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2013-11-14

Una biblioteca para los más jóvenes

 
Crédito: Edward Lora M. @edwardloram
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 MinCultura y la embajada del Japón en Colombia construyeron la nueva bilbioteca de El Roble, Sucre. Conozca la crónica sobre este nuevo espacio escrita por Sergio Zapata León.

En la manga de Carmelo Arrieta hay varios patos, pavos, gallos y gallinas; también una gran familia de cerdos en su porqueriza, dos perros escuálidos y hermosas plantas floridas, sembradas en bidones cortados a la mitad que alguna vez almacenaron aceite de cocina. 

Hay una piladora de arroz eléctrica con capacidad para descascarar cerca de una tonelada de arroz por hora, una plantación de robles jóvenes, un techo empajado a baja altura que funciona como cobertizo para almacenar madera y guarecer las aves de corral, y una edificación en concreto, a medio hacer, sobre cuya plancha superior uno de los hombres de Carmelo esparce arroz con cáscara para que se seque al sol encarnizado del departamento de Sucre.
 
Cuando le pregunto a Carmelo si ya vio la nueva biblioteca responde que sí, pero que no ha entrado. Estamos en su casa, bajo el empajado sin paredes donde está la mesa de comer y la cocina, que se repite idéntica en todas las casas de El Roble, tengan paredes de material o de palma: un piso de tierra pisada sobre el que se levanta una caja de maderos duros y añejos en cuyo interior respira una brasa eterna. 

El Roble es un joven municipio sucreño nacido el 25 de junio de 1998 que apenas alcanzó vida administrativa en el año 2000. Es tan nuevo que se parece al Macondo de las primeras páginas de Cien años de soledad: techos de paja, paredes de palma emplastadas con boñiga y barro, calles de tierra y abuelas centenarias que recuerdan los nombres de los primeros pobladores porque son sus hijas.

Con una tradición de corralejas que se inició en 1956 y que ha mudado varias veces de escenario, los habitantes de El Roble se sienten orgullosos de su “cultura” y de sus fiestas, que celebran primero a finales de septiembre en honor de San Mateo, el evangelista recaudador de impuestos, y que continúan en octubre con las celebraciones taurinas.

Cambiada de sede varias veces y con la necesidad de adaptarse a cuartos oscuros y estrechos, así como a los movimientos de la administración local, la historia de la biblioteca se parece a la del mismo Roble, cuyos orígenes son rastreables hasta el Hato de los Frailes, lindero de Mula, muy cerca de Corozal. Allí apareció un caserío bajo el nombre de Santa Rosa del Juncal, que según testimonios correspondió al primer Roble. 

Luego de ser destruido porque según los ganaderos de Corozal sus habitantes se robaban el ganado, el Roble aparece asociado al Hato Padilla, Rodeo el Roble, Palmas de aguas, Hato los Frailes, Hato la porquera y Hato gallinazo, antes de definir su nombre actual. Elizabeth Gómez, licenciada en preescolar y bibliotecaria en El Roble durante una década, recuerda la época en que la biblioteca deambulaba tanto como lo hiciera alguna vez el municipio: “era espantoso ver todas las partes donde nos tocó meternos con los libros”, dice, y añade: “para trasladarnos definitivamente aquí debimos mover 42 sacos llenos de libros que me ayudaron a cargar los estudiantes de último de bachillerato”.

Quien observe hoy la biblioteca podría pensar que fue la consecuencia natural de una tradición educativa en el municipio. Pero no es así. Al pasar por el último local donde operó, nadie habría podido imaginarse que la biblioteca estaba destinada a tener un mejor futuro en El Roble: “en la biblioteca anterior no se podía respirar. ¡Éramos muchos niños y teníamos que espicharnos para poder entrar!”, declara Carmen Ana, una robledeña de 8 años que quiere ser profesora.

El alcalde, Miguel Francisco Vergara, decidió entonces prestar atención a Elizabeth, quien defiende e impulsa la biblioteca desde los inicios del Plan Nacional de Lectura y Bibliotecas en 2003. Elizabeth se informó acerca de las diferentes convocatorias para fortalecer las bibliotecas del país y vio en la cooperación japonesa una oportunidad: “necesitábamos una biblioteca que funcionara en beneficio de los estudiantes”, sentencia el alcalde sin vanidad. 

El terreno en el que se levanta hoy la biblioteca es aquel en el que antes se “jugaba a los toros”, como insiste en contarnos Elizabeth, y fue adquirido durante la administración de Eduardo León Díaz Salgado con la intención de construir una solución de vivienda para el municipio. Sin embargo, los planes del finado “Tito” Díaz no se concretaron después de su desaparición y el terreno fue recuperado varios años después para la construcción de la biblioteca. 

“En esa misma zona aledaña a la biblioteca”, expone el alcalde Vergara, “queremos construir un hospital y más adelante un hogar grupal”. Los planes van sobre ruedas, dado que el terreno pertenece al municipio y las escrituras están en orden, pero para Carmelo Arrieta es necesario que se den ciertos procesos: “la biblioteca no nos dice mucho en este momento. Debe hacerse algo para que la gente se emocione y se motiven a usarla”. 

Las voces en el municipio parecen darle la razón, pues cuando se les pregunta por el rasgo más representativo de El Roble todos coinciden en señalar la fiesta, las corralejas y un festival de acordeones “muy apetecido” como lo más destacable. ¿Y la biblioteca? “muy bien para los estudiantes”, responden los adultos, al parecer confiados en la fuerza y el empuje de sus jóvenes. 

