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2014-07-24
 

La vida no está en otra parte

 
Fotos: Gustavo Bueno Rojas-MinCultura
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Después de la cruenta ola de violencia que vivió el municipio de Carmen del Darién, Chocó, han encontrado en la cultura un alivio. MinCultura los acompaña en algunas de las actividades, además de haber construido y dotado, en 2013, una Biblioteca Pública.

Por Gustavo Bueno Rojas 

El Rey del Bunde se llama Antonio Beltrán Mosquera. Camina como bailando y cruza los pasos elevados, construidos en madera, que están en todas las calles de Carmen del Darién para que la gente no se moje los pies en épocas de inundación. Usa tenis blancos y tiene la habilidad de un personaje de videojuego para no enmugrarlos de barro. “Hoy no me van a llamar para armar el bunde”- dice con una sonrisa de dientes tan diáfanos como las ciénagas que forman las aguas del Río Atrato, a la altura del Tapón del Darién, “porque estamos de luto, ayer murió un habitante de la comunidad y por respeto no podemos hacer ruido”, dice Antonio y camina sin mirar los charcos, es como si tuviera un sonar en los pies, el sistema radar de los barcos, para no encallar. “Cuando terminó el partido contra Uruguay, de una formamos la recocha”.

Antonio se acerca a los 30 años, cuando entró al restaurante de doña María, que queda a la orilla del Atrato, dando unas largas zancadas para subir las  escaleras de madera, se sentó enfrente del televisor en una de las sillas Rimax, a mirar atentamente el desarrollo del partido de Colombia frente a Brasil. “Si no hubiera difunto-dice-, así perdamos, hubiéramos armado bunde, pero le repito, hoy no se puede”.




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El rey del Bunde ha vivido toda su vida en Curabaradó, la cabecera municipal de Carmen del Darién y se ha ganado el respeto de la comunidad, no solo por las fiestas que organiza en el pueblo, sino porque desde hace mucho tiempo, ha dirigido la cultura de su municipio. “Soy gestor cultural desde que nací. Monto bundes, obras de teatro, soy artesano, escultor, pintor, periodista. Me gusta crear, leer.  Estoy escribiendo una obra que se llama Un pueblo fantasma y se basa en la problemática que tenemos los habitantes de Carmen del Darién”, dice y vuelve a mostrar la sonrisa de aguas cristalinas.

Antonio Beltrán se levanta de la universal silla Rímax, y habla como si tuviera vergüenza, no por la derrota de la Selección Colombia ante la brasileña, sino porque hoy no podrá llevar a cabo el bunde, una fiesta con chirimía por las calles del pueblo, en donde todos los habitantes pasan por las calles del Darién bailando: “Por lo menos en esta época podemos llorar a los muertos y hacer nuestras celebraciones, antes no nos dejaban”.

El Carmen del Darién es uno de los municipios más jóvenes de Colombia. Fue constituido el 12 de septiembre del año 2000. Su nombre es un homenaje al Tapón y la patrona de la región, la Virgen del Carmen. Aunque su inauguración es reciente, su historia no ha sido fácil, especialmente a finales de los noventa, cuando los grupos armados ilegales dominaban la zona.

Luis Fredy Robledo Mena tiene 45 años y fue el segundo alcalde por elección popular de Carmen del Darién, entre los años 2004 y 2007. Al igual que Antonio Beltrán, ha vivido siempre en Curbaradó. Se desplazó en el año de 1997 hacia Turbo, pero la fuerza de la tierra y un proyecto común a muchos darienenses lo hicieron retornar. “Tuve la visión de que nos podíamos organizar, en comunidad de paz. Desde el 95, veníamos trabajando un proyecto de municipalidad y entonces, no podíamos permitir que la gente se fuera toda de la región, que se desintegrara, así que crear un municipio era una nueva esperanza”, dice Robledo, que lleva puestas unas botas panteras y una mochila arahuaca, en la que guarda un cuaderno, en el que parece tomar nota de todo lo que ve. 


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En los tiempos en que Carmen de Darién no existía y Curbaradó llevaba por nombre Cuenca de Curbaradó, y pertenecía al municipio de Río Sucio, sufrió varios desplazamientos forzados. “Contábamos hasta veinte cadáveres diarios que llegaban por el río”, dice el exalcalde.

Los desplazamientos empezaron en 1996. Los instantes de violencia aún no se borran de la memoria de quienes vivieron aquellos momentos. En el pueblo todos hablan la operación Génesis, un operativo militar desarrollado en febrero de 1997, en una amplia zona del Chocó en contra del Frente 57 de la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc), a la que sucedió una sanguinaria avanzada paramilitar y que produjo el desplazamiento de unas 5.000 personas y  más de un centenar de muertos.

