Aprendí a leer a los cuatro años,
de mano de mi madre, una maestra de escuela,
y desde esa edad me envicié a la lectura, impulsada tal vez por el
ejemplo de mi padre, que leía, como Cervantes, hasta los papeles rotos de las
calles. A pesar de la pasión por las
palabras que se respiraba en mi casa, la biblioteca de mis padres en ese remoto
pueblo que era entonces Amalfi, el lugar donde nací, era bastante exigua. Sin
embargo, contaba ella con el Tesoro
de la Juventud, esa enciclopedia
infantil de la que se nutrieron tantos escritores de mi generación, donde se
podía leer desde un cuento de Andersen hasta una explicación sobre los
misterios del calor y el frío, pasando por un poema sobre Pentesilea escrito
por Teodoro de Banville, el literato francés de mediados del XIX. En esos
libros cuyas páginas tenían – y siguen teniendo hoy – un olor único,
irrepetible, tan cargado de emoción en mi
memoria como en la de Proust el del gusto de las magdalenas, yo aprendí
que existe una realidad alterna que nace de las palabras y que permite
interrogar la otra realidad, la de todos los días, la que a menudo nos parece
chata y aburrida, o irresistible u odiosa. Y no sólo interrogarla: a veces, y
entre muchas otras cosas, también huir
de ella, o comprenderla mejor, o desacomodar nuestras creencias y prejuicios, o
repensar lo ya pensado.
Alberto Mangel, en ese libro
maravilloso que es Una historia de la
lectura, nos habla de esa extraña capacidad del hombre, la de leer, que no
es otra cosa que el arte de “descifrar y traducir signos”. Signos, que, por
otra parte, son creación del hombre mismo, aunque tendamos a pensar que el
alfabeto es invención de dioses. Borges, ineludible a la hora de hablar de las
bibliotecas, nos recuerda la naturaleza del milagro: que gracias a las posibles combinaciones
de los veintitantos símbolos
ortográficos es posible expresar todo lo que es dable expresar sobre el
universo, en todos los idiomas. “Todo –nos dice, con extraordinaria ironía- la
historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el
catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la
demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del
catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de Basilides, el comentario de ese
evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio, la relación verídica
de su muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las interpolaciones
de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no
escribió), sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito”.
Gracias a la combinación del
punto, la coma, esos veintitantos signos ortográficos, y algunos espacios yo
descubrí a los seis años que los bosques estaban llenos de hadas y gnomos, que
hay cíclopes y que el más conocido se llamaba Polifemo, que en un sitio llamado
Montevideo un hombre llamado Artigas batalló en la reconquista de Buenos Aires
y que los huevos podridos flotan mientras los frescos se van al fondo. Y sin
saberlo, comencé a hacer un camino donde los libros fueron modelando mi yo:
porque un hombre que lee es en gran medida la suma de sus lecturas, y así como
no hay dos libros iguales no hay dos lectores cuya experiencia sea idéntica.
Ya a los seis años El Tesoro de
la Juventud había despertado en mí la curiosidad por el objeto llamado libro y
la fascinación por las ilustraciones. Las de color, frente a las cuales yo me detenía, alelada,
eran escasísimas, no más de dos por volumen: el precio de imprimir con varias
tintas debía ser altísimo, así que el paisaje sobre el que brillaba el arco
iris o la ronda de enanos con gorros multicolores eran recompensas que los
editores daban a los niños muy de vez en cuando, casi como se brinda un helado
o un caramelo al que ha hecho un esfuerzo que necesita estímulo. Fue entonces
que mi madre decidió llevarme a un sitio que iba a ampliar el espectro de mis
emociones de lectora: a una biblioteca, la primera que conocí en mi vida. No se
trataba, no, de una biblioteca pública. Ignoro si ese tipo de lugar existía en
mi pueblo. Me dicen que un cura letrado intentó poner una pero que los lectores
locales se resistían a leer en un sitio que no fuera el parque o la sala de su
casa. La biblioteca de la que hablo era un cuarto pequeño donde una mujer
sencilla, a la que le decían Marucha, tenía clasificados, por iniciativa suya y
sin ningún apoyo oficial, varias docenas
de libros que prestaba a los usuarios locales a cambio de unos pocos centavos. El
ejemplar que alquilé la primera vez se titulaba El jardín de Lilolá y estaba lleno de láminas coloridas. A partir
de aquel día, una vez por semana mi mamá y yo atravesábamos la plaza del pueblo
para ir donde Marucha a devolver el libro ya leído y a alquilar algún otro, que
yo escogía, plena de emoción y excitada por lo que prometían su portada y
su título. Mi madre firmaba, pagaba, y
yo me iba de su mano, radiante, a lo que en mi casa también llamábamos la
biblioteca, un cuarto de techos muy altos con una pequeña estantería colmada de
libros, y una cama grande donde me acostaba bocabajo, apoyada la cara entre las
manos, a pasar unas horas felices en algún reino lejano.
