que decir: no hago nada. Tampoco era tan simpática como mi hermana María del Carmen. Ahora puedo decir: hago títeres”, le dijo al periódico El Tiempo en una entrevista de 1970, como recoge el periodista David Franco en su tesis de grado de la Universidad Javeriana “La dama de los Caballero”.
Había fundado, junto con dos amigas, la compañía de títeres La Pulga Gótica, con la que se presentaban en el Teatro del Parque hasta que la creación de Colcultura le permitió encargarse del lugar y soñar con una verdadera movilización nacional de muñecos. Con la ayuda de Jorge Alí Triana y Fanny Mikey, que dirigían y gerenciaban, respectivamente, el Teatro Popular de Bogotá, y el apoyo de la empresa privada, remodeló el espacio y se lanzó a la creación del festival, que se inauguró en noviembre de 1970 con 17 grupos de todo el país.
“Programó presentaciones en barrios populares, mandó a hacer afiches, propaganda para pegar en las paredes, anuncios en el periódico, y se las arregló para procurarle al ganador una beca para ir a estudiar títeres a Checoslovaquia, que era donde se hacían los mejores títeres en ese entonces”, cuenta Franco en su tesis.
Todo auguraba un bullicioso éxito, pero eran los años setenta. El arte se politizaba en todo el mundo y en Colombia se agitaban los aires de la contracultura, soplados desde el Mayo del 68 francés. Los titiriteros ahora estaban comprometidos con una realidad que consideraban injusta y alejada de las hadas, fábulas y mitos populares que dominaban el imaginario titiritero. Muchos de los grupos invitados eran militantes de izquierda y se negaron a colaborar con un ente oficial como Colcultura, lo que dio al traste con el festival.
Antes que desanimarse, con esa experiencia Beatriz reafirmó su compromiso con un movimiento que le insufló una nueva vida a los títeres y marcó una época en el Teatro del Parque, de la mano del grupo El Bombo Latino, conformado por alumnos, exalumnos y profesores del colegio Juan Ramón Jiménez al que se unió y con el que presentó obras con títulos como La rebelión de los títeres y Alicia en el país de la realidad. Se hizo “militante de la infancia”, como la llamó Sandro Romero Rey en un texto de despedida tras su muerte, el pasado miércoles 12 de febrero, a los 76 años.
“Comprendió que el titiritero es un disidente de lo oficial por tradición... ‘Para mí esa experiencia fue una revelación, ahí empecé a entender el problema de la lucha de clases’”, cuenta Franco.
A partir de allí la vida de Beatriz Caballero fue una deriva para no pertenecer a la clase social en la que había nacido y alejarse de la influencia intelectual de su casa. “Su vida se inscribe en el contexto de otras mujeres de su época, como Gabriela Samper y Feliza Bursztyn, que aprovecharon su capital social y político para romper moldes en la cultura, la sexualidad, la vida afectiva, lo que se esperaba de ellas”, dice el crítico de cine Pedro Adrián Zuluaga, quien compartió amistad con Caballero.
A finales de esa década de los 70, ya con Gloria Zea como directora de Colcultura, la efervescencia titiritera del Teatro del Parque se extinguió y Beatriz se quedó sin trabajo ni norte. Entonces, títere de sí misma, se amarró a la raíz de su familia para volverse a animar. Buscó a su hermano Antonio, que en ese momento dirigía junto con Enrique Santos la mítica revista de izquierda Alternativa y se convirtió en su secretaria de redacción, cargo en el que estuvo pocos meses.
A mediados de los 80 murió su madre, Isabel Holguín, y Beatriz se mudó a la casa paterna para acompañar a Eduardo Caballero hasta su muerte, en 1993. Entre cuidados y conversaciones con su padre, creó una destacada obra de literatura infantil, que incluye títulos como Cuentos pequeñitos, coeditado con Eduardo (1979), Cristóbal Colón: Valiente, terco y soñador (1984), Un Bolívar para colorear (1985) y Las siete vidas de Agustín Codazzi (1994); e incursionó en el mundo del cine como guionista y asesora literaria, con participaciones, entre ot en la adaptación cinematográfica de Caín (1984), de Gustavo Nieto Roa, basada en la novela de su padre, y en Con su música a otra parte (1984) y María Cano (1990), de la cineasta Camila Loboguerrero.
En su travesía por el cine se cruzó con el director Carlos Mayolo, figura principal del llamado Caliwood, con quién convivió los últimos diez años de la vida de este otro símbolo de la cultura nacional, hasta la muerte de Mayolo en 2007. La casa de Beatriz en el Bosque Izquierdo se convirtió en el escenario de la representación de una época de la intelectualidad y la bohemia capitalinas, decorada con la biblioteca y los muebles personales de su padre, la obra de su hermano y las pertenencias de su pareja. Una Comala frenética habitada por sus fantasmas más entrañables.
Así, entre sus legados a la cultura colombiana se encuentra también su devoción por la memoria y el legado de sus muertos cercanos y admirados: su padre, sobre quién escribió Papá y yo: Eduardo Caballero Calderón (2008) y Luis, hermano mío (2022). Dice Romero Rey en su texto de despedida que “Beatriz dejó una obra en muchos frentes y, quizás, sus libros maestros fueron, ironías de la vida, Papá y yo y, sobre todo, Luis, hermano mío... Leer a Beatriz era un ejercicio de contundencia. No escondía nada. Contó los mejores secretos de su entorno con su pluma de ganso ebrio, pero con ternura, con nostalgia, con delicado desequilibrio”. Paz en su tumba.