“Fueron momentos muy difíciles”-, dice Luis Enrique Lara, tiene un clarinete en la mano. Luis es el director de la chirimía de Carmen del Darién, que es tan joven como el pueblo, y a quien el Rey del Bunde llama primero para preparar la fiesta. Aprendió a tocar el instrumento hace un año, gracias a unas clases que tomó en la iglesia. “Aquí la gente pasaba muchos trabajos, pasaba mucha hambre. En Rio Sucio el ejército restringía la alimentación, solamente la familia tenía derecho a traer diez mil pesos para el mes, y diez mil pesos escasamente solo alcanzan para una botella de aceite y una libra de arroz”.

Las construcciones de Carmen del Darién están en el aire. La iglesia, la biblioteca, el polideportivo, los barrios, la estación de gasolina, las calles. En épocas de lluvia, que son casi todas las épocas del año, el río extiende sus brazos y la extensa majestad del Atrato pasa por debajo del pueblo. No, el Carmen no está en el aire, navega casi los 365 días del año, porque cuando el agua no pasa por debajo, cae del cielo. En aquellos días de la violencia, era imposible hacer cualquier cosa. “Yo salí con mi familia, de noche, en los dos botes que teníamos.”, dice Pablo Palacio Moreno, con una voz pausada mientras mira el río. “nos largamos aguabajo por aquí- y señala el Atrato-. Mis botes no eran de motor, el motor era este” y mueve sus brazos como si remara. Palacios, comerciante de la región, salió con sus 14 hijos, de noche y desembarcó en Turbo, Antioquia, al día siguiente.

La violencia arrasó con todo, no solo con la tierra. Los grupos armados prohibían cualquier tipo de manifestación cultural como los alabaos y los gualíes, cantos fúnebres típicos de la región del Pacífico. “Cuando se moría alguien era prohibido llorar, hacer nuestro duelo, que como usted sabe, es con música y cantos, entonces se encerraba ese dolor. Aquí antes no hay personas locas”, dice Luis Enrique, mientras a su memoria vuelven aquellos días en que la música estaba prohibida.

Es ineluctable no pensar en las consecuencias de todo el horror que sucedieron en esos días. Además de los centenares de muertos y desplazados que dejó la ola de violencia, las consecuencias sicológicas y sociales son evidentes. El miedo y el recuerdo están en todos aquellos a los que debieron salir de noche en champas o como pudieron. “La vida es más valiosa que la misma tierra”, dice Pablo Palacio, como si fuera una sentencia. Uno de sus 14 hijos aún sufre las terribles consecuencias de lo ocurrido: “no perdí ningún familiar, pero tengo un hijo que está desmentizado. Se llama Andrés Palacio y tiene 22 años, tenía 14 cuando le pasó eso”, dice Pablo, “Fue en un plomeo de los paracos con la guerrilla. Como él no estaba acostumbrado a eso, se quedó así. Apenas veía una persona con arma de fuego, salía a correr para el monte y tenía uno que irlo a buscar”, de repente, se agacha y recoge un palo del suelo, “usted le apunta con algo así y el muchacho sale corriendo”.

Los tiempos han cambiado. La comunidad se ha fortalecido y ha entendido que a través de acciones pequeñas, que implican el diálogo, es posible llegar a muchos acuerdos. “Tener una biblioteca pública, nos abrió muchos espacios, por ejemplo además de prestar el servicio, para que la gente venga y lea, hemos creado un centro de memoria, que ha ayudado, especialmente a los adultos mayores, que se reúnen a recordar cómo era la vida de antes y eso les hace la existencia más amable, porque después de tener una vida tranquila y pasar por todo lo que pasaron, se nos están muriendo de depresión, como ocurrió con uno hace un par de días”, dice Antonio Beltrán, mientras camina por la orilla del río.  



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En la región la gente es amable y todos tienen una sonrisa en los labios, a pesar de toda la historia que llevan a cuestas. “La gente sigue siendo muy humana. Quien pone muertos, es muy difícil de que siga siendo buena persona. La mayoría de la gente piensa,  si me mataron a alguien, yo mato; me desplazaron, más adelante voy a desplazar; me quitaron mis derechos yo quito derechos y el Darién sigue siendo un municipio de personas humanas”, dice Luis Enrique, mientras desarma el clarinete para guardarlo en el estuche, una pequeña maleta de cuero que cuida igual que a sus cuatro hijos. “El menor, que apenas tiene dos años, ya pita con la flauta y se presentó con nosotros cuando nos visitó el obispo de Quibdó”.

Cuando cae la tarde en Carmen del Darién, el aire tiene una densidad húmeda que acaricia la piel. El sol se refleja en las aguas del río y la selva se traga los rayos que caen del cielo. Es un lugar hecho a la medida para pensar que el mundo es un lugar afable, a la medida de los sueños y los anhelos de los seres humanos. En ese atardecer, es imposible no extraviarse y olvidar rencores y penas para poder seguir viviendo. Tal vez por estas razones, muchas de las víctimas de cruenta violencia decidieron volver.  Pablo Palacio lanza una mirada pausada hacia el horizonte como si el tiempo no le importara. “Es muy bonito esto, ¿verdad?” y sonríe.

 

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