Como la Enciclopedia, la
Biblioteca, en principio, aspira a
abarcar el saber humano. Todavía nos asombra leer sobre los métodos que usaron los Tolomeos
para hacer de la Biblioteca de Alejandría la más completa de su tiempo: aunque
la mayoría de sus manuscritos eran comprados y donados, como los bibliotecarios
tenían como misión conseguir todos los libros existentes, de todas las
culturas, todo buque que atracaba en
Alejandría era revisado y sus libros confiscados y llevados a la biblioteca. En
algunas ocasiones se indemnizaba a los dueños por la pérdida, y en otras
ocasiones los originales eran copiados y luego devueltos a sus propietarios. Se
presume que por la época de Tolomeo III ya había cerca de medio millón de
rollos en la biblioteca central, y cuarenta mil en otra más pequeña. Para
aquellos emperadores el tamaño de la biblioteca era, ante todo, un signo de poder, pero también una declaración de principios: un
pueblo es mejor que otro cuando conoce mejor su pasado, cuando la memoria de su
cultura es fijada a través de la lengua escrita.
Es siempre muy interesante
conocer la forma de clasificación de una biblioteca: cualquier bibliófilo que
se respete tendrá muy clara la forma en que ordena sus libros: por orden
alfabético, por género, por idiomas, por origen geográfico…Ya con la biblioteca
de Alejandría aparece un personaje muy interesante, y con él una ciencia: el
nuevo bibliotecario, y, aunque de forma incipiente, la bibliotecología. La
catalogación es un arte que ha ido refinándose con el tiempo, a medida que el
libro se multiplica y en él caben las disciplinas más variadas y las temáticas
más exóticas. Porque la humanidad tiende a escribir sobre todo. Así, el
bibliotecario tendrá que poder saber clasificar Mop Men, de Alan Emmins, que describe el oficio de los limpiadores
de espacios donde han sucedido crímenes o suicidios (él fue uno de ellos antes
de hacerse popular con su libro), o El
papel de los hongos en el arte cristiano, de John Rush, o la Guía de los calcetines de Estonia de
Aino Praakli, y deberá poder facilitar que el lector encuentre tanto Secado de flores con un microondas como La vida de los doce césares de Suetonio.
Pues el bibliotecario cataloga para que el lector encuentre. Porque todo lector
es, en rigor, un buscador. A veces una pregunta encamina la búsqueda de un libro, pero, más
generalmente, son los libros los que desatan las preguntas que llevarán a otros
libros. Y es así como, de pregunta en
pregunta, de inquietud en inquietud, el creyente en el libro va saltando de uno
a otro, tejiendo una red de relaciones secretas que, en últimas, lo
constituyen. Porque la historia personal de un lector es, en buena parte, la historia
de sus lecturas, que, por lo demás, es
siempre una historia secreta y misteriosa. En primer lugar, porque es
irrecuperable. ¿O qué lector verdadero puede recordar realmente cuántos libros
ha leído y cuándo? Tendría que ser un maniático, como dicen que era Víctor
Hugo, el escritor francés, un sexo
adicto que llevaba en un cuaderno la cuenta de sus amantes, con nombre,
edad y nivel de satisfacción
proporcionado. Para qué podría servirle esa lista a Victor Hugo, se pregunta
uno. Para lo mismo, sin duda, para lo que le serviría a un lector hacer la
lista de sus lecturas, por infinitas que estas sean. Para nada, pues la
acumulación de lecturas no implica necesariamente saber. Lo que en verdad tal vez nos serviría o lo que querríamos
conocer es cómo incidió en nosotros cada
una de estas lecturas, qué cambios definitivos se dieron en nuestras vidas a
raíz de ellas. Pero esto también es imposible de reconstruir a cabalidad. Podemos
tener claro que leer a Vallejo cambió nuestra
percepción de la poesía, o jurar que la lectura de las obras de Shakespeare, o
de El Capital o de la Biblia significaron una vuelta de tuerca en sus vidas.
