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2015-05-27
 

Fernanda Trías: escribir es intentar, errar, reescribir

 
Foto: Milton Ramírez, Ministerio de Cultura
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Invitada de honor a la Feria de la Lectura que tuvo lugar en la ciudad de Popayán con el apoyo del Ministerio de Cultura, la escritura uruguaya presentó su novela La azotea, considerada como una obra imprescindible de su generación.


Autora de las novelas La azotea (Trilce, 2001; Puntocero, 2010), Bienes muebles (Brutas Editoras, 2013) y la plaquette de relatos El regreso (Trópico Sur, 2012), la obra de Fernanda Trías (Montevideo, Uruguay , 1976) ha hecho parte de antologías de nueva narrativa en Alemania (Neues vom Fluss / Lettretage, 2010), Colombia, Estados Unidos, España, Inglaterra (Uruguayan Women Writers (Palabras errantes, 2012 / Cambridge University, 2012), Perú (Asamblea portátil / Casatomada, 2009), y Uruguay.
 
Seleccionada entre los mejores libros del año por el suplemento El País Cultural, La azotea ha sido también reconocida con el  tercer premio de narrativa édita del Premio Nacional de Literatura de Uruguay (2002), así como del Premio de la Fundación BankBoston a la Cultura Nacional (2006).
 
En 2004 obtiene la beca para escritores Unesco-Aschberg y viaja a Francia, país en el que vive durante cinco años para luego trasladarse a Buenos Aires, ciudad en la que ejerce su profesión  como traductora, lectora y correctora de estilo para diversas editoriales.
 
Tras ganar una beca de la Universidad de Nueva York, cursa una Maestría en Escritura Creativa. Publica en España una reedición de Bienes muebles bajo el sello Demipage, con el título La ciudad invencible. En 2015 la editorial colombiana Laguna Libros publica una nueva edición de La azotea.

 
Foto: Milton Ramírez, Ministerio de Cultura. ​​
 
 ​​​La azotea y la Feria de la Lectura
 
¿Cuáles eran las expectativas de presentar La azotea, en una ciudad como Popayán?
 
La azotea se desarrolla en el interior de un apartamento, que además era el apartamento de mi abuela paterna y tenía esa característica de dar hacia el paredón de atrás de una iglesia que tapaba siempre la luz del sol y le daba a la casa un tono gris constante. Esa sensación de omnipresencia que generaba el paredón de la iglesia, creo que colabora con la atmósfera opresiva del texto.
 
Y es algo extraño, porque por lo poco que conozco el país, Colombia es absolutamente lo opuesto: toda esa exuberancia y cantidad de espacios abiertos que invitan a estar fuera todo el tiempo. Me interesaba la posibilidad de acercar a los lectores a una realidad distinta y a una literatura, la uruguaya, también tan distinta de la colombiana. Me intrigaba qué efecto podía generar un libro como La azotea en una ciudad como Popayán.
 
¿Qué importancia tiene presentar su obra en un espacio como la Feria de la Lectura, en una ciudad pequeña como Popayán?
 
Descentralizar la cultura y el acceso a los libros es una tarea en la que nos debemos aplicar todos, desde el Gobierno y el Ministerio de Cultura, en este caso, hasta las editoriales, las distribuidoras y los mismos autores, en la medida que existe la tendencia a quedarnos en las capitales.

Podría parecer sorprendente, pero a pesar de que Uruguay es un país con apenas tres millones de habitantes, muchos de los libros publicados por editoriales independientes no llegan a las regiones fuera de la capital. Así que imagino que acá las dificultades deben de ser mayores.

Para mí es importante poder participar en este tipo de actividades y apoyarlas. Ir a presentar mi trabajo a otras ciudades o regiones, junto con el apoyo a las editoriales locales, que a mi juicio son las que están en mejor posición de hacer circular los libros como se lo merecen.
 
¿Qué más pude anticipar a los lectores de La azotea?
 
La azotea, para mí, es una historia de amor, el primer amor imposible de toda mujer, que es el amor al padre. La narradora de la azotea se encierra con él y su pequeña hija en ese apartamento y el encierre se vuelve cada vez mayor. La narradora siente el mundo exterior como una amenaza. Es un libro sobre el amor, aunque sea un amor enfermo, pero también sobre el miedo y la locura.
 
¿La sorprendió el hecho de que una editorial colombiana se hubiera interesado por editar esta novela?
 
