Antología Relata 2023
Relata

 

 

ANTOLOGÍA
RELATA

Talleres Literarios

 

 

 

ANTOLOGÍA
RELATA

CUENTO, CRÓNICA, NOVELA,
POESÍA Y NARRATIVA GRÁFICA

Talleres Literarios

2023

Red de Escritura Creativa
y de Tertulias Literarias

 

ANTOLOGÍA RELATA 2023

CUENTO, CRÓNICA, NOVELA,
POESÍA Y NARRATIVA GRÁFICA

Red de Escritura Creativa y de Tertulias Literarias - RELATA

MINISTRO DE LAS CULTURAS,
LAS ARTES Y LOS SABERES

Juan David Correa Ulloa

VICEMINISTRO DE LAS ARTES Y LA
ECONOMÍA CULTURAL Y CREATIVA

Jorge Zorro Sánchez

VICEMINISTRA DE LOS PATRIMONIOS, LAS
MEMORIAS Y LA GOBERNANZA CULTURAL

Adriana Molano Arenas

SECRETARIA GENERAL

Luisa Fernanda Trujillo Bernal

DIRECTORA DE ARTES

Ángela Beltrán Pinzón

COORDINADORA DEL GRUPO DE LITERATURA

María Orlanda Aristizábal B.

EQUIPO DE LITERATURA

Andrea Martínez Moreno

Andrés Giraldo Pava

Bibiana Parra Alzate

Clara Sánchez Mora

Daniel García León

Daniella Sánchez Russo

Felipe Martínez Cuéllar

Juan Laserna Botero

Mónica Alexandra Paz

Vanessa Morales Rodríguez

 

© Ministerio de las Culturas, las Artes
y los Saberes, República de Colombia

© Red de Talleres de Escritura Creativa
y de Tertulias Literarias - Relata

© Derechos reservados para los autores

TEXTOS LOGRADOS EN LOS TALLERES
DE ESCRITURA CREATIVA DEL AÑO 2023

CORRECCIÓN DE ESTILO Y EDICIÓN

Janeth Posada Franco

DISEÑO Y DIAGRAMACIÓN

Carlos Diazgranados Cubillos

PRODUCCIÓN EBOOK

eLibros Editorial

ALIADOS DE RELATA

INSTITUTO DISTRITAL DE LAS ARTES – IDARTES

GERENTE DE LITERATURA

Carlos Ramírez Pérez

COORDINADOR DE ESCRITURAS DE BOGOTÁ

Ricardo Ruiz Roa

 

PRIMERA EDICIÓN: DICIEMBRE DE 2023

ISBN PUBLICACIÓN IMPRESA : 978-958-753-573-0

ISBN PUBLICACIÓN DIGITAL : 978-958-753-574-7

Colombia Potencia de la vida

ÍNDICE

 

Presentación

CUENTO

De todos los finales posibles

Miguel Barrios Payares

Muertes transversales

Alberto de la Espriella

Así ha sido siempre

Ana María Valencia Agudelo

El recurso de la esposa

Ángel Ramírez Escobar

La espera

Aura Maritza Longa C.

Un drama olmístico

Carlos Eduardo Vásquez Cardona

La tregua

Carmen Andrea Rengifo Gómez

El espejo del presidente

Enrique Álvaro González

La tienda de don Federico

Fidel Martínez Ojeda

Abandono

Francisco Fajardo

En torno al lugar donde
murieron los perros

Fredys Castro Pérez

Retorno de navidad

Gabriel Ayala Pedraza

La tercera es la vencida

Gustavo Adolfo Bedoya Sánchez

Cirugía

Homer Alberto Vivero Carvajal

El gordo

Isabella Cabarcas Hernández

Las que caminan contigo

Johanna Rodríguez Sandoval

Rumor de ratas

Jorge Eliécer Corrales Roldán

La flor violeta

Jorge Enrique Quintero Aguirre

El reloj de Ferxxo

Juan Felipe Ardila, Davidson Andrés López,
Daniel Stiven Molina G., Valentina Garzón A.

Las neas de mi barrio son unos filósofos

Juan Manuel Alcalde Ríos

Labriego

Juan Pablo Ortiz Rodríguez

Los palos y el altillo de la casa

Juliana Enciso

Atrapasueños

Juliana Navarrete

El canto de la lechuza

Luis Alberto Niño

El hombre globo

Luisa Fernanda Gómez Lozano

El eclipse

Luisa María López Mejía

Esperando a mariana

Lupe Yovanna Montoya

Crepúsculo

Luz Adriana Suárez

Los duendes

María Cecilia Piedrahíta Vélez

Servicio a la carta

María Claudia Molina Villalobos

La perra

Natalia Guzmán Castañeda

El último cielo

Pablo De La Peña

Engañado

Patricia Morales Betancourt

Amar y yo

Walter Alonso Gómez Céspedes

Noche de cine

Yessica Chiquillo Vilardi

Cansancio

Yubelly Sofía Fique Sánchez

Deliciosas empanadas

Viviana Paola Vanegas Fernández

NOVELA

Miríada de ilusiones

Irene Cruz Olivo

CRÓNICA

El último vikingo

Deiver Andrés Juez Correa

Lo que la avalancha se llevó

Carlos Arturo González Díaz

La mañana en la que morí

Daniela Arias

Velada poética

Pedro Hubher Zambrano Aguirre

Ofelia detrás de las tablas

Ximena Ruiz Salas

El viaje del hincha

Carolina Calle Vallejo

POESÍA

La troje

Luis Garay Guevara

Evoco

Ana Cecilia Hoyos

Frío de madrugada

Los músicos han salido…

Arte poética

Fotografía familiar

Cuando se salga a la calle

Andrés Felipe Guerrero González

Veo a la muerte

Aura Lucía Torres Niño

Platos vacíos

Cristián Camilo Orozco

Noticia en desarrollo

Judiciales: “Capacho salió en primera plana”

Crónica: ¿Por qué mataron a Maritza?

Opinión: Donde habita la violencia

David Martínez Martínez

Los que no están

Las amigas

Mudanza

Hoy y mañana

Parto

Édgar Alfredo Quecedo Chávez

Tres poemas

Nigromántica

Premonición

Melodía lepidóptera

Elizabeth Álvarez

Canción del vientre mudo

Fidel Eslava Bernal

Sonidos de mi espalda

Códices

Transparente

Inspiración

De nuevo

Visita

Gloria Esperanza Cojo

El dolor del que no ama

Divagación

Juventud

Isabella Bohórquez Londoño

Caminante

Isidro Ramírez Villota

Remordimiento

Sobre el orden doméstico

Como haikús

Jacobo Betancur Peláez

Buenas nuevas

Jorge Iván Díaz Hincapié

Escondite

Katherine Serna Chaverra

Cinco poemas

Luis Alfredo Aarón Leonis

Desmemoria

Luis Fernando Martínez Pacheco

Evolución

Lupe Yovanna Montoya

Me he visto…

Luz Janeth Naranjo

Ars poética

Magda Pinilla Monroy

Vías curvas

Captura

Sobreexposición

Vidas curvas

Amanecer

Ficción

Manuel Alejandro Briceño Cifuentes

¿Y ahora?

María Victoria Arce Montoya

Ana se casó con el dolor a cuestas

Estás muy mal

Nallely Natali Flores

Los sabores y el saber

Un plato exquisito

Ofelia Angarita

Animal Planet

Paula Andrea Gaviria

Canciones para perder en las noches

Ricardo Javier Barreto Montero

Susurros

I

II

Sucy Valencia López

Realización

Yulieth Paola Galvis Rivero

Siete asedios a Troya

I Agamenón y Ulises

II Penélope y Helena

III Néstor y Telémaco

IV Helena vuelve a Esparta

V Andrómaca y Casandra

VI Aquiles y Briseida

VII Príamo y Tetis

Antonio José Silvera Arenas

NARRATIVA GRÁFICA

Bendiciones

Catalina Murcia Alejo

Y se quedó a dormir (fragmento)

Catalina Murcia Alejo

El desorden

Pablo Luciano Guerra Paredes y Diana Marcela Sarasti

Talleres y Directores 2023

Autores

PRESENTACIÓN

 

La aparición de un nuevo libro será siempre una buena noticia, y la Antología Relata 2023 no es la excepción. Palabras e imágenes tejidas al calor de los talleres que conforman la Red de Escritura Creativa y de Tertulias Literarias se hicieron poesía, narrativa y novela gráfica, y ahora llegan en esta compilación para completar el puente que tiende la escritura: el que va de quien imagina, de quien escribe o dibuja, a quien lee.

