Aún ahora, en la segunda década del siglo XXI, la imagen del poeta colombiano está vinculada a la bruma de una capital en la que los recorridos por los cafés para encontrar, o animar, las tertulias sobre el último verso de algún poema, y muy al fondo la discusión sobre tal o cual político, eran parte de una rutina fundamental para redactar, muchas veces en secreto, esos mismos versos en los que se forjaba el orgullo y la pasión.
Esta educación sentimental (el éxodo a Bogotá, los peregrinajes al interior del centro de la capital, las lecturas compartidas, las tertulias y, como una luz que consagra, la publicación del libro que tantos empeños y desvelos causó) hizo parte del ADN de los escritores colombianos como un ritual que trasciende el espacio autobiográfico y se asienta en su producción narrativa.
Eduardo Carranza, correspondió a esta tradición, con creces. En la foto, el poeta saludando al porvenir desde la Biblioteca Nacional. Llanero, Piedracielista, lírico. Sin cansancio versificó durante 50 años con un aliento titánico sobre la vida, el amor, la infancia, el erotismo, el desencanto, la melancolía, y los sueños. Impecable en el uso del lenguaje, sus poemas se antojan catedrales en las que el uso del idioma se combinaba, con precisión, con la metáfora.
Esos cuadernos de color marrón, de hojas gruesas y tinta fresca, eran la herencia de un Juan Ramón Jiménez que no dejaba indiferente a nadie y cuyo legado grandilocuente de poesía por la poesía, hábiles retruécanos verbales, poderío de la declamación, se extendió por Hispanoamérica durante la primera mitad del siglo anterior, Carranza, deudor de esta influencia, supo combinarla para transformarse en un poeta cuya vigencia permeó medio siglo de poesía en Colombia.
Si bien el sensualismo de sus metáforas estuvo presente hasta su último poema y el ritmo –ese cercano respirar del poeta cuando se leen sus versos da la impresión y la pausa de su conversación- que acentuaba la declamación, la introspección, la aparición de paisajes llaneros y caribes, el uso de formas relacionadas con el Siglo de Oro, y la conversación fecunda con poetas que estaban en otras latitudes de su poética, como Jorge Gaitán Durán (a quien dedica El olvidado, uno de sus poemas más apreciados), Luis Cernuda, Dámaso Alonso y Nicanor Parra, hicieron de su poesía un tránsito entre un clasicismo modernista y la intensidad discursiva de las generaciones poéticas que aparecieron entre finales de la década del cincuenta hasta los setenta.
En 2013, el Ministerio de Cultura le rendirá homenaje con una serie de eventos que pondrán de presente su inconfundible voz poética, recordar sus inolvidables sonetos, y exaltar su figura como intelectual, periodista y representante cultural de nuestro país.
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Héctor Delgado
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