Esta novela se publicó inicialmente en Uruguay y después también en Venezuela –lo que para mí resultó también algo extraño en su momento-. Me alegra que ahora pueda llegar a Colombia, también porque hace parte de una colección que intenta acercar al lector colombiano a otros autores de Latinoamérica. Esa iniciativa de Laguna me parece importante y necesaria, porque permite acceder a ciertos autores que –igual que en Uruguay y muchos países de Latinoamérica- de otra manera pasarían desapercibidos. Las fronteras aún existen en la literatura e iniciativas como esta están trabajando para romperlas.

 
Foto: Archivo particular, Fernanda Trías.​ 

La lectura y los libros
 
¿Cómo inició su interés por la lectura y los libros?
 
Mi interés por la escritura vino de la mano de la lectura, que en mi caso estaba muy vinculada a mi padre. Él era médico y un lector voraz, que no compartía sus lecturas: no contaba lo que estaba leyendo.

Eso hizo que los libros fueran para mí algo sumamente misterioso, y también la figura de mi padre, siempre escondido detrás de esos libros. En La azotea el padre es una figura central, que sigue presente en mis textos actuales. Mi padre sigue siendo un misterio sin descifrar, y muchos de mis textos busco desentrañar ese misterio por distintos lados, de distintas maneras.
 
¿Tiene alguna referencia de esas primeras lecturas?
 
Mi papá leía mucho a García Márquez, Onetti y Borges. Yo me acerqué a Onetti y luego recuerdo que me impactó mucho El extranjero de Camus, así como algunos libros de Faulkner y otros autores del sur de los Estados Unidos.

No lo había pensado, pero creo que esas lecturas marcaron de algún modo el tema de las atmósferas –que es uno de los aspectos que más trabajo- y particularmente fuerte en el caso de La azotea. En general me dicen que es una novela claustrofóbica e inquietante, más bien kafkiana.
 
¿Recuerda el momento en que logró liberarse de ese yugo?
 
Mi acercamiento a la literatura lo hice como autodidacta y casi por azar. No estudié letras. Me guiaba un interés más bien caprichoso, o dejaba que tal o cual libro cayera en mis manos, muchas veces porque eran los únicos libros que se conseguían baratos y de segunda mano en Montevideo.
 
Luego conocí a un escritor uruguayo muy importante, Mario Levrero, que se convirtió en mi maestro y con quien comencé a leer una cantidad de autores -muchas novelas policíacas-, y entonces pude armar toda una constelación de lecturas fundamentales.
 
De la mano de la lectura vino la escritura, porque al momento de terminar un libro me daba la impresión de que la vida podía ser mucho más ancha, se podían vivir muchas vidas a través de los libros, y además me ofrecía la posibilidad de salir de mí misma por algún tiempo. Entonces quise hacer eso a través de mis propios textos. La paradoja es que, al escribir, una no sale de sí misma sino que se encuentra.
 
La escritura y los talleres de escritura
 
Pese a que no tiene formación en estudios literarios decidió cursar una Maestría en Escritura Creativa en la Universidad de Nueva York. ¿Qué la motivó a tomar este curso?
 
Yo tengo un título como traductora que nunca he abandonado; comencé a publicar muy  joven –La azotea fue mi segundo libro y entonces tenía 23 años-, al tiempo que trabajaba mis textos con Mario Levrero e iba a algunas clases de su taller. Así fui aprendiendo, adquiriendo un tipo de formación distinta a la que hubiera tenido con la carrera de Letras.

A mí me interesa mucho aprender a partir del contacto con un maestro que te transfiere su oficio, sus lecturas, intentos, errores y aciertos. Escribir es eso: intentar, errar y volver a intentar. Desde siempre, los artistas solían ser aprendices de un maestro. Ese contacto mano a mano se ha ido perdiendo, pero con los talleres y las Maestrías en Escrituras Creativas a veces se puede recuperar ese lugar y esa tradición.
 
¿Cómo fue ese proceso?
 
Al morir Levrero en 2004 quedé un poco huérfana. Pasaron muchos años, y en determinado momento me enteré de la existencia de esa Maestría y me pareció que era la oportunidad de encontrar a otros maestros, cuyo tipo de escritura era además totalmente opuesta a la mía y a la del propio Levrero. Sentí que quizá me podía llevar a un lugar interesante, inexplorado. En Nueva York pude trabajar con la escritora chilena Diamela Eltit y el argentino Sergio Chejfec, cuyos textos son más experimentales, más arriesgados en otros aspectos, también formales. Ese trabajo me aportó mucho.

Tuve la suerte de ganar una beca y fueron dos años de mucho aprendizaje que me abrieron a una serie de lecturas que yo sola tal vez nunca habría hecho, en la medida que uno tiene a leer solo ''lo que le gusta''. Yo siempre propongo a mis estudiantes leer a autores muy distintos, incluso si no les gusta. El gusto es irrelevante en este caso, cuando lo que se quiere es aprender. Lo bueno es encontrar aquello que hay de interesante en cada libro, qué funciona y qué no, cómo un autor logra hacer esto o aquello.
 
