Por Henry García Gaviria
“Los pocillos eran seis:
dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados, irrompibles, modernos.
Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último cumpleaños de Mariana, y
desde ese día el comentario de cajón había sido que podía combinarse la taza de
un color con el platillo de otro”, así comienza un cuento de Mario Benedetti,
una historia de colores, de luces y de sombras... Una historia que se parece a
los ojos de Yenny Lorena Tintinago Hormiga, a sus colores y a sus luces, a sus
luces y a sus sombras.
La historia de Yenny comienza
hace 10 años en La Sierra, departamento del Cauca, cuando a sus ocho meses se
le anticipó a la luz de la vida para llegar un poco más temprano a cobrar su
lugar en esta tierra, a firmar su estadía en estos valles.
Su encuentro con el mundo,
desde ese instante, ha estado cruzado por muchos bemoles y por muchas batallas
valientes; de pequeña, tenía muy poco peso, padecía de un problema en el
estómago, debía pasar sus días bajo el abrigo técnico de una incubadora y
estaba alejada de su madre biológica… A metros del cariño y del calor de mamá.
Yenny había viajado enferma, y llegó muy débil a nuestra realidad. Por eso,
cuando apenas tenía unas semanas de vida, su cuerpo indefenso tuvo que sufrir
el ambiente denso de los quirófanos de una clínica y varias horas de
operaciones médicas.
Luego, a los tres meses de
nacida, su abuela –quien es su amparo desde el primer contacto de amor– se
quebró en llanto al descubrir que la luz de sus ojos, la pequeña Yenny, no
tenía luz propia en los suyos.
“Yo veía que los otros
niños miraban a sus padres y se sonreían con ellos cuando estaban de frente, y
yo, en cambio, le pasaba la mano por encima a mi niña, y ella no se movía, no
me podía ver, no reaccionaba. Corrí a buscar al médico para decirle que mi hijita
no podía ver, que mi niña no veía. Yo descubrí, con todo y mi ignorancia, que
mi niña era ciega. Ese día ha sido el más triste de toda mi vida: salí del
hospital y me senté a llorar durante horas en un andén, inconsolable, sola; yo
me preguntaba todo lo que mi niña iba a sufrir en esta vida: cómo va hacer para
caminar, para estudiar, para trabajar, para salir a la calle… Fueron muchas
horas de angustia y de llanto”. Mientras tanto, y en el seno de su
incubadora, la pequeña Yenny, indiferente a todo, hasta a la luz,
respiraba en su propia oscuridad.
La fe de su abuela, los
sacrificios de su abuelo y la solidaridad de muchos buenos seres humanos,
llenaron de fuerzas y de motivos el corazón de una niña que a pesar de las
pendientes del camino, cultivaba su propia historia, su propio jardín, como
decía Borges. Con todo el esfuerzo y la humildad que llevan siempre esos
campesinos de verdad, Yenny comenzó a crecer, a caminar, a caerse, a
levantarse, a ir a terapias para niños invidentes, a descubrir el mundo,
y a soñar, como sueñan esos niños de pies descalzos y miradas alegresque viven
en el eterno presente.
Pasaron los meses, y la
pequeña Yenny que se debatía entre la tierra y su propio cielo, había decidido
quedarse. Para lograrlo necesitaba entender el mundo con sus ojos, con sus
manos. Sentir para ver. No había duda de que sus batallas de nobleza apenas
comenzaban y que serían incansables a lo largo del viaje.
Para entender mejor la
realidad en la que se encontraba, para aprender a leer el mundo,Yenny, por las
condiciones de su pueblo, debía desplazarse desde La Sierra (Cauca) hasta la
ciudad de Calí, en el Valle del Cauca, con el propósito de realizar terapias
especiales que le permitieran ver con su tacto; eran desplazamientos extensos y
costosos para una familia que dependía de las flores del maíz y de las cosechas
de tomate. Así pasaron varios años. Así transcurría la vida de Yenny. Un
proceso que a juzgar por su sonrisa y la de su abuela fue precioso.
