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2010-05-15
 

Para darle nombre a América

 
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<p>Recordamos las palabras que ley&oacute; Carlos Fuentes como homenaje a Gabriel Garcia M&aacute;rquez, en el marco IV Congreso Internacional de la Lengua, que se llev&oacute; a cabo en Cartagena en 2007.<br /><br />Cortes&iacute;a: Instituto Cervantes (<a href=\"http://congresosdelalengua.es/cartagena/default.htm\">http://congresosdelalengua.es/cartagena/default.htm</a>)<br /><br />Por Carlos Fuentes <br />Escritor <br /></p>

Conocí a Gabriel García Márquez allá por el 1962, en la ciudad de México y en la calle de Córdoba 48, una casa llamada «La Mansión de Drácula» por su evidente aspecto transilvánico y sede de la compañía productora de cine de Manuel Barbachano Ponce.
Barbachano Ponce era un rotundo y energético yucateco, miembro de la llamada «casta Divina» que dominó largo tiempo a la península maya con vastas plantaciones de henequén y trabajo feudal. Desposeídos por la Revolución mexicana y en particular por las medidas del gobierno socialista de Felipe Carrillo Puerto, los Barbachano debieron encontrar otras hacendosas ocupaciones en la hotelería, el turismo y el cine.

Manolo Barbachano renovó en su momento el lánguido cine comercial de México, cimbrado apenas por las trepidaciones bailables de «Tongolele», Ninón Sevilla y María Antonieta Pons, nuestras caribeñas rumberas oficiales. Barbachano apostó a un cine documental y cuasi documental, directo, sin adornos, en blanco y negro: Torero, una experiencia de cine-verdad en torno al diestro Luis Procuna; Raíces, la adaptación de varios cuentos rurales del escritor Francisco Rojas González, y, finalmente, Nazarín, la película con la que Luis Buñuel volvió a cegar la pantalla, después de un indeseado e indeseable asueto comercial, con las navajas de Aragón y los tambores de Calanda.

La historia de Pérez Galdós fue adaptada por otro español, el guionista Julio Alejandro, y situada en un México agrario y agreste donde el cura Nazario intenta hacer el bien, provoca el mal y recibe como recompensa una inmanejable piña. Digo con esto que al llegar a México a principios de los sesenta, Gabriel García Márquez fue recibido —en La Mansión de Drácula— por un equipo que incluía a los republicanos españoles Federico Américo, productor de la vieja CIFESA; Carlos Velo, que en España realizó un memorable documental sobre El Escorial, y Jaime Muñoz de Baena, un seductor señorito madrileño de agudo ingenio y modas británicas. A ellos se unía muy señaladamente Álvaro Mutis, el escritor colombiano, que fue quien me presentó, en Córdoba 48, al recién llegado Gabriel García Márquez, al cual yo ya conocía, desde luego, como el joven escritor de La hojarasca, un libro de apariencia rústica y entraña nobilísima, pues de él, me parece, surge el universo creador de García Márquez. Yo había editado en los años cincuenta una Revista Mexicana de Literatura que se correspondía, en Bogotá, con la mítica revista Mito, dirigida por Jorge Gaitán Durán.

Entre Mutis y Gaitán, me fue dado ir publicando los cuentos de García Márquez, cada uno más maravilloso que el anterior, porque cada uno contenía al anterior y anunciaba al siguiente: «Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo» y «Un día después del sábado» conducían a El coronel no tiene quien le escriba y a La mala hora, pero también prolongaban, como el eco del mar dentro de un caracol, los inquietantes pórticos de pasados relatos de Gabo. «La tercera resignación», «Eva está dentro de su gato», «Tubal-Caín forja una estrella», «Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles» y «Ojos de perro azul»..., títulos que eran nombres, nombres que eran bautizos, nombres de misterio y amor que se pronosticaban a sí mismos como arte y artificio, naturaleza y natividad, profecía y advertencia, recuerdo y olvido, vigilia y sueño.
Todo ello me impulsaba, con un movimiento del corazón, a conocer al autor que nombró esos cuentos, al artífice que los soñó: aquí estaba, en Córdoba 48, tal y como años más tarde lo describiría, en sus memorias, el presidente François Mitterrand, como «un hombre parecido a su obra: sólido, sonriente, silencioso..., dueño de un desierto de silencio como solo las selvas tropicales pueden crear». «Desde que leí Cien años de soledad —añade Mitterrand— la obra me ha embrujado». Seguramente un hombre tan perspicaz como este francés esencial, que por serlo jamás dijo una tontería, leyó en Cien años lo que muchos más vimos desde las páginas sin árbol de La hojarasca: García Márquez era un nuevo descubridor, un bautizador del nuevo mundo, hermano de Núñez de Balboa y Fernández de Oviedo, de Gil González y Pedro Mártir, en la tarea interminable de darle nombre a América.