En esta ocasión son setenta y ocho los autores, de todas las edades y múltiples procedencias, los que conforman esta antología que de manera ininterrumpida se ha venido publicando durante los últimos dieciséis años, y que da cuenta también de la unión de voluntades que permiten que el sueño de la escritura se haga materia en la forma de este libro y que a través de la literatura se siga construyendo esa otra geografía de nuestro país.

Los temas, como suele corresponder a una publicación de tantos autores, también son diversos, aunque podría hablarse de algunos denominadores comunes: la infancia recordada; las buenas y las malas pasiones que suelen revestir las relaciones de pareja y de familia; la violencia omnipresente, con sus heridas y cicatrices.

Con estos y otros temas —como los animales y el cibermundo— se construye el panorama del libro, que es también una posible respuesta a la pregunta por lo que interesa o preocupa a quienes escriben en Colombia, bien sea que apenas empiecen el camino o que ya gocen de una larga trayectoria. Y también permite aventurar una respuesta por las formas de la escritura: narraciones ágiles, emparentadas con el lenguaje audiovisual; acercamientos a la fantasía; poesía que entronca con la literatura universal; realismo; juegos entre la escritura y la oralidad; propuestas desde la ciencia ficción; desde la tragedia o desde el humor, en fin, la variedad está servida para los lectores de esta Antología Relata 2023, que recoge, además de los textos representativos de los talleres, a los ganadores del concurso anual que el Ministerio de las Culturas, a través del Grupo de Literatura, realiza para la Red y que convoca a asistentes y directores de taller.

Para terminar esta breve presentación, me referiré al proceso. Porque un libro publicado es un camino muy largo, en el que muchas manos y muchos ojos han participado. Para el caso de esta antología, vale la pena reiterar que la materia prima se produce en los talleres del sur y del norte, del oriente y del occidente. Va de la soledad de la escritura, atravesada por lecturas y reflexiones, a la compañía lectora de cada grupo de taller, donde los textos se ponen en consideración, se moldean, se pulen, hasta llegar a una versión que satisface a su creador. El diálogo continúa durante el proceso editorial, que es también posibilidad de aprendizaje, sobre todo para los escritores más noveles, pues les permite acercarse al universo de la publicación y recibir apreciaciones de un otro que no los conoce, pero espera aportar lo mejor de sí, para que al final, después de la fase de diseño e impresión, cada texto pueda ser leído, interpretado o sentido, sufrido o gozado, y se complete el ciclo de la comunicación, que es, al final de cuentas, el propósito de todo escritor.

 

 

CUENTO

 

DE TODOS LOS FINALES POSIBLES

Miguel Barrios Payares

Ganador Cuento Asistentes

Valledupar, Cesar

Taller José Manuel Arango

 

Digamos que la mujer se llama Ana. Digamos que el hombre se llama John. Digamos que la habitación está limpia y que la mañana es fresca. Sabemos que la mañana es fresca porque, como en todos los apartamentos de edificios bajos de las zonas que dan a los parques públicos, y este no es la excepción, cuentan con ventanales grandes. Este tiene lindas cortinas de paneles japoneses, pero están recogidas y la luz da de lleno contra el piso. Si la mujer a quien hemos decidido llamar Ana mirara por la ventana, notaría que la anciana que vende loterías a las afueras del edificio no está. Aún es muy temprano y le falta por lo menos una hora para llegar. Digamos que guarda todos los boletos de lotería que ha comprado en la mesita de noche, porque sí, al costado de la cama hay una mesita de noche y en la tercera gaveta están todos los boletos a modo de recordatorio de las veces que ha estado en este lugar. Pero la mujer no mira. Ahora está casi desnuda y ocupa apenas una porción de la cama.

—¿Crees en la suerte? —le pregunta ella.

—¿Por qué lo preguntas?, pero claro que sí —le contesta él.

—Tengo un boleto ganador en el nochero.

—¿Sí?

—Sí. —Está por soltar la risa y él lo nota.

—¿Suficiente para irnos? —le pregunta, animado por continuar con el juego.

—Suficiente —contesta ella y ahora sí no se puede contener.

—Entonces nos vamos —le dice y se arrima para besarla.

La conversación anterior solo se produce en la cabeza de ella, pues al intentar darle inicio y romper el silencio, nota la mirada perdida de su compañero, como si este observara el techo, pero intentara atravesar el lugar y buscar quién sabe qué en quién sabe cuál lugar, así que se mantiene sin decir ni una sola palabra. Pero sigamos. Digamos que en la calle, al igual que en la habitación, todo está tranquilo. Si el hombre a quien hemos decidido llamar John mirara por la ventana, se detendría en las miradas de las personas, en la paz e inocencia que produce la ignorancia, e intentaría adivinar sus nombres y sus edades. Al fondo de la calle, un hombre que camina presuroso, por los modos le parecería abogado de profesión, empleado en algún tribunal, de unos cincuenta años y llevaría un nombre común, como el de su padre y el del padre de su padre. Justo debajo, casi en la entrada del edificio, un niño con morral al hombro que conduce una bicicleta con apoyadores, unos metros atrás su madre. El niño sí le dolería. Los demás, todos los que corren alrededor del parque, le darían igual. Sin embargo, el hombre no tiene la menor intención de mirar por la ventana.

Ya de seguro ha quedado claro que son amantes. La habitación los delata. Por ejemplo, en el pequeño armario que está a un costado, junto a la puerta que da al baño, hay muy pocas cosas de ella, varias mudas de ropa de gimnasio, zapatos, una tula y casi nada de él, dos camisas, un frasco de colonia. Hay que aclarar que el silencio no es por ellos, sino por la llamada. Antes, solo unos minutos, habían conjugado sus cuerpos con la pasión de quien no espera una próxima vez. Apenas al encontrarse, la lluvia de besos, los abrazos, la ropa en el suelo, las caricias sin palabras ni promesas. Él la tomó con brusquedad como si quisiera consumirla, mientras que ella se abandonaba a la sensación de su toque. Una vez ella encima, luego él con más fuerza que al principio, al final los dos, jadeantes y cansados en el claroscuro de la mañana. Y antes de eso, ella se sintió feliz al caminar bajo el amparo de la madrugada, con las calles solitarias, aprovechando para recorrer lugares por los que no solía transitar, haciendo pequeños trotes de no más de una cuadra hasta llegar al edificio, entrar, subir sin ser notada, abrir y descubrir el olor que ya creía que solo le pertenecía a ese lugar del mundo. Y antes de eso, descubrirse despierta antes que la alarma de su teléfono y apagarla, echar un ojo a su costado y levantarse sin hacer ruidos, ponerse la ropa de deportes, esperar para calzarse los zapatos en el pasillo, ir hasta la otra habitación y contemplar que no había nada de qué preocuparse por algunas horas, salir de la casa, cerrar con cuidado y respirar ese primer aire de la mañana y sentir que su cuerpo estaba en el mejor momento de su vida. Ni una sola dolencia, ni un solo músculo contraído, solo la sensación total de plenitud, que si alguien la hubiera observado, ella habría dicho sin siquiera sonrojarse “hoy puedo comerme el mundo”. Así que no fue por ella, debió ser por la llamada.

