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2014-05-29
 

La biblioteca de la esperanza con los ojos y el corazón en las manos

 
 
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La historia de Yenny comienza hace 10 años en La Sierra, departamento del Cauca, cuando a sus ocho meses se le anticipó a la luz de la vida para llegar un poco más temprano a cobrar su lugar en esta tierra, a firmar su estadía en estos valles.

Por Henry García Gaviria

 

 

“Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados, irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había sido que podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro”, así comienza un cuento de Mario Benedetti, una historia de colores, de luces y de sombras... Una historia que se parece a los ojos de Yenny Lorena Tintinago Hormiga, a sus colores y a sus luces, a sus luces y a sus sombras.

 

La historia de Yenny comienza hace 10 años en La Sierra, departamento del Cauca, cuando a sus ocho meses se le anticipó a la luz de la vida para llegar un poco más temprano a cobrar su lugar en esta tierra, a firmar su estadía en estos valles.

 

Su encuentro con el mundo, desde ese instante, ha estado cruzado por muchos bemoles y por muchas batallas valientes; de pequeña, tenía muy poco peso, padecía de un problema en el estómago, debía pasar sus días bajo el abrigo técnico de una incubadora y estaba alejada de su madre biológica… A metros del cariño y del calor de mamá. Yenny había viajado enferma, y llegó muy débil a nuestra realidad. Por eso, cuando apenas tenía unas semanas de vida, su cuerpo indefenso tuvo que sufrir el ambiente denso de los quirófanos de una clínica y varias horas de operaciones médicas. 

 

Luego, a los tres meses de nacida, su abuela –quien es su amparo desde el primer contacto de amor– se quebró en llanto al descubrir que la luz de sus ojos, la pequeña Yenny, no tenía luz propia en los suyos.

 

“Yo veía que los otros niños miraban a sus padres y se sonreían con ellos cuando estaban de frente, y yo, en cambio, le pasaba la mano por encima a mi niña, y ella no se movía, no me podía ver, no reaccionaba. Corrí a buscar al médico para decirle que mi hijita no podía ver, que mi niña no veía. Yo descubrí, con todo y mi ignorancia, que mi niña era ciega. Ese día ha sido el más triste de toda mi vida: salí del hospital y me senté a llorar durante horas en un andén, inconsolable, sola; yo me preguntaba todo lo que mi niña iba a sufrir en esta vida: cómo va hacer para caminar, para estudiar, para trabajar, para salir a la calle… Fueron muchas horas de angustia y de llanto”. Mientras tanto, y en el seno de su incubadora,  la pequeña Yenny, indiferente a todo, hasta a la luz, respiraba en su propia oscuridad.

 

La fe de su abuela, los sacrificios de su abuelo y la solidaridad de muchos buenos seres humanos, llenaron de fuerzas y de motivos el corazón de una niña que a pesar de las pendientes del camino, cultivaba su propia historia, su propio jardín, como decía Borges. Con todo el esfuerzo y la humildad que llevan siempre esos campesinos de verdad, Yenny comenzó a crecer, a caminar, a caerse, a levantarse,  a ir a terapias para niños invidentes, a descubrir el mundo, y a soñar, como sueñan esos niños de pies descalzos y miradas alegresque viven en el eterno presente.

 

Pasaron los meses, y la pequeña Yenny que se debatía entre la tierra y su propio cielo, había decidido quedarse. Para lograrlo necesitaba entender el mundo con sus ojos, con sus manos. Sentir para ver. No había duda de que sus batallas de nobleza apenas comenzaban y que serían incansables a lo largo del viaje.

 

Para entender mejor la realidad en la que se encontraba, para aprender a leer el mundo,Yenny, por las condiciones de su pueblo, debía desplazarse desde La Sierra (Cauca) hasta la ciudad de Calí, en el Valle del Cauca, con el propósito de realizar terapias especiales que le permitieran ver con su tacto; eran desplazamientos extensos y costosos para una familia que dependía de las flores del maíz y de las cosechas de tomate. Así pasaron varios años. Así transcurría la vida de Yenny. Un proceso que a juzgar por su sonrisa y la de su abuela fue precioso.