Comenzó también a estudiar
en un colegio convencional, con seis salones para once grados. En su aula se
encontraban niños de primero, segundo y tercero. Por razones de lógica o
ilógicas, Yenny no pasaba buenos momentos en ese sitio; llegaba a casa con deseos
de no ver, de fallar para siempre. En ese lugar del tiempo, justamente,
regresaron las tristezas a sus ojos y a la casa de bareque.
La biblioteca de la
esperanza
Un día, para confirmar las
angustias de su hija, Margarita Hormiga –la abuela–, se detuvo en la portería
del colegio, después de dejar a su nieta en la clase. Se devolvió, y se quedó
en la ventana del salón atisbando la amargura. Lo que observaba, entre las
rejas y un aire melancólico, le partía la vida, y el alma: una niña aislada,
triste, con todo el peso del desasosiego en una mirada que se perdía en algún
horizonte y en el dolor. En ese momento, la desesperanza y las lágrimas volvían
al corazón de una madre.
Yenny se retiró del colegio
y estuvo durante un tiempo entre los aprendizajes dispersos y las enseñanzas de
unos abuelos que merecen toda la gratitud y ese amor que les manifiesta su niña
cuando les toca el rostro con la delicadeza de unas manos inocentes que, a
veces, parecen como ojos llenos de luz.
Sin embargo, el día anhelado
sabría llegar oportunamente. Casi por casualidad, un profesor invidente les
habló de la Biblioteca Pública Departamental Rafael Maya de la ciudad de
Popayán; la institución que cambiaría la vida de Yenny Lorena y que le
devolvería su búsqueda de la felicidad. “Aquel profesor nos dijo que en la
biblioteca le podían enseñar a mi niña a ver con las manos, a escribir, a leer,
a conocer el espacio, a sumar, a restar. Yo me ilusioné mucho”.
Y así fue: visitaron la
biblioteca, vieron la sala para personas en situación de discapacidad,
conocieron una profesora ejemplar con toda una vida de experiencia al lado de
personas invidentes, y se inscribieron en los servicios que, posteriormente, le
abrirían muchos caminos a Yenny. “Lo único que nos pidieron fue los documentos
de mi niña y mis documentos”, expresa la abuela, y la madre. “Y eso no es nada
para tantos beneficios. No es nada”.
Desde ese momento,
crecieron las sonrisas en la casa bareque y en la vida de Yenny Lorena:
aprendió a escribir las letras y los números en braille, a leer muchas
palabras, a diferenciar las formas de los animales y de las figuras
geométricas. Su capacidad, indiscutible, desborda cualquier posibilidad de
admiración: “Saco, Sopa, Zapote, Zorro”, lee con certeza, diferencia las
letras y conoce el significado de cada palabra.
Comprende con tanta
facilidad la escritura en este sistema, que su abuela no puede negar sus
sonrisas de orgullo y de satisfacción. Su rostro se llena de dibujos de alegría
cuando la pequeña Yenny deja caer con su voz las palabras exactas que aparecen
en un cuaderno de braille.
“Caballo, Oveja, Gallina,
Gallo, Araña, Camello, Vaca, Toro”, reconoce las formas de estos animales, su
hábitat y algunas de sus características. Es un privilegio estar a su lado
mientras ella se concentra en ver el mundo con sus manos, y mientras su
profesora de la biblioteca pública le enseña a dominar el tacto. “A mí me causa
mucha alegría ver a mi niña tan avanzada y tan feliz. Ella espera ansiosa los
días de clase en la biblioteca. Y nosotros hacemos todo el esfuerzo por traerla
a la biblioteca porque esto nos hace muy felices a todos. La niña ha aprendido
mucho en este lugar”.
Maneja el teclado de la
máquina de escribir en braille, y graba en el papel las palabras que le indica
la profesora. Se detiene por un instante y expresa que su sueño es manejar los
computadores y las tabletas. “En el computador uno escribe y pone las manos
como en esta máquina, y el computador habla con uno. El computador le dice a
uno lo que debe escribir. Yo quiero leer en el computador, hablar por el
computador, escuchar música en el computador y ver las noticias en computador.