Lo conocí en 1962 en Córdoba 48 y nuestra amistad nació allí mismo, con la instantaneidad de lo eterno. Gabo culminaba en México un joven periplo que lo había llevado de Aracataca a Barranquilla, de Sucre a Zipaquirá, y luego de Bogotá a Roma, Londres y París, en mosaicas tabletas de información escritas en El Universal, luego en El Heraldo, finalmente en El Espectador, que lo sorprende en el exilio europeo dejando atrás, pero teniendo presentes siempre, las tensiones colombianas que se renuevan —porque no se inician— el 9 de abril de 1949 con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y culminan con la clausura de El Espectador por Gustavo Rojas Pinilla en 1955, determinando una errancia que, al cabo, nos trae al Gabo, en un autobús Greyhound, con Mercedes y Rodrigo y Gonzalo en espera, a la ciudad de México, la más vieja ciudad viva del hemisferio occidental, la urbe azteca, virreinal, barroca, caótica, antiquísima, modernísima, la ciudad de roja piedra tezontle y afrancesadas mansardas esperando la improbable nevada tropical y edificios de cristal despedazado que no quieren durar más de cincuenta años. México, D. F., donde la familia de García Márquez tendría, de allí en adelante, su principal residencia para honor y alegría de México y los mexicanos.

Juntos entramos al Museo de Antropología. Juntos indagamos el misterio de la Coatlicue, la diosa madre de los aztecas, representada en un masivo monolito cuyos terribles elementos —serpientes, calaveras, manos laceradas, sexo impenetrable— le proclaman a la ciudad y al mundo:

—Yo no soy Venus. Yo no soy una diosa humana. Yo soy diosa porque no soy humana.
Entonces, después de diez minutos de contemplación, García Márquez dice:

—Ya entendí a México.

Que es algo más de lo que podemos decir los mexicanos, constantemente sorprendidos por un país que no acabamos de descubrir pero en el cual García Márquez se acomodó con la sabiduría de hechicero que le atribuía Mitterrand.

Se ha dicho que en México Kafka sería un escritor costumbrista y en los años sesenta una de las leyes del Castillo determinaba que los extranjeros debían renovar cada seis meses su residencia y hacerlo no en México, sino —amuélense todos— en un consulado mexicano del extranjero. Esto significaba que Gabriel debía viajar dos veces al año para renovar su permiso de residencia —Kafka puro, les digo— y como tanto él como yo pasábamos por una temporada de aguda aerofobia —determinada, en mi caso, por la trágica muerte de Gaitán Durán en la Martinica—, íbamos por carretera a Acapulco, donde Gabo tomaba un vapor inglés de la P. and O. (homenaje sin duda a su admirado Somerset Maugham) y viajaba a Panamá, obtenía la visa y regresaba a México.

Recuerdo estos viajes porque en uno de ellos Gabriel García Márquez se transformó. Lo miré y me asusté. ¿Qué había ocurrido? ¿Nos habíamos estrellado contra un implacable autobús de la línea México-Chilpancingo-Acapulco? ¿Nos habíamos derrumbado por los precipicios del Cañón del Zopilote? ¿Por qué irradiaba una beatitud improbable el rostro de Gabo? ¿Por qué le iluminaba la cabeza un halo propio de un santo? ¿Era culpa de los tacos de cachete y nenepil que comimos en una fonda de Tres Marías?
 
Nada de esto: sin saberlo, yo había asistido al nacimiento de Cien años de soledad, ese instante de gracia, de iluminación, de acceso espiritual, en que todas las cosas del mundo se ordenan espiritual e intelectualmente y nos ordenan: «Aquí estoy. Así soy. Ahora escríbeme».

Porque en esa época, él y yo fabricábamos guiones de cine, demostrando nuestra verdadera vocación cuando nos deteníamos horas en colocar una coma o en describir el portón de una hacienda. Es decir: nos importaba lo que se leía, no lo que se veía. Por eso, semanas más tarde, echados en la eterna primavera del césped de mi casa en el barrio de San Ángel, Gabo pudo preguntarme:

—Fontacho, ¿qué vamos a hacer? ¿Salvar al cine mexicano o escribir nuestras novelas?

La suerte estaba echada. Yo me fui a Europa por segunda vez. Ya había estado allí en 1950, cuando la ruina de la guerra era dolorosamente visible en una Italia donde los niños recogían colillas de cigarrillo para sobrevivir, donde en el invierno los museos estaban llenos porque solo allí había calefacción, donde un pueblo empobrecido viajaba en tercera clase de los trenes con maletas amarradas con cuerdas. En una Viena donde la fachada del Hofburg era ocultada por grandes mantas con las efigies de Lenin y Stalin y de donde no se podía viajar sin un pase de una de las cuatro potencias de ocupación. De un París, en fin, donde el espíritu francés convalecía gracias a la inteligencia de Sartre y Camus, popularizada por el existencialismo personificado, a su vez, por la cantante Juliette Greco en el café Le Tabou: melena negra, mirada desencantada, voz inolvidable: «Je hais les dimanches». En un apartamento vasto y congelado de la avenida de Víctor Hugo vivía la pareja literaria de Octavio Paz y Elena Garro, siempre acompañados de otra pareja, esta argentina, formada por Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo: fuego graneado de citas poéticas, juegos surrealistas del cadáver exquisito y correrías nocturnas por Saint-Germain-des-Prés.