Los jóvenes tienen la palabra

En agosto de 2012 la prensa cartagenera reportaba que los “estudiantes de El Roble protestan por falta de clases de inglés” y durante nuestra visita los vimos tomarse las principales calles del municipio en un desfile que celebra la memoria del joven Eduardo Luis Cali Martínez de 16 años, quien se ahogó en una represa cercana.   

Durente el desfile los estudiantes exhibieron su capacidad para organizarse en comparsas temáticas y coreografías. A pesar de la amenaza de aguacero y del calor húmedo todos parecían dispuestos a tomarse El Roble por asalto. Todos excepto un grupo de renegados, quienes desde muy temprano escaparon al desfile. 

Saliendo por la vía que conduce a Sincelejo, en el extremo opuesto del pueblo, está emplazado el cementerio, junto al que pasa una pandilla de seis niños en busca de leña: dos de ellos llevan machetes cortos al cinto y todos están armados con hondas. El mayor no tiene más de trece años: “van a coger leña y a cazar palomas”, dice un niño descamisado, quien los ve alejarse sin abandonar los límites de su casa. Junto a él se para un niño más pequeño, rubio y barrigón. Ambos empuñan caucheras, montadas y listas para la acción. 

Son las ocho de la mañana y caen algunas gotas de lluvia, mientras ellos observan unos nubarrones cargados cubrir el monte que se abre detrás del cementerio. Después de responder que sí va al colegio pero en la jornada de la tarde, el niño más grande apunta hacia algún objetivo que solo él conoce, en dirección hacia donde han desaparecido los exploradores, durante unos segundos templa los cauchos y agudiza la vista pero luego abre los ojos completamente y distiende sus brazos, sin disparar. 

¿Conocen la biblioteca?, les pregunto. “Es azul”, dice el más pequeño, sin dejar de buscar algo detrás de los árboles que se elevan más allá del cementerio. No parece tener la menor intención de hablar de libros. En El Roble no saben cuántos niños tienen, aunque las autoridades responden sin dudar que su población alcanza los 10.200 habitantes y que hay cinco instituciones educativas, más centros educativos en los once corregimientos y las dos veredas que componen el municipio.

Vivir de la tierra

Tranquilo, sano y dispuesto para la conversación, Carmelo Arrieta es robledeño a todo dar. Tiene cuatro hijos con su compañera actual y “otros tres con otra muchacha” y su casa es abierta y amplia. Es sabido en El Roble que las mujeres no se desconectan porque se enfrían y ningún hombre quiere a una mujer fría. Sin embargo, Carmelo opina lo contrario: “conectada o desconectada toda mujer se calienta: eso de encargar muchos hijos lo da es la pobreza”. 

Carmelo cursó tres semestres de matemáticas en la Universidad de Sucre, pero no tuvo la oportunidad de continuar con sus estudios “porque mis padres no podían apoyarme con eso”. Así que regresó a la manga y se dedicó vivir. Ahora se declara bueno para “la matemática barata” que le permite hacer negocios con otros campesinos que siembran arroz. Al tener la piladora son muchos quienes acuden a él, aunque cada vez se siembre menos arroz debido a los bajos precios de salida.
“Al momento de sembrar el precio del arroz aparece en mil doscientos pesos y uno se emociona”, dice Carmelo. “Pero cuando se recoge, el precio no supera los setecientos veinte pesos. Así ya no quedan muchos que quieran sembrar”. El jornal se paga a doce mil pesos libres y cubre de siete de la mañana a doce del día, porque después no hay quien trabaje debido al calor. “Este es un pueblo netamente pobre”, lanza antes de exponer las razones que sustentan su sentencia.

Lo cierto es que la riqueza de El Roble está en la agricultura. “Para parir”, dice Carmelo, “es probable que un vaca tarde hasta tres años, mientras que en el Sinú las vacas paren anualmente”. Quienes lo acompañan están de acuerdo y alaban las bondades del suelo de la región para producir cítricos, marañón y mango, al tiempo que recuerdan las épocas en que siempre había vino de palma. 

Con una tradición artesanal muy fuerte, las mujeres robledeñas saben tejer hamacas y mochilas y en el interior de las casas abundan los marcos en madera que sirven de telar para apretar los hilos y producirlas. A ojos vistas se trata de una tierra bendecida: por el sol, por la vegetación, por los robles que abundan y cuya madera se comercializa muy bien en el mercado del interior del país, por la palma de corozo y por los frutales. Entonces, ¿por qué insiste Carmelo en hablar de la pobreza?
La vía que conduce desde Sampués hasta El Roble desemboca en “la virgencita”, frente a la que está instalada “La gran parada”, una tienda que parece tenerlo todo. El acueducto está instalado en ese cruce, y recientemente fue construida la biblioteca pública a menos de cien metros. A partir de ese punto en el que también se esconde un billar, El Roble se abre en cuatro calles como un abanico. 

La biblioteca, que fue construida con recursos donados por el gobierno japonés, dotada con libros por el Ministerio de Cultura y cercada por la alcaldía municipal, es azul y blanca, se levanta muy nueva, limpia y orgullosa y, a diferencia del resto de las construcciones, está cercada por mallas metálicas, alambre de púas y no tiene aún ningún árbol que la proteja del sol. La respuesta a la inconformidad de Carmelo bien puede encontrarse en los anaqueles. Al menos, eso es lo que un puñado de niños que leen a diario dentro de ella parece querer decir.
 
 
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