Pero, primero hay que aprender braille”.
“Yo quiero ver en el
computador la Teletón, y escribirles mensajes a los discapacitados por
el computador. Cuando uno escribe por el computador en la televisión leen los
mensajes que uno manda alas persona de la Teletón. Ese es el programa
que más me gusta. Porque ahí salen muchos discapacitados. Y quiero viajar en
avión y estar con ellos”. Ese es uno de sus anhelos más sinceros de una
niña ejemplar, de una niña que ubica en los reglones de lo extraordinario, de
lo mágico.
Cumplir un sueño
Hace unos años tenía un
ternero, y con la ayuda de su abuelo lo alimentaba para que creciera y se
pusiera bonito. Yenny amaba el ternero, como Rosa y Pinín, los niños del cuento
de Leopoldo Alas, que amaban una cordera: “En este silencio, en esta calma
inactiva, había amores. Se amaban los dos hermanos como dos mitades de un fruto
verde, unidos por la misma vida, con escasa conciencia de lo que en ellos era
distinto, de cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a la Cordera, la vaca
abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz parecía una cuna. La Cordera, hasta
donde es posible adivinar estas cosas, puede decirse que también quería a los
gemelos encargados de apacentarla”.
Yenny sabía que algún día
se iba separar de su ternero, que debía venderlo. Justo, ese ternero que
tanto adoraba le ayudaría a cumplir un sueño: comprar un computador para
aprender a escribir mensajes para la Teletón. Luego, sucedió lo
insospechado, ni su ternero del alma ni el computador. Los abuelos de Yenny
tuvieron que venderlo para poder construir sobre su casa de bareque, una
habitación de tablas para la nieta de sus amores. El ternero se había ido, como
la Cordera, la vaca abuela, de la historia de Rosa y Pinín.
“(…) Al sábado inmediato acompañó al Humedal Pinín a su
padre. El niño miraba con horror a los contratistas de carnes, que eran los
tiranos del mercado. La Cordera fue comprada en su justo precio por un
rematante de Castilla. Se la hizo una señal en la piel y volvió a su establo de
Puao, ya vendida, ajena, tañendo tristemente la esquila. Detrás caminaban Antón
de Chinta, taciturno, y Pinín, con ojos como puños. Rosa, al saber la venta, se
abrazó al testuz de la Cordera, que inclinaba la cabeza a las caricias como al
yugo. ¡Se iba la vieja! –pensaba con el alma destrozada Antón el huraño–. Ella
ser, era una bestia, pero sus hijos no tenían otra madre ni otra abuela”.
El episodio del ternero se parece al de Rosa y Pinín, y
permanece en la memoria de Yenny, como permanece el anhelo de aprender a
manejar los computadores y las tabletas. Un anhelo que se aproxima gracias a la
Biblioteca Pública Departamental Rafael Maya, a su sala de servicios para
personas en situación de discapacidad, a su profesora, a los esfuerzos de su
abuela y de su abuelo, a los cultivos de maíz y de tomate que les brindan el
sustento, a las gestiones de un bibliotecario que ha defendido los programas
para públicos en situación de discapacidad, y al apoyo de muchos buenos seres
humanos, de muchas personas solidarias que Yenny menciona y que llevaba
guardados en su corazón y en sus nostalgias.
“Las personas de esta biblioteca y la biblioteca le cambiaron
la vida a mi niña. Ella no conocería todo lo que conoce sin esta sala, sin
estas máquinas, sin estos libros, sin estos computadores, sin estas profesoras
y sin los bibliotecarios”, concluye Margarita Hormiga, la abuela de Yenny, la
madre de muchos sueños y de incontables sonrisas.
La Biblioteca Pública Departamental Rafael Maya hace parte
del Proyecto “Dotación Uso y Apropiación de TIC en Bibliotecas Públicas del
Ministerio de Cultura y la Fundación Bill & Melinda Gates”.