Digamos, esto es clave, que el hombre tiene un trabajo que le permite estar bien informado, pero no es, ni por asomo, un hombre poderoso o importante. Han tenido una buena jornada y ahora descansan con la respiración agitada. Entonces, él recibe una llamada. El teléfono suena, él ve la pantalla, se sienta en un costado de la cama. La llamada debe ser importante a decir por esa forma en que está sentado con la espalda recta y una mano apoyada sobre su muslo y el gesto de desaprobación en sus labios como si intentara una sonrisa que al final se queda a medio camino. Sin embargo, pregunta por qué le llaman y luego contesta solo con monosílabos. Termina la llamada, por unos instantes permanece viendo su reflejo en la pantalla negra del teléfono y vuelve a recostarse. Cuando la mujer lo mira él simplemente fija su mirada en el techo, para que ella no intuya o no adivine el terror que ahora mismo le revuelve desde dentro.

La mujer quiere saber qué pasa. Busca en sus recuerdos, ensaya una conversación sobre ganar la lotería que le permita romper el silencio, se hunde en la cama por un minuto más hasta que vuelve a intentarlo. Se le acerca pero él es más rápido que ella. La toma de un brazo mientras se sienta en la cama con las piernas entrecruzadas. Ella lo imita. Se miran y lo que se viene no es bueno. Ella lo nota, él lo sabe. Se le acerca al oído y le habla. Lo hace tan bajo que solo ella puede escuchar. Por el tiempo que se toma es casi seguro que utiliza las mismas palabras que quien estaba al otro lado del teléfono, y aunque su voz es más suave no hay un solo dejo de duda. Y entonces ella desea desoír lo que está oyendo. Se pregunta si ese es el mejor lugar para estar en este momento. Se imagina siendo despertada por la alarma del teléfono, posponiéndola por diez minutos y luego por otros diez minutos más hasta que ya se hiciera de día y luego preparar desayuno para todos en casa, sin salir a hacer ejercicios y conservar hasta el final la sensación de paz y tranquilidad de quien no espera nada malo.

Están sentados en un costado de la cama viendo hacia la ventana. Están muy cerca el uno del otro, pero no les alcanza para tocarse. Por un segundo él pensó en tomarla de la mano, pero la idea le pareció ridícula. Nunca lo había hecho y por infame que fuera la situación supo que no comenzaría ahora. Nadie lo acusaría y tal vez eso les daría un poco de tranquilidad, después de todo era simplemente participar en la comunión de la compañía en los momentos difíciles. Pero él hubiera preferido tomarla de las nalgas, porque sí que deseaba a la mujer que tenía a su lado, y hasta pensó en deslizar su mano suavemente desde lo alto de la espalda de ella hasta sus caderas, bajar más y continuar como si afuera nada estuviera pasando, pero los ánimos no le dieron sino para mantenerse impávido pensando si lograría ver algo o el final sería un simple pestañear. En algún momento, mucho antes de esto, pensó en terminarlo todo, pero cada encuentro con la mujer era siempre una última vez y eso que cuando lo decía se lo creía entero. Ahora, cuando ya no había vuelta atrás, se imaginó siendo él quien hacía la llamada, con el dejo de arrogancia en la voz, solo por cortesía, diría al final antes de cortar, y se vio pensando en la desolación de ese otro, en los gestos que haría, en lo que sentiría al saber que no había posibilidades de huir y ni un solo lugar en el que esconderse. Fue solo un instante, pero con el estallido los dos supieron que ya era hora. Lo primero fue esa sensación sobrecogedora que llega desde dentro y contrae el estómago, algo muy parecido al miedo, que quizá podía entenderse como la comprensión evidente de lo inevitable. Luego desde afuera llegó la luz brillante y cegadora seguida de una ráfaga de calor capaz de disolver metales. Y al final la onda expansiva que borró todo rastro de ellos, todo rastro de todos hasta que no quedó nadie para ver el hongo gigantesco que tocó el cielo.

Pero, digamos que cuando él terminó de hablarle al oído, esos dos a quienes ya no es necesario llamar por ningún nombre, porque a estas alturas de qué sirven los nombres, se vieron a los ojos y lloraron en silencio y, además, escogieron no sentarse a mirar hacia la ventana para esperar el final. Digamos que se recostaron sobre la cama, que él la abrazó con fuerza y acomodó la cara contra el pecho de ella y que ella le acarició la nuca, le correspondió el abrazo y le dijo que todo estaría bien.

MUERTES TRANSVERSALES

Alberto de la Espriella

Armenia, Quindío

Taller Café y Letras Quindío

 

“Philippe, en su chalet de la colina de Chansson, alejado de París, de sus susurros y de sus luces, miraba taciturno sin ver. Su rostro ya estriado por la vida se reflejaba a través del ventanal que daba al jardín de camelias artificiales —pero que parecían verdaderas y siempre florecidas—. Eran las preferidas de María Teresa, su Marie Théresse. También aquella noche pensaba en ella, en su proyecto como cantante y actriz. En su pasión y su hermosura latina.

Entre tanto, a 8617 kilómetros de allí, Tere gemía en una entrega mañanera. Enredada entre el cuerpazo de aquel hombre simple y desaprensivo que la cabalgaba y ‘la traía loca’, tan solo en dos semanas de haber regresado al país. Luego, al pensar en Philippe, o por lo menos en lo que él significaba en su vida, la agobiaría un extraño remordimiento…”.

Así empezaba la historia escrita y leída por Diana Paola, la nueva participante en el salón. Una mujer impredecible tanto en edad como en dignidad, que me impactó enseguida. Por ella y por su historia, traída aquella mañana al taller de creación literaria.

En esta, ella planteaba la lucha entre la razón y el sentimiento; cuestiones de amores y desamores, un poco el estilo de Marguerite Yourcenar, “[…] el amor y la locura son los motores que hacen andar la vida; escucha con la cabeza, pero deja que hable el corazón”, pero también creando un nudo existencial y fatalista.

Esbelta y garbosa, de inmediato me trajo al alma —gris y turbulento—, un episodio en mi pasado amoroso o pasional… En fin, qué más da. Su frondosa cabellera india de color negro original se batía al viento en sus galopes por las haciendas que atendía como ingeniera agrícola. Ahora se mecía tranquila sobre sus cejas pobladas y casi juntas, mientras leía su propuesta. Entonces me encaramó en el anca de su narrativa. Intuí que iríamos montadas las dos hacia la mía:

Era yo una campesina de familia aparcera en un lugar de Santander, responsable de una cosecha de maracuyá. En esos ires y venires apareció, sin presagio alguno, el cliente de mi vida y de mucho más. Un venezolano recio y sesentón que poseía toda una organización para surtir el mercado de frutas y verduras a los principales supermercados de su país. Un hombre sencillo y millonario.

Un tiempo después, sedienta de éxito y llena de sueños viajé a la capital para asistir a Agroexpo, una feria muy importante y fastuosa de cinco días. Participaba como expositora. Fue ahí donde conocí a Alcides. Él era mesero en el evento de inauguración. Allí me apasioné, desde ahí le llamé Alcy. Me da pena reconocer que no me arrepiento.

***

“Indignado y más que enojado, Philippe terminaba su segunda botella de vino sentado en la mesa de un café de la Vie Versailles. Se puso en pie con determinación mientras se decía: ‘C’est déjà intolérable. Deux semaines se sont transformées en deux mois. J’ e vais pour elle, pertout’.

Sí, el francés, cansado de los imprevistos continuados que la retenían y de la fecha de regreso de su Marie Théresse, pospuesta por causas extrañas y motivos contradictorios, decidió ir a buscarla en Bogotá para aclarar su situación. Esta angustia, a sus años, ya le iba pareciendo algo ridícula”.

***

Ese día, el jueves, Alcy fue contratado en la agencia de viajes Aviatur como “recepcionista en tráfico” y su primer trabajo fue recibir en el aeropuerto a un ciudadano francés que venía por primera vez a la ciudad. Debía llevarle a su hotel y luego servirle de guía en las diligencias que tuviese a bien hacer. Al fin podría vivir del segundo idioma que aprendiera en el colegio y, con suerte, en poco tiempo tendría algo que ofrecerme a mí, su inolvidable maracuyera, como a veces me decía, para que regresara, para que lo amara. Era febrero y apenas comenzaba el año. ¡Ya 2003!, pensé sorprendida.