Pero, ¿y ese poema ridículo que amábamos a los trece años y que nos llevó a
escribir poesía? ¿Y esa novelita policiaca mediocre gracias a la cual nos
hicimos lectores empedernidos? ¿O el ensayo de Habermas que nos impusieron en
clase y nos abrió un camino de lecturas
que hoy todavía se renueva? ¿O el libro maravilloso cuyo título, sin embargo
olvidamos? Todos estos textos son encrucijadas, grandes o pequeñas, relevantes
o irrelevantes, en medio del jardín de senderos que se bifurcan por el que
transitamos, para volver a usar las palabras de Borges. Pequeñas elecciones, sencillas
o complejas, conscientes o aleatorias que marcan un rumbo que en últimas es un
destino: el que nos forjamos como lectores.
Y como la biblioteca infinita, la
biblioteca total, esa que no podríamos abarcar aunque tuviéramos cien vidas, nos
invita a elegir, nuestra existencia de lectores está marcada también por las omisiones.
Por los libros que pensamos que deberíamos leer y a los que nunca llegamos, y
por aquellos que habríamos tenido que leer y que nunca conocimos. En eso pienso
a menudo cuando miro mi biblioteca, la que he ido haciendo con pasión y
persistencia durante años: ¿qué poemas reveladores no he leído aún o no leeré
ya nunca? ¿Qué frase definitiva – la que podría engendrar un poema o una novela
o quizá esclarecer un enigma- no ha pasado todavía frente a mis ojos? Y es que
sólo soy un momento en el tiempo del lector platónico, una partícula del eterno
lector que puede leerlo todo, un individuo que se alegra de lo mucho que ha
recibido de los libros y que siente una gran frustración de saber que hay tanto
que quisiera abarcar y se le escapa. Porque una biblioteca contiene, sobre
todo, tiempo: es un compendio del pasado, una posibilidad de futuro y un
presente pleno, que comprende el ayer y el mañana. Una biblioteca es también un
gran ojo, como aquel con el que representan a Dios, o como el de las moscas,
lleno de ocelos, o el de los camaleones, que pueden ver al mismo tiempo
adelante y atrás. Es la mirada que resulta de la suma de todas las miradas, que
ve a la vez lo grande y lo pequeño, los infinitos matices del universo. El
resultado de ver a través del gran ojo de la biblioteca es que jamás nada se
verá, de forma empobrecida, en blanco y negro. Porque el alma de la biblioteca
está llena de la riqueza de lo ambiguo. No hay verdades en una biblioteca: hay
visiones de la verdad, que es otra cosa. Infinitas voces que se dirigen a un
solo sujeto, el rey de este recinto: el lector.
Quien entra a una biblioteca no debe
hacerlo, pues, como si llegara a un templo. Aunque mucho se ha hablado del
carácter sagrado del libro, aunque algunos nos sigan invitando a la reverencia,
la única forma de disfrutar de la biblioteca es entrar a ella con la cabeza
destapada, con los ojos y los oídos muy abiertos. Dispuestos a rendirnos a la
música de las palabras, sí, y al encantamiento de las historias, y a la
contundencia de los postulados científicos, y a la belleza, que nos rodeará por
todas partes. Pero dispuestos también a
que esos mismos libros que nos embriagan de fascinación nos vuelvan rebeldes
contra ellos mismos, porque a medida que leemos el pensamiento se hace más crítico, el gusto más severo y el criterio se afina y
nos vuelve implacables. Thomas Bernhard, siempre extremado, tiene un
planteamiento muy original en un libro magnífico titulado Maestros antiguos. Allí cuenta cómo Reger, un hombre culto,
musicólogo de The Times, acude hace treinta y seis años, todas las semanas, a
la sala Bordone del Museo de historia del Arte de Viena, que tiene una
temperatura excelente, y se sienta a
meditar frente a “El hombre de la barba blanca” de Tintoreto. Tantos años de
observación de esa pintura, que él consideraba perfecta, le van revelando que, tarde o temprano todo termina por
mostrar sus fisuras, algún defecto, que por supuesto también tiene la obra del
maestro italiano. Es un propuesta hipérbolica y por tanto puede chocarnos; pero lo que nos dice el novelista austriaco
es claro: mientras más hondo es el conocimiento
mayor es la conciencia crítica del que conoce. Un pensamiento
equivalente salió de labios de Menandro en el siglo IV antes de Cristo:
“Quienes saben leer ven dos veces mejor”. LO cual puede querer decir también lo
contrario que Bernhard: que la contemplación persistente del arte y la lectura
continua nos pueden hacer, también, más humanos y tolerantes, porque nos hacen
comprender las fragilidades de la existencia humana.