 

Comenzó también a estudiar en un colegio convencional, con seis salones para once grados. En su aula se encontraban niños de primero, segundo y tercero. Por razones de lógica o ilógicas, Yenny no pasaba buenos momentos en ese sitio; llegaba a casa con deseos de no ver, de fallar para siempre. En ese lugar del tiempo, justamente, regresaron las tristezas a sus ojos y a la casa de bareque.


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La biblioteca de la esperanza

 

Un día, para confirmar las angustias de su hija, Margarita Hormiga –la abuela–, se detuvo en la portería del colegio, después de dejar a su nieta en la clase. Se devolvió, y se quedó en la ventana del salón atisbando la amargura. Lo que observaba, entre las rejas y un aire melancólico, le partía la vida, y el alma: una niña aislada, triste, con todo el peso del desasosiego en una mirada que se perdía en algún horizonte y en el dolor. En ese momento, la desesperanza y las lágrimas volvían al corazón de una madre.  

 

Yenny se retiró del colegio y estuvo durante un tiempo entre los aprendizajes dispersos y las enseñanzas de unos abuelos que merecen toda la gratitud y ese amor que les manifiesta su niña cuando les toca el rostro con la delicadeza de unas manos inocentes que, a veces, parecen como ojos llenos de luz.

 

Sin embargo, el día anhelado sabría llegar oportunamente. Casi por casualidad, un profesor invidente les habló de la Biblioteca Pública Departamental Rafael Maya de la ciudad de Popayán; la institución que cambiaría la vida de Yenny Lorena y que le devolvería su búsqueda de la felicidad. “Aquel profesor nos dijo que en la biblioteca le podían enseñar a mi niña a ver con las manos, a escribir, a leer, a conocer el espacio, a sumar, a restar. Yo me ilusioné mucho”.

 

Y así fue: visitaron la biblioteca, vieron la sala para personas en situación de discapacidad, conocieron una profesora ejemplar con toda una vida de experiencia al lado de personas invidentes, y se inscribieron en los servicios que, posteriormente, le abrirían muchos caminos a Yenny. “Lo único que nos pidieron fue los documentos de mi niña y mis documentos”, expresa la abuela, y la madre. “Y eso no es nada para tantos beneficios. No es nada”.

 

Desde ese momento, crecieron las sonrisas en la casa bareque y en la vida de Yenny Lorena: aprendió a escribir las letras y los números en braille, a leer muchas palabras, a diferenciar las formas de los animales y de las figuras geométricas. Su capacidad, indiscutible, desborda cualquier posibilidad de admiración: “Saco, Sopa, Zapote, Zorro”,  lee con certeza, diferencia las letras y conoce el significado de cada palabra.

 

Comprende con tanta facilidad la escritura en este sistema, que su abuela no puede negar sus sonrisas de orgullo y de satisfacción. Su rostro se llena de dibujos de alegría cuando la pequeña Yenny deja caer con su voz las palabras exactas que aparecen en un cuaderno de braille.

 

“Caballo, Oveja, Gallina, Gallo, Araña, Camello, Vaca, Toro”, reconoce las formas de estos animales, su hábitat y algunas de sus características. Es un privilegio estar a su lado mientras ella se concentra en ver el mundo con sus manos, y mientras su profesora de la biblioteca pública le enseña a dominar el tacto. “A mí me causa mucha alegría ver a mi niña tan avanzada y tan feliz. Ella espera ansiosa los días de clase en la biblioteca. Y nosotros hacemos todo el esfuerzo por traerla a la biblioteca porque esto nos hace muy felices a todos. La niña ha aprendido mucho en este lugar”. 