¿Y cuál fue el resultado?
 
Hay gente que tiene mucha desconfianza hacia los talleres literarios, -¿Cómo se puede enseñar a escribir? Se preguntan-, pero la verdad es que no vi a nadie que no mejorara su nivel de escritura de una manera muchas veces abismal. Eso me llevó a querer transmitir la experiencia que viví en la Maestría de la Universidad de Nueva York a otros lados: Uruguay, Bogotá, Popayán y Bolivia, por ahora.
 
¿Qué tanta importancia han tenido sus estudios como traductora en el oficio de escribir?
 
Irónicamente yo no me dediqué a la traducción literaria, sino que decidí especializarme en textos de carácter técnico relacionados con la medicina –en algún momento contemplé la posibilidad de estudiar Medicina pero ganó mi natural inclinación por las Humanidades-, y en ese sentido, pese a que no tengo que lidiar con el estilo de un autor, me enseñó a manejar las herramientas básicas del lenguaje.

Cuando uno traduce lee de otra manera y presta mucha más atención a los detalles, así es que aprendí mucho, de igual manera que un escultor aprende por ejemplo a dominar cierta técnica. Ahora bien, una cosa es conocer el material, la técnica, y otra que el resultado sea bueno. Hay escritores que a pesar de tener un universo o imaginario interesante, fallan a nivel de la escritura. La literatura es el milagro que se produce cuando se combinan las dos cosas.

 
Foto: Archivo particular, Fernanda Trías.​ ​​ 
 

Escribir, corregir
 
¿Qué podría encontrar alguien interesado en hacer una autopsia de su obra?
 
Yo trabajo mucho tiempo en torno a una historia que tengo en la mente –aunque casi siempre comienzo a escribir sin tener idea de lo que va a ocurrir al final-. Voy macerando una imagen o una atmósfera en la cabeza, un poco como mirándola de reojo porque siento que si la miro de frente se me escapa.

Después, hay un momento en el que pasa algo y tomo la decisión de sentarme a escribir. Casi siempre, después de todo ese tiempo, la historia sale muy rápido, pero luego paso mucho tiempo corrigiendo. La azotea, por ejemplo es un libro sobre el que muchas personas me han comentado que no lo pueden soltar, quizá porque fue escrito de esa manera. Tardé algo así como tres meses en escribirla. Pero un año en corregirla.
 
¿Cómo ese el proceso de corrección?
 
Yo corrijo mucho, le paso el texto a algunos amigos, y vuelvo a pensar, y vuelvo a corregir, porque durante la corrección un va encontrando el texto. No estoy hablando solo de cambiar unas comas, porque al corregir una va encontrando lo que en realidad quiso decir. 
 
Flaubert era famoso porque solía leer sus textos literarios a sus amigos. ¿Ocurre algo parecido en su caso?
 
Una vez que tengo el borrador y que he hecho una corrección a conciencia, les paso el texto a dos o tres lectores de confianza. Al final, final, cuando siento que he encontrado el "alma" del texto, hago una última lectura en voz alta, porque creo que es fundamental. Es una sugerencia que siempre hago a mis estudiantes: a veces se alarman por las cosas que descubren a pesar de haber leído el texto 20 veces, porque al leer en voz alta se revelan algunos aspectos vinculados a la musicalidad –el ritmo y la cadencia del texto.

No se trata de un capricho, porque haber logrado ese ritmo también genera una suerte de hipnosis en el lector que lo va envolviendo de una manera prácticamente imperceptible y que lo impulsa a seguir leyendo.
 
¿Qué papel juegan los viajes en ese proceso de maduración del texto?
 
La azotea es una novela anterior a mi vida fuera del Uruguay, y es mi libro más uruguayo. Luego vino una novela publicada en España y un libro de cuentos que pienso publicar ahora, si todo sale bien a través de Laguna. Estos últimos textos están marcados por esa vida de nómada que llevo desde hace 10 años.

Hay temas que por supuesto permanecen y son fundamentales: la figura del padre y cierta paranoia que están presentes en La azotea. Pero después los otros textos se han visto atravesados por esta itinerancia: personajes que no encuentran su lugar y siempre se sienten extranjeros. Claro que una también puede ser una extranjera en su propio país, que es lo que en definitiva le pasa a Clara, la narradora de La azotea. Su mundo es ese apartamento, y todo lo que está fuera se le aparece como hostil y peligroso.


Juan Carlos Millán Guzmán
Dirección de Artes,
Ministerio de Cultura
Tel. 3424100   Ext. 1504
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