Octavio me condujo a una galería de la Place Vendôme donde se exhibía un solo cuadro, titulado Europa después de la lluvia, cuyo autor, Max Ernst, allí presente como vigía de su propia obra, había pintado un paisaje lacerante, alucinado, de excrecencias pétreas. Miré los ojos intensamente azules bajo la corona blanca de Ernst y al ver la pintura, me pregunté si el verdadero surrealismo europeo solo se dio en Alemania y en España, países de imaginación mágica popular, como lo demostraba ese mismo año de 1950 Luis Buñuel con Los olvidados, en Cannes, y no en la Francia cartesiana, donde André Breton escribía con la corrección del duque de Saint-Simon en la corte de Luis XVI.

Con razón, hacia 1930, tres jóvenes escritores latinoamericanos —Miguel Ángel Asturias, Arturo Uslar Pietri y Alejo Carpentier— se detuvieron un rato en el Pont des Arts sobre el Sena y decidieron echar al río el surrealismo francés, innecesario —proclamaron— en una Iberoamérica donde abundaba «lo real maravilloso».
 
Digo esto porque a Francia llegó en 1957 Gabriel García Márquez, encerrado en un hotel de la Rue Cujas cuyo único adorno era un retrato de Mercedes y el único lujo tres paquetes azules de cigarrillos Gauloises. En el Boulevard Saint-Germain se cruzó Gabo con Ernest Hemingway y le gritó de acera a acera: «Adiós, maestro» —como hoy le gritan, adonde quiera que va, a Gabriel García Márquez. Y aunque Hemingway dijo que los buenos norteamericanos van a París a morir, García Márquez hubiese dicho que los buenos latinoamericanos van a París a escribir.
 
Yo regresé a Europa en 1966 y me instalé en un palazzo veneciano para ver qué se sentía al ser Henry James, aunque sin esperanzas de emularlo. Fue una temporada de intenso intercambio epistolar con los amigos, en aquella época anterior —muy anterior— al fax, al e-mail. Gracias a ello, conservo un maravilloso correo con Gabo en los momentos de la redacción de Cien años de soledad.
 
Yo sabía que él dejó sus empleos, le pidió a Mercedes que llenara el refrigerador, echó candado a su casa y se sentó a escribir un proyecto —me dijo— que le tomó madurar diecisiete años y redactar catorce meses. Angustias y alegrías: «Jamás he trabajado en soledad comparable —me dice—, no siento más punto de referencia que, quizás, Rabelais, sufro como un condenado poniendo a raya la retórica, buscando tanto las leyes como los límites de lo arbitrario, sorprendiendo a la poesía cuando la poesía se distrae, peleándome con las palabras. A veces —me escribe Gabriel— me asalta el pánico de no haber dicho nada a lo largo de quinientas páginas; a veces, quisiera seguir escribiendo el libro el resto de mi vida, en cien volúmenes, para no tener más vida que esta...». «Para no tener más vida que esta».
 
Gabo me envió a Italia el manuscrito de Cien años de soledad. Entusiasmado, lo busqué desde Venecia para felicitarlo. No lo encontré. Entonces le escribí a nuestro grande y común amigo Julio Cortázar, quien pasaba el verano en su ranchito de Saignon, una aldea al sur de Francia sin teléfonos ni telégrafos, un cartero en bicicleta tan incierto como el cómico Jacques Tati y un extraño servicio francés llamado «el pequeño azul» al cual acudí para decirle lo siguiente al gran cronopio, al argentino que se hizo querer de todos.

Querido Julio:
Te escribo impulsado por la necesidad imperiosa de compartir un entusiasmo. Acabo de leer Cien años de soledad: una crónica exaltante y triste, una prosa sin desmayo, una imaginación liberadora. Me siento nuevo después de leer este libro, como si les hubiese dado la mano a todos mis amigos. He leído el Quijote americano, un Quijote capturado entre las montañas y la selva, privado de llanuras, un Quijote enclaustrado que por eso debe inventar al mundo a partir de cuatro paredes derrumbadas. ¡Qué maravillosa recreación del universo inventado y re-inventado! ¡Qué prodigiosa imagen cervantina de la existencia convertida en discurso literario, en pasaje continuo e imperceptible de lo real a lo divino y a lo imaginario!».

Y añado:
Pero en algún rincón debe haber un Aureliano con su cruz de cenizas en la frente que venga a protestar contra la crónica del biznieto del coronel Gerineldo Márquez, corrija los inevitables errores y proponga una nueva lectura, radical e inédita, de los pergaminos de Melquíades. Un día, querido Julio, me hablaste de la novela como mutación. Eso es Cien años de soledad: una generación y una re-generación infinita de las figuras que nos propone el autor, mago iniciático de un exorcismo sin fin.
Y qué sentimiento de que cada gran novela latinoamericana nos libera un poco, nos permite delimitar en la exaltación nuestro propio territorio, profundizar la creación de la lengua con la conciencia fraternal de que otros escritores en castellano están completando tu propia visión, dialogando contigo.
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