 

Maneja el teclado de la máquina de escribir en braille, y graba en el papel las palabras que le indica la profesora. Se detiene por un instante y expresa que su sueño es manejar los computadores y las tabletas. “En el computador uno escribe y pone las manos como en esta máquina, y el computador habla con uno. El computador le dice a uno lo que debe escribir. Yo quiero leer en el computador, hablar por el computador, escuchar música en el computador y ver las noticias en computador. Pero, primero hay que aprender braille”.

 

“Yo quiero ver en el computador la Teletón, y escribirles mensajes a los discapacitados por el computador. Cuando uno escribe por el computador en la televisión leen los mensajes que uno manda alas persona de la Teletón. Ese es el programa que más me gusta. Porque ahí salen muchos discapacitados. Y quiero viajar en avión y estar con ellos”.  Ese es uno de sus anhelos más sinceros de una niña ejemplar, de una niña que ubica en los reglones de lo extraordinario, de lo mágico.

 

Cumplir un sueño

 

Hace unos años tenía un ternero, y con la ayuda de su abuelo lo alimentaba para que creciera y se pusiera bonito. Yenny amaba el ternero, como Rosa y Pinín, los niños del cuento de Leopoldo Alas, que amaban una cordera: “En este silencio, en esta calma inactiva, había amores. Se amaban los dos hermanos como dos mitades de un fruto verde, unidos por la misma vida, con escasa conciencia de lo que en ellos era distinto, de cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera, la vaca abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz parecía una cuna. La Cordera, hasta donde es posible adivinar estas cosas, puede decirse que también quería a los gemelos encargados de apacentarla”.

 

Yenny sabía que algún día se iba separar de su ternero, que debía venderlo.  Justo, ese ternero que tanto adoraba le ayudaría a cumplir un sueño: comprar un computador para aprender a escribir mensajes para la Teletón. Luego, sucedió lo insospechado, ni su ternero del alma ni el computador. Los abuelos de Yenny tuvieron que venderlo para poder construir sobre su casa de bareque, una habitación de tablas para la nieta de sus amores. El ternero se había ido, como la Cordera, la vaca abuela, de la historia de Rosa y Pinín.


“(…) Al sábado inmediato acompañó al Humedal Pinín a su padre. El niño miraba con horror a los contratistas de carnes, que eran los tiranos del mercado. La Cordera fue comprada en su justo precio por un rematante de Castilla. Se la hizo una señal en la piel y volvió a su establo de Puao, ya vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila. Detrás caminaban Antón de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños. Rosa, al saber la venta, se abrazó al testuz de la Cordera, que inclinaba la cabeza a las caricias como al yugo. ¡Se iba la vieja! –pensaba con el alma destrozada Antón el huraño–. Ella ser, era una bestia, pero sus hijos no tenían otra madre ni otra abuela”.

El episodio del ternero se parece al de Rosa y Pinín, y permanece en la memoria de Yenny, como permanece el anhelo de aprender a manejar los computadores y las tabletas. Un anhelo que se aproxima gracias a la Biblioteca Pública Departamental Rafael Maya, a su sala de servicios para personas en situación de discapacidad, a su profesora, a los esfuerzos de su abuela y de su abuelo, a los cultivos de maíz y de tomate que les brindan el sustento, a las gestiones de un bibliotecario que ha defendido los programas para públicos en situación de discapacidad, y al apoyo de muchos buenos seres humanos, de muchas personas solidarias que Yenny menciona y que llevaba guardados en su corazón y en sus nostalgias.

“Las personas de esta biblioteca y la biblioteca le cambiaron la vida a mi niña. Ella no conocería todo lo que conoce sin esta sala, sin estas máquinas, sin estos libros, sin estos computadores, sin estas profesoras y sin los bibliotecarios”, concluye Margarita Hormiga, la abuela de Yenny, la madre de muchos sueños y de incontables sonrisas.

La Biblioteca Pública Departamental Rafael Maya hace parte del Proyecto “Dotación Uso y Apropiación de TIC en Bibliotecas Públicas del Ministerio de Cultura y la Fundación Bill & Melinda Gates”. 

 
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