El vuelo de Air France llegó a la madrugada. Una vez Alcy recibió las instrucciones del francés y lo dejó instalado en el hotel, quedaron en hablar después que descansaran. “Viejón, rico y muy simpático”, a juzgar por los cien euros que le dejó de propina. Su nombre era Philippe Bonant.

***

“Tan pronto Philippe llegó a su habitación se arrojó sobre la cama y llamó a Tere para avisarle que estaba en el país. No contestaba su celular y tras varios intentos se quedó profundamente dormido. Soñó con ella.

El alegre ringtone asignado a su Marie Théresse lo sobresaltó, sacándolo del sueño que se le iba diluyendo en la mente, pero inquietándole la razón. Discutieron en francés; él con reclamos tranquilos y con ruegos, y ella, con explicaciones no pedidas, acordaron verse al final de la tarde en el Club El Nogal. Quedaba retirado de donde se alojaba. ¡Cuánto la deseaba!

Después de una larga ducha caliente —pensó— se organizaría y llamaría al chofer que le había asignado la agencia de viajes para que lo llevara a almorzar y luego al Club. Eran las doce del mediodía y los viernes, como en todas las capitales del mundo, el tráfico debía ser caótico”.

***

Mi cliente venezolano me dejó en la finca después de pasar la tarde juntos. Fuimos a almorzar en un asadero al borde de la carretera; todo normal, pero yo no podía dejar de pensar en cómo le estaría yendo a Alcy. Tal vez mi cliente intuyó algo, pues no me insistió para que me quedara el fin de semana con él y me dijo que viajaría enseguida hasta el aeropuerto de Cúcuta, en donde tenía su avioneta, para estar al otro día en Acarigua. “Que le vaya bien”, me dije.

Como un autómata le marqué al celular que, de inmediato, se fue a buzón. Raro —pensé—, son más de las seis de la tarde y Alcy debe estar ya desocupado… Intenté otra vez y nada.

Entonces encendí el televisor para ver las noticias del agro y ahí fue cuando todo acabó. En flash urgente de última hora, el consternado presentador anunciaba que un poderoso explosivo acababa de ser detonado en el Club El Nogal, y se preveían muchos muertos y heridos.

***

“María Teresa, que al anochecer iba a llegar con un retraso largo al anhelado encuentro en el Club, nunca volvió a París. Nunca llegó a ser actriz, ni cantante, ni nada”. Terminaba Diana Paola así su relato. Yo tampoco volví a la capital, ni a ninguna otra feria ni a ningún amante. Pero en cada cosecha sigo atendiendo a mi mejor cliente y recuerdo rabiosa lo que pasó con Alcy.

ASÍ HA SIDO SIEMPRE

Ana María Valencia Agudelo

Medellín, Antioquia

Taller Isotopías

 

Desde que nací, hay una regla conocida por cada persona que vive en la finca. Mi abuelo fue quien la estableció una vez él quedó a cargo: “Aquí se hace lo que yo diga”. Y, precisamente, porque cada una de las personas en este lugar seguimos esa regla es que podemos gozar de una buena salud y de una infinita felicidad. Soy feliz cuando logro tener las tres comidas del día y una cama cómoda para descansar luego de un día largo. Estamos rodeados de campos de un verde esmeralda, que acompañan la mañana y dan inspiración para realizar un arduo trabajo.

Mi abuelo es un hombre tenaz que siempre ha intentado dar lo mejor de sí a su familia. No tiene reparos en la forma de tratar con nosotras y siempre se muestra generoso, porque, claro, algo importante es que la mayoría de las personas que vivimos en la finca somos mujeres; los hombres del hogar se encuentran viviendo en los diferentes predios que posee la familia, en esta finca tenemos el privilegio de vivir las madres, las tías, las hermanas y las nietas. Yo, en particular, soy de sus nietas favoritas.

La finca es inmensa, pero como existen diversas áreas de trabajo, mi abuelo implantó vallas de seguridad con electricidad para poder proteger los trabajos realizados: la cosecha de flores, los caballos, el gallinero, la pocilga, el ganado, nuestra casa. Se siente extraño pensar que, a mis quince años de vida, no he visto muchas personas aparte de las mujeres a mi alrededor y de él, eso y que no conozco mucho sobre el exterior, más allá de lo que en algún momento he escuchado mencionar a mis tías. En ocasiones, logro ir hasta la valla de seguridad e imagino que la traspaso sin ningún problema y el mundo está allí afuera esperando por mí, pero como entiendo que es por mi bien, me detengo, claro está, sé perfectamente que así ha sido siempre.

Puede surgir la pregunta de cómo logro aprender sobre la vida, el mundo y los valores importantes si no he ido nunca a una escuela; todo es gracias a la biblioteca que tiene mi abuelo, él allí nos provee una vasta colección de literatura que nos permite imaginar y aprender, y sí, él es quien nos ha enseñado a leer y a escribir a cada una de nosotras. Los hombres de la familia han tenido acceso a la educación, pero nosotras, privilegiadas, hemos tenido la oportunidad de que nos enseñe el mejor de todos. Son libros que nos hablan de Blancanieves, que por estar en actividades promiscuas terminó casi muerta. Sobre Aurora, la bella durmiente, obediente de sus mayores y, por supuesto, de Caperucita Roja, que por desobediente fue devorada por el lobo, aquel lobo, siempre retratado como un ser extraño y aislado de la vida de la niña; por eso hemos de vivir protegidas.

Es de imaginar que en este lugar todas funcionemos como un reloj suizo: las hermanas de mi abuelo son las que cocinan día y noche, e incluso les proveen la comida a los trabajadores de las diferentes fincas, ellas son las únicas que tienen contacto con personas del exterior, que pueden ser camioneros o mensajeros. Tienen la gran tarea de nutrirnos, mantenernos fuertes y, por sobre todo, tener a mi abuelo en gran estado físico, con una alimentación balanceada; escogen con cuidado cada fruto, verdura y carne que reciben de los agricultores. Son mujeres agrias y serias, yo creo que ni siquiera hablan entre ellas, es como si el silencio fuera aquello que las conecta, son muy mayores, viven para su trabajo y no prestan atención a nada más que a la satisfacción de servirlo a él.

Mis tías y mi mamá son la siguiente generación: edades variadas, mujeres fuertes y voluntariosas, que se encargan de mantener la casa en pie, cada una tiene una tarea importante para que los espacios estén organizados, desde desempolvar hasta lavar a mano cada prenda blanca. Las más “jóvenes”, entre ellas mi madre, son aquellas que sirven de cerca a mi abuelo, se encargan de que su día se cumpla tal cual lo necesite, lo acompañan en sus actividades diarias y le tienen listo cada artículo que requiera, supervisando a las demás para que todo se cumpla perfectamente. Son su círculo favorito y son escogidas de forma meticulosa; yo quiero hacer parte de ese grupo cuando tenga la edad necesaria.

Finalmente, quedamos nosotras, las verdaderamente jóvenes, él nos dice las flores de su jardín; desde que nacemos hasta los quince años, somos aquellas que no debemos hacer absolutamente nada. Somos consentidas en todo por mi abuelo y se podría decir que somos su ruina, porque tenemos la potestad de conseguir casi cualquier cosa que deseemos; mientras esto no implique un contacto directo con el mundo exterior, siempre nos será permitido. Como dije, es un hombre generoso, siempre intenta que cada una tenga un trato único, nos da su confianza incondicional, nos da regalos sorpresa y pensados según nuestros gustos particulares. Nunca nos castiga, grita o golpea. Es cuidadoso con sus palabras y nos escucha hablar con una atención impecable, nuestra felicidad es su prioridad y así ha sido siempre.