A partir del surgimiento de la
burguesía, en el siglo XVI, las
bibliotecas dejan de ser patrimonio del clero y la nobleza. Más tarde, y a raíz
de la revolución francesa y de la propagación de principios democráticos que
incluyen la idea de que la cultura y la educación son derecho de todos, enormes
tesoros bibliográficos pasan a ser patrimonio de los Estados o de la
Iglesia. Pero es en el siglo XIX, con la
aparición de la biblioteca pública en el mundo anglosajón que estas se
democratizan verdaderamente. Los libros pueden llegar a través de ellas a
cualquier ciudadano, multiplicando la posibilidad de lectura de una sociedad, lo
que equivale a darle dos armas críticas liberadoras: pensamiento e imaginación.
Fui educada en colegios de
monjas. En ellos, las bibliotecas, cuando existían, eran lugares cerrados, donde
la mayor parte de los libros eran aburridos o habían sido escritos para
adoctrinar y moralizar y donde una bibliotecaria de cara amarga se comportaba
como un cancerbero. Así y todo yo
lograba descubrir allí una que otra cosa interesante y amena, pero me digo que mi vida habría sido más feliz y
plena en mi adolescencia si hubiera
tenido a mano una biblioteca verdadera, rica en opciones, donde el
bibliotecario no fuera un guarda armado sino un adulto amigo, dispuesto a
orientar y a descubrirnos buenas lecturas. Pero siempre hay gente que tiene
miedo de los libros y de la libertad que ellos engendran: libertad sexual,
política, religiosa. Son los fanáticos, los dictadores, los autoritarios y los
mojigatos. Mangel nos cuenta que se
aficionó a la lectura leyendo en la Enciclopedia Espasa Calpe artículos
encabezados por palabras como “masturbación”, “pene”, “vagina”, “sífilis”. Creo
que yo hacía lo mismo. “Una biblioteca es un lugar donde se aprende lo que los
profesores tenían miedo a enseñar”, escribió el abogado Alan Dershowitz. Y, con
humor, Germain Greer, una feminista australiana, afirmó que “una biblioteca es
un lugar donde usted puede perder su inocencia sin perder su virginidad”. Por fortuna, desde hace muchos años la
biblioteca abarca, como concepto, mucho más que un edificio lleno de libros al
que llega el lector ya formado, y se propone como un espacio vivo que convoca a
la comunidad y va hacia ella, poniendo el libro al alcance de todos, llevándolo
al barrio, a la casa, a la escuela. En las bibliotecas suceden cosas: hay
charlas, exposiciones, lugares donde los niños aprenden a leer jugando. Y
ayudas tecnológicas de todo tipo. Una buena biblioteca acoge e integra, innova, enseña,
descubre, y para hacerlo se vale de personas que conocen y aman los libros,
como los promotores de lectura.
Hoy otras bibliotecas comienzan a
crecer y a fortalecerse: las bibliotecas virtuales. Hablar sobre ellas excede
hoy mis posibilidades, pero yo les auguro un gran futuro, por su poder de
penetración. Pueden ser un magnífico complemento, una variante poderosa de las
otras, de las que hoy me he ocupado. Léase como se lea, en papel o en kindle,
el libro es el libro: un espacio que, en sus mejores expresiones, está habitado
por la interrogación y la complejidad,
que puede divertir pero también incomodar, y que está destinado a cambiar las
mentalidades y a movilizar fuerzas enormes en los individuos. El pensamiento,
la creatividad, la imaginación y el poder de la poesía siempre serán salvavidas
en países como el nuestro, cansados de violencia y muerte, pobres en
oportunidades y agobiados por la desesperanza. Y al respecto las bibliotecas
están haciendo mucho, pero tienen mucho
más por hacer.
PIEDAD BONNETTMilton Ramirez, MinCultura - @fotomilton