Cada una de nosotras tiene el privilegio de dormir con el abuelo una vez por noche, contando las niñas que integramos el grupo anteriormente descrito. Mi turno siempre llega cada quince días, pero mi próxima noche será la última, porque después de esa fecha cumpliré dieciséis años. A una de mis primas le correspondió esta última noche hace unos días y una de mis tías dijo que lo que mi abuelo hacía tenía nombre; lo dijo y nunca la volvimos a ver. Aquella corta palabra la guardo con recelo dentro de mi ser desde entonces y, cuando no hay nadie cerca, en la oscuridad de mi pequeño cuarto le susurro al viento esa palabra y la dejo flotar en el espacio como una verdad, sin que nadie sepa lo que he dicho, pero con miedo de que, si por casualidad llega a oídos pendientes, yo también desaparezca. A veces, me pregunto si eso implicaría una especie de libertad, si por fin vería más allá de este lugar. Me regaño inmediatamente, no puedo ser desagradecida, no se puede morder la mano que da de comer.

Aun así, debo confesar que tengo miedo de mi última noche; desde que mi tía se fue o desde que se la llevaron, no podemos hablar de eso y pensar en ello me hace sentir culpable. Hasta ahora, sentía que lo que mi abuelo y yo compartíamos era especial. Algo sagrado, que nos ayudaba a conectar a un nivel espiritual. Incluso, según él, está en la Biblia. Así que no creo tener el poder de rehusarme a estar allí esa noche, a no estar dispuesta, a no estar contenta. “Todas hemos pasado por eso”, me dicen. Pero, si así ha sido siempre, no tengo nada que temer. ¿Por qué habría de cuestionarlo o de preguntarle a mis primas y tías qué vivieron?: “Él nos ama, solo debes ir relajada, así te dolerá menos”.

Dolor. Si no me equivoco, dolor es lo que leo en la mirada de mi madre cada vez que nos cruzamos en los pasillos. Mi madre es muda. He escuchado en los susurros que guardan las paredes que en su última noche con mi abuelo algo pasó, y al día siguiente ya no podía hablar. Luego llegué yo. Nuestra relación ha consistido en miradas porque la crianza que se efectúa en la finca debe estar en manos de todas las mujeres, menos de las ancianas, todas deben sentirse madre de todas, ser madres y tías al mismo tiempo, no asumir ningún tipo de pertenencia o forjar lazos profundos “madre-hija”. Aquí somos para con él, no para con nosotras mismas. He logrado aprender ciertas señas en las cortas interacciones que hemos tenido a lo largo de mi vida: “Te quiero”. “Abrazo”. “Detente”. “Corre”. Son como nuestro lenguaje secreto, algo que solo ella y yo compartimos, así como con él, pero ya no creo que sea tan único y especial.

Ha llegado mi última noche. Mis tías, sin mi madre presente, me bañan con cuidado, me quitan el vello que pueda tener, en cualquier parte. Me llenan de cremas y me perfuman, mientras me entregan ropa de lino blanco. Mi cabello siempre trenzado lo sueltan para la ocasión. Ninguna me mira realmente, actúan de forma mecánica y a alguna que otra se le escapa un pequeño gesto de disgusto. Me dicen que debo llegar a los aposentos de mi abuelo a las quince horas. Ni un minuto más, ni un minuto menos. Cuando llega el momento comienzo a caminar hacia el cuarto, mi corazón está latiendo tan rápido que pienso en el dolor, e intento relajarme, pero mis músculos están tan tensos que caminar se ha vuelto un acto automático, no soy yo quien controla mi cuerpo. Cuando doblo la esquina del pasillo que da al cuarto de mi abuelo aparece mi madre vestida de blanco, con el cabello suelto y llena de lágrimas. Me estremezco y quiero correr hacia ella, pero al ver mis ojos lee mis intenciones y me hace la seña que significa “detente”. Se toca el pecho, como señalándose a sí misma y mira hacia su cuarto; cuando logro entender, ella se está dirigiendo hacia allá, su mano detrás de su espalda me hace la seña final: “Corre”.

Temblando de pavor, le doy la espalda y salgo corriendo. Cuando llego a la entrada principal, las hermanas de mi abuelo están hablando con varios de los que reconozco como camioneros, mientras mis tías llevan a todas las niñas cargadas en sus brazos hacia ellos, todas en camisón, todas descalzas, llevando a cuestas el peso de la libertad. Corro hacia ellas, pero recuerdo a mi madre, recuerdo su cara y cuando siento la urgencia de volver por ella, la escucho gritar, por primera y última vez escucho su voz desgarrada y ronca, diciendo una y otra vez:

¡ASÍ! ¡YA! ¡NO!

EL RECURSO DE LA ESPOSA

Ángel Ramírez Escobar

Barranquilla, Atlántico

Taller Literario José Félix Fuenmayor

 

El amor fue propagado de boca en boca, aunque no signifique lo mismo para todos. Algunos se debaten entre darlo o recibirlo, lo cierto es que puede ser una experiencia trasformadora por todas las emociones que genera en el interior de un cuerpo humano, llevando a sus portadores por caminos de locura, sentenció mi joven paciente Segismundo Arrieta.

Estaba posado sobre el diván, usaba ese tipo de ropa para hacer deporte: suéter y pantalón corto de color negro, tenis color blanco y gorra oscura sin marquillas. Fue hombre amable que solía ser encantador, lleno de misterios y aciertos, un poco solitario en ocasiones, pero con grandes dotes sociales.

Segismundo se convirtió en un despojo humano tras recibir varios impactos de bala. Tenía muy pocas esperanzas de sobrevivir, en la unidad de cuidados intensivos llegó a tener pronósticos tan negativos que sugerían a sus familiares adquirir lo más pronto un contrato con servicios funerarios. Fuera de la clínica se encontraba una muy buena amiga, que lloraba desconsolada por ese joven a quien había amado durante años y con quien todas sus tácticas de seducción habían fallado. Fue la única persona cercana presente, pues los familiares del malherido estaban a muchas horas de distancia. En estas circunstancias, los médicos consultaron por los familiares y ella sin dudarlo dijo ser su esposa. Como lo quería de esa manera hacía mucho tiempo, no fue difícil asumir lo que había deseado. Un esposo silenciado, muchos secretos en confianza y sus lágrimas la ubicaban en el papel protagónico de una tragedia. En poco tiempo logró generar una pantalla a sus familiares y se convirtió en la esposa de mejor calificación.

De manera inesperada mi joven paciente logró sobrevivir luego de cuarenta y siete días en coma, fue un milagro. Durante su largo sueño habían pasado algunos sucesos fuera de lo común: en el interior de su cuerpo repararon su hígado, un pulmón y el sistema digestivo, y en su vida social se encontraba comprometido en matrimonio con aquella amiga, demasiado mayor para su gusto y a quien había rechazado tiempo atrás. Durante su prolongada crisis, Maritza Porras (ese era el nombre que recordó de inmediato al volver de un mundo que oscilaba entre la calma total y la pesadilla) había intervenido en sus recursos económicos, brindó alojamiento y apoyo emocional a sus familiares, veló por los derechos de su amado en la clínica y contestaba su teléfono. La mujer se había apropiado del papel con tanta firmeza que hasta la misma madre del chico dudaba de que no fuera cierto.

Al salir del coma, la amiga entrañable le confesó a su amado sobre las decisiones que había tomado en su ausencia y lo conveniente de utilizar el recurso de la “esposa” para hacer solicitudes y reclamos a la entidad de salud en su representación; justificaba así la propagación de la mentira sobre la relación para la familia, amigos, compañeros y todo aquel que preguntara, a fin de dar credibilidad a la falsa relación.

Cuando llegó la alta hospitalaria, ella decidió quedarse a su cuidado y de sus familiares, pero en casa las reglas cambiaron: no permitió visitas de particulares ni llamadas telefónicas de mujeres o amigos de mi paciente, escuchaba a escondidas las pláticas familiares y se inmiscuyó en todo lo relacionado con sus cuidados. Desplazó a la madre y hermanas de la obligación de dormir con él, bañarlo y curar sus heridas para hacerlo ella, constantemente daba órdenes autoritarias y generaba conflictos dentro de la misma casa, daba la impresión de ser ella la dueña y los familiares sus empleados.

Él pudo ver todo con una claridad nublada, sabía que las cosas no estaban bien, pero su salud no le permitió alzar la voz, era muy vulnerable y dependiente. Los días pasaron lento. Ella se acercaba cada vez más con sutil morbo, él se volvió agresivo y la rechazaba continuamente, esto desestabilizó la delicada armonía y la convirtió en una mujer quejumbrosa; maldecía, tiraba las puertas de la casa. Además, propició una rivalidad antipática con la madre de mi paciente y con cualquier persona que se mostrara solidaria con la tragedia. Aun así, defendía a toda costa la mentira de la relación.

Después de algunos meses, Maritza empezó a mostrarse molesta ante los avances de mi paciente en la recuperación física y emocional porque cada vez la necesitaba menos. Entorpecía las terapias desacreditando su utilidad, y por cualquier cosa le recordaba que sin su ayuda habría muerto. Aunque él la despreciaba, ella se mostraba cariñosa y abnegada, tal vez consideraba que con su amor era suficiente para los dos. Paulatinamente logró con su antipatía sacar de la casa a los familiares, exceptuando a la madre, quien ahora desconfiaba de las intenciones de esta mujer con su hijo menor. Las fricciones cotidianas llevaron a la madre y a su supuesta yerna a un enfrentamiento físico que provocó en mi paciente el primer impulso para levantarse luego de meses postrado, solo para evitar la pelea.

Sin aprobación médica, mi malherido paciente se marchó una noche con su madre a su ciudad natal, huyendo de la difícil convivencia con la buena amiga que se había convertido en su peor pesadilla. Poner tierra de por medio, según su criterio, fue la mejor manera de enfrentar ese amor no correspondido que a la postre resultó enfermizo.

Aún, al recibir sus llamadas telefónicas, sufro espasmos musculares, me dice, mientras estruja su gorra y cierra los ojos. Pero enseguida los abre, como si evitara volver a una pesadilla.

LA ESPERA

Aura Maritza Longa C.

Cali, Valle del Cauca

Taller Voces en el Estero

 

Hoy es sábado, día de pago. Mi mamá me mandó temprano a esperarlo. Ella dice que de pronto, viéndome acá, se anime a irse temprano conmigo para la casa y no empiece a gastarse lo de la comidita. Toda la semana estuvimos engañando el estómago con agua de panela y pan fiado de la tienda. El hambre es cosa seria, oyó. Ojalá hoy le caiga algo salado a la barriga.

Desde esta banca de la cantina de doña Marucha puedo ver todo el salón y hasta la entrada de los amigos de mi papá. Se me hace agua la boca por un pargo frito, es mi comida favorita, y con papachina, ni se diga. Mi mamá dice que me deje de bobadas que ese pescado es muy caro. Ahora que llegue mi papá le digo que nos vamos rapidito para que le paguemos lo que le debemos a la vendepescao y nos deje el pargo rojo. Mi mamá lo aliña con cebolla y limón y le queda como pa chuparse los dedos.

¡Allá viene mi papi! Ay, papiru, mi papá está platudo, hoy sí vamos a comer bien. Saca varios billetes grandes y le pasa algunos al cantinero. ¡Como Juaco, no hay dos!, grita uno de los tipos que viene con él. Le da dos palmaditas en la espalda y coge la botella que acabó de pagar. Le quita la tapa rapidito. Riega un poco en el piso, dizque para las ánimas. Se toma el primer trago. Habla bobadas y a todos les va dando su copa. Cuando llega donde mi papi, se la llena un poquito más. ¡Arriba, mi viejo, usted es único, mi hermano!, le dice el amigo. Definitivamente mi papá es un rey.

Aunque en el colegio Carlitos dice que mi papá es un payaso. Un día en el recreo me estaba molestando y cuando le dije que le iba a poner la queja a mi papi, me gritó: ¡Es que usted es boba, si su papá es un borrachín que no sirve ni pa trapo de escoba, así que, mijita, chupe y embombe, que voy es con toda! Ese día lloré bastante. Llegué a la casa con los ojos hinchados, casi se me explotan, pero nadie me paró bolas. No quise decirle nada a mi mamá. Bastante tiene con los problemas de mis hermanos.

¡Pa, vámonos!, le digo. Pero no me hace caso. Más bien aprovecha y saca a bailar a una de las mujeres que está en la mesa. Ella le da un beso. Veeeeee, ¿mi papá por qué le está tocando la nalga a esa señora? Vean-vé. Me quedo mirándolo rayado. Mi papi se ríe y me pica un ojo. Se me acerca, me da un bombón y me hace con el dedito Shhhhiii. Cuidadito, que esto quede entre los dos. Se devuelve para su mesa y sigue tirando paso con la gorda esa. Ojalá bailara así con mi mamá. No los he visto nunca bailar juntos. Me chupo mi bombón, tan lindo mi papi, él sabe que el de mora es mi favorito.

Oiga, ya van tres veces que pasa el cantinero de doña Marucha. Saca la lengua y me dice: Uy, mamacita, le cambio ese bombón por un teterito. Gordo asqueroso, huele como a pecueca. Me levanto nuevamente y le toco el hombro a mi papá para que nos vamos. Pa, nos están esperando, le digo. Pero él dice que no lo moleste, que me vaya para la casa: Dígale a su mamá que yo conozco el camino. ¿Será que a mi papá le están vendiendo ese trago malo? Yo creo que le están dando ese viche ligao. Ojalá doña Marucha no le vaya a dar ese veneno hoy.

De repente, mi papá se levanta, se arrima al mostrador y pide una Pony Malta. Él sabe que es mi favorita, me la pasa y me dice que me vaya. Le hago acordar que los chancletudos salen por la noche con su pem, pem, pero no me hace caso y me saca a empujones hasta la puerta y vuelve a sentarse en su mesa. Los amigos le aplauden y siguen con lo suyo.

Me quedo un rato en la puerta de la cantina, llorando. Mi mamá bien claro me dijo que no fuera a ser tal de asomarme por allá sin él. Me limpio la cara y cojo camino para la casa. Bueno, no me dieron mi pargo rojo, pero por lo menos tengo mi Pony. Mejor me la tomo antes de llegar porque de seguro mi mamá como siempre me va a poner rucia de la latiguiza que me va a dar. Cuando tiene rabia, me pega y grita: ¡Te voy a sacar toda esa sangre mala que tenés de tu papá!

UN DRAMA OLMÍSTICO

Carlos Eduardo Vásquez Cardona

La Estrella, Antioquia

Taller Tinta sin Fronteras

 

En mi barrio había de todo. La ventaja de vivir cerca del centro era que teníamos acceso a una oferta de productos ilimitada. La frutería de don Olmo quedaba en nuestra misma cuadra y comprar allí era un deleite. Su propietario vendía manjares exóticos de toda índole. Los sábados íbamos a comprar frutas y verduras con nuestros padres. El frutero nos regalaba una “ñapa” al gusto de cada uno. Los murrapos, las guayabas, los mangos de azúcar obtenidos de aquella forma se convertían en tesoros propios para cada niño. La bondad de nuestro querido don Olmo lograba que esas “ñapas” tuvieran un sabor más dulce.

Los muchachos del barrio teníamos un beneficio adicional: si estábamos cerca del local en el momento en que don Olmo sacaba de sus cajones la fruta demasiado madura que ya no se podía vender, el hombre nos regalaba el producto todavía aprovechable. Lo hacía sin reparos. Sonreía satisfecho al ver nuestro alboroto.

—Coman, coman, coman fruta, niños, para que crezcan mucho. Así estarán siempre aliviados...

Yo sentía que teníamos una amistad entrañable con don Olmo, tanto como puede haberla entre un comerciante adulto y un grupo de niños de barrio. Todo iba bien, hasta que un día lo vi hacer algo incomprensible.

Una familia de españoles se había mudado recientemente. Paco, el menor de la casa, se había amistado con nosotros de inmediato. Era un muchacho alegre, muy inteligente. Nos reíamos de su acento, pero nos gustaban las historias que contaba acerca de un país que para nosotros era exótico.

Pues bien. Una tarde, Paco nos acompañó a la frutería de don Olmo. Estábamos de buen humor. Veníamos riéndonos de las ocurrencias del españolito cuando vimos que el comerciante estaba sacando la fruta madura de los cajones. Lo saludamos. Sentimos que don Olmo estaba contento de vernos allí. Nuestras papilas anticipaban la pasarela de sabores que íbamos a disfrutar. El placer sencillo de hincar nuestros dientes en la pulpa dulce de un mango nos hacía sonreír. Era uno de esos momentos puntuales de la niñez en el que todo es perfecto, la angustia desaparece, no hay dolores. Ese instante en el universo infantil en el que hasta el futuro parece bonito.

De repente, Paco miró a su alrededor… Con su peculiar manera de hablar, preguntó:

—Don Olmo, tendrá usted, por casualidad, una pera. Hace tiempo no las como. Las echo mucho de menos.

El cambio fue inmediato. El talante de don Olmo, tan inclinado a la dulzura, se derritió en un instante. Un mazazo en la nuca no habría producido tal arrebato emocional en el hombre. Su pecho se inflamó de odio. Su boca se transformó en el cañón de un lanzallamas. Nos llamó malagradecidos, exasperantes, caprichosos. Manoteaba frenético con cara de basilisco. Nunca le habíamos escuchado decir groserías, pero ese día hizo gala de un extenso catálogo de vulgaridades. Sobraron insultos que tenía guardados quién sabe dónde.

Salimos aterrorizados de la frutería y no paramos de correr hasta el parque. Nos sentamos en una banca para analizar lo que había sucedido. No había explicación para que un hombre afable como don Olmo se pusiera tan bravo por una pregunta más que normal en un negocio de frutas.

Fue Paco quien nos instruyó sobre algo que ninguno de los presentes sabía hasta ese momento. Esa fue una lección que nunca olvidaríamos. Nos contó que en su tierra, allá en Galicia, había un dicho muy común que explicaba a la perfección lo que acabábamos de observar. Nos contó que en su tierra cuando alguien le pide algo específico a una persona que no está en capacidad de proporcionarlo, si esa persona no da la talla, siempre se dice algo como: “No se le puede pedir peras al olmo”.

Resuelta la incógnita, pasamos al otro lado de la vía rumbo a la calle del comercio. Doña Alejandra, a quien le decíamos la Mona, era la dueña de la tienda de telas donde se vendían las mejores sedas de la ciudad. La mujer tenía una bombonera sobre el mostrador. Siempre que pasábamos a saludar nos regalaba caramelos de anís.

El resto de nuestra niñez, don Olmo pasó a un segundo plano. Alguna tarde, siendo ya estudiante de universidad, entré de nuevo a su frutería. El hombre, a las puertas de la ancianidad, me reprochó la ausencia tan prolongada. Cuando le mencioné el incidente de ese día y los efectos catastróficos de su furia, levantó su rostro dulcificado por los años. Sonrió con la amabilidad de siempre y me obsequió una guayaba madura. Me pidió que lo perdonara. Sus recuerdos habían empezado a llenarse de baches. Sospecho que ese episodio estaba cubierto por la niebla del olvido. La fruta me supo a gloria. Me despedí con un aprecio genuino y salí silbando una canción de Cerati rumbo al nuevo paradero del autobús.

LA TREGUA

Carmen Andrea Rengifo Gómez

Cali, Valle del Cauca

Taller Narrando: Poniendo en Palabras lo Inefable

 

Un espesor entre lágrimas y sudor le empañó la máscara, los picores en la garganta ahogaron la tos. Estaba rendida. Se aclaró la vista en un parpadeo apresurado, limpió el visor; el aire tupido y nebuloso parecía estático. Buscó en el aullido de su corazón un espacio, la estela de humo se extinguió. Levantó la mirada y sus ojos encontraron otros ojos, un rostro imbuido en otra máscara; cuerpo comprimido en un pesado chaleco negro. Las manos de ese otro rostro se movieron; tiempo estacionario para un saludo corto esquivando la lluvia de gases y perdigones. Un aluvión acalorado le engulló el pecho; apetito incorregible, quería lanzarse en brazos de ese otro; el ardor opresivo la detuvo. Noventa lunas pasaron desde que un té marchitó la rosa; la tarde se venció entre el espasmo por la confidencia y la certeza de una despedida sin adiós. Lloró hasta secarse —cada día enterraba el llanto en pequeños agujeros que cavaba en los árboles—. No lo veía desde entonces. Los ojos de ese rostro zurcido al humo avivaron en su cuerpo una opaca efervescencia. Recordó cuando asomados, en el vaho tibio del amanecer, enredaban sus piernas entre sábanas y relatos que llegaban desde Oslo —un ambiguo benefactor, protagonista—; pretexto para regodearse en el placer velado. De nada les sirvió subir a la lona a enfrentarse como rivales cultivados entre prejuicios ideológicos. Bastó el desdén; desprecio infundado para hurgar en el deseo y caer derrotados. Aquella mañana, aquella exaltación; se hartaron de besos, sometieron cada pliegue de su orgullo insensato a la burla; presas de la dictadura hedonista.

Él caminó robotizado rompiendo el vapor, le dijo hola con el mentón. Una explosión sacudió el reencuentro; el estallido seguido de un racimo de perdigones los hizo rebotar. Ella lo vio desvanecerse, se lanzó a abrazarlo; el cuerpo pesado corcoveó hasta el asfalto caliente. Lo estrujó. Se quitó la máscara con furia; un huracán salado y húmedo le impidió ver. Le hizo señas. Está herido, bramó. Se frotó la blusa en la cara —el gas le cerró la glotis—; movió el cuerpo desmadejado una y otra vez, primero con devoción, luego con afán, buscando la tira; las manos presurosas desataron la correa. Apoyó la cabeza en el pecho vencido, se tapó los oídos.

La ambulancia rompió el cerco militar, a rastras lo rescató de la fuente de gases. Ella pensó en subirse. Pensó demasiado.

Una astilla alojada en el pómulo martirizado; dos bolas negras de plomo enterradas en la piel sintética rozando la línea del corazón; otras cinco desperdigadas en el brazo derecho.

Cada otoño las hojas bullen bajito, el rocío llama al placer y, sin ser, siguen siendo los amantes de la paz.

EL ESPEJO DEL PRESIDENTE

Enrique Álvaro González

Calarcá, Quindío

Taller Café y Letras, Renata

 

El último diario escrito que circulaba entonces traía un titular sugestivo: “Insólito cierre de la temporada de El espejo del Presidente”. Y a continuación en letras más pequeñas, pero igual en negrilla, el subtítulo decía: “La obra teatral más anunciada y esperada en los últimos años”. En la foto a todo color, dos conocidos personajes de la sociedad, parecen hablarle al comediante que yace en la escena.

El aforo del Teatro Nacional no bastó para recibir a todos los asistentes y muchos tuvieron que ver la obra afuera en las pantallas gigantes o en sus aparatos privados. El estreno se inició a la hora anunciada. En la sala, los ministros con sus escoltas y los magnates con los suyos, tomaron sus puestos. Los asesores siguieron cierta escala social, hasta que ingresó el señor presidente, con su acostumbrada mano al aire. Ubicado en las sillas oficiales y apagadas las luces, el silencio arropó el ambiente y, desde la oscuridad, las luminarias dieron forma poco a poco al actor principal.

Cuando miradas y oídos estuvieron prestos, su voz, experta en lides histriónicas, comenzó el monólogo que preparaba al espectador para ver en los actos siguientes los últimos años de “la verdadera historia nacional”, según rezaban los carteles publicitarios. Ambientada la escena con sonidos y luces, comenzó:

 

Me llamo Domingo Contador. Cuento historias comunes y corrientes como esta de un espejo... ¿Un espejo? Sí; un espejo. ¿Mágico? Creo que sí. Soy, además, un extra en la tragicomedia que ha sido nuestra historia, antes, mientras y quién sabe si después de ustedes, los responsables del futuro patrio y la fuerza de sus ideas, para unos, nocivas; para otros, justas y esperanzadoras. Empezaré desde los tiempos en que… “se podía pensar distinto”, quede claro. Lo peligroso era decirlo. ¿Recuerdan?

 

En su caminar la escena de un lado a otro mientras habla, el actor observa la platea y nota miradas que recuerdan esos tiempos, pero igual y más cercanas, en las sillas “oficiales”, otras miradas prefieren ignorar la pregunta y seguir la actuación con indiferencia. Aun así, adivina incomodidad, tedio, incluso rabia.

 

Tiempos rebeldes, cuyo deseo de cambio llevó a una generación a intentar el futuro en el trabajo social, la política en la que nadie creía porque esa era la comedia, el dinero ilegal que condujo a la tragedia, o la rebelión. Las calles y plazas fueron tan testigos como las aulas del mensaje revolucionario, las ideas llovieron en pancartas, las paredes gritaron lo que las gargantas habían callado y al explotar la guerra, rara casualidad… fue ignorada.

Se armaron las tropas y los roles se establecieron. Cada bando persiguió sus propias metas, pero como Pirro en Epiro, fueron más las pérdidas que los logros. La juventud que no murió siguió caminos diferentes; otras luchas, otros retos, otras formas. El mío me llevó al elenco de la tragedia: las cárceles.

Mi papel de ejecutor hacía cumplir la pena impuesta a los “malpensados rebeldes”, en una de cuyas filas vencidas se alineaba usted señor Presidente. Alguien entonces igual a todos los penados, que intentaba ayudar a su familia con dineros escasos ganados tras las rejas, como profesor penitenciario. Y en ese intento por sobrevivir, un día rifó un espejo, cuyo marco tallado en madera me pareció digno de tentar la suerte que en efecto me señaló como el ganador.

Quién iba pensar que, más de treinta y cinco años después de haberme ganado la rifa en el encierro al que fueron sometidos los “malpensados” en los primeros años de mi trabajo carcelario, fuera a votar por usted y a verlo ocupar el solio del poder.

 

En la asistencia popular que se aprieta en la platea del teatro abundan los ademanes y sonrisas de comprensión, pero cerca del escenario, en los puestos gubernamentales, los movimientos y rostros incómodos se mezclan obligados con los aplausos populares.

 

Éramos por obviedad esos mismos años más jóvenes y bullían los sueños en nuestros pechos. No sobra decir, mi estimado doctor, que los suyos, a pesar de ir mucho más lejos que los míos, se han cumplido, y los que le restan por cumplir, espero que los tenga cerca de la realidad.

De mi parte, he tenido este relato enredado en la urdimbre de mis letras desde que una amnistía, en la última década del milenio, intentó zanjar las diferencias sociales que motivaron la rebeldía y el nacimiento de aquel grupo que conocí entre rejas y que a partir de entonces se convirtió en una fuerza política.

 

Aquí la ovación fue enorme y como los aplausos del patio de butacas populares fueron ofrecidos a los personajes, allí las expresiones fueron más incómodas aún y más indignadas.

 

Costó vidas; años perdidos, y cuando al fin el diálogo calló las balas, la “posguerra” ultimó la postrera proclama: “la vida no debe terminar en primavera”. Así supe del poder de esa luna de cristal que me había ganado, al conocer en ella la noticia en una ciudad lejana de donde gané el sorteo. A partir de aquel jueves, siempre encontré al afeitarme, peinarme o mirarme frente al espejo, la misma pregunta: ¿será que algún día unas ideas distintas a las impuestas desde la independencia podrían llegar a manejar este país… ¡tan mal manejado hasta hoy!… que como al patriarca del otoño garcíamarquiano, nos tocó ver a otro llevarse el mar que una vez fue nuestro?

Con mi imagen hablé muchas veces. Un día, luego de dormir doce horas tras el acuartelamiento a que obligó la mancha más violenta sufrida por la justicia en un triste noviembre de aquellos tiempos, le pregunté cómo era posible que esa mácula tremenda hubiera sido escondida por la desgracia, mucho más dolorosa, que provocó un volcán.

Eran los últimos años del milenio y el odio imperturbable ordenaba destierros, despojos y monstruosidades, como el ultimátum a “los candidatos” que intentaban cambiar el futuro, cuyos nombres leí escritos en el espejo y con ellos la respuesta: “Siempre presentes, el dinero, el poder y la violencia, han sido reyes, malos sí; pero al fin y al cabo reyes, lo que implica sumisión o muerte.

 

En ese momento, cuando el actor al filo del proscenio pronunció esto último, no fueron los aplausos los que interrumpieron la escena, sino la retreta de tambores que desde el foro produjo un temeroso y profundo silencio de varios segundos, cortado por la voz grave del histrión.

 

Afortunadamente se superó el milenio. Mal o bien, los magos llevan las riendas, pero quienes ven el cambio posible, apoyaron en la urna. No más que quienes hacen reír con la realidad diaria o los deportistas que enseñan “caballerosidad en la cancha” sean víctimas. No más cuerpos inocentes facturados como enemigos o que el dinero de los niños se pierda en redes intocables.

 

Nueva retreta, nuevos aplausos, nuevos gestos incómodos y mientras el coro de planta hacía una armoniosa combinación de voces que traía algo de dramatismo, el actor continuó:

 

Esa lámina mágica me recordó los años de la rifa, cuando tener en “mi grupo de teatro” a algunos de sus “compañeros de causa”, como dice el argot interno, me trajo problemas con superiores para quienes sus voces no eran solo rebeldes sino antipatrióticas, antisociales y otros antis. Ignoraban que ustedes eran quienes mejor actuaban y entendían lo que buscaba el grupo, que, por ser de un centro de reclusión, la razón pedía representar obras no religiosas ni políticas.

Sin embargo, aunque hubo amnistía para sus ideas presas, hoy el debate, los argumentos y la razón que ellas traen, como antaño, exigen exponer la vida en el combate contra los poderes ocultos. Otros, mientras tanto, solo buscamos un retiro honroso en los años dorados que nos permitiera dedicarnos a lo que más nos gusta: para mí, escribir. ¿Irresponsable o egoísta, quizá?

Fue a través de ese reflejo que pasados los años, cuando mi pensión me permitió dedicarme a ello, en uno de mis cuentos vi salir a mis hijos hacia el camino formado por rebeldes rayos de sol que el invierno espantaba, en busca del camino de la felicidad, para enseñarnos que él no se encuentra, sino que se construye.

A su espejo, señor Presidente, le he preguntado tantas cosas y concluido tantas otras, que un día comprendí por qué siempre perdemos los mismos. Parece irónico, pero así es. Sucede que siempre asumimos la derrota como si no nos doliera, por eso no construimos nada propio y además muchos pelean por lo que no entienden. Así, los titiriteros siempre halarán los hilos a su antojo.

Y hablando de construir, ahora que el camino está por hacerse, pienso que de algo debe valer el sufrimiento por las ideas, por la lucha contra reyes más poderosos que su pueblo y por esa constante desigualdad de clases y egoísmos y al mirar la imagen del cristal, por algo que ignoro, ya no me refleja. Veo ahora una marcha de jóvenes en primera fila, y un todo inverosímil que canta bajo un sol humano, amigo y revitalizante, que nos hará mejores, más cultos, menos indiferentes, cero violentos y dispuestos para el verdadero futuro.

Ese futuro que pondrá en escena, no una tragicomedia, como la que verán a partir del segundo acto, titulado “El fraude”, sino una obra plena de felicidad, risas y logros.

 

Terminado el monólogo, el actor abrió sus brazos para recibir los aplausos, sonrió, lanzó besos a la izquierda, a la derecha y cuando el público se preparaba para el segundo acto de la representación… como si lo hubiera preparado, con el mismo profesionalismo con que memorizó y construyó su personaje… cayó de bruces.

Los aplausos arreciaron y duraron tanto, que fue la total inmovilidad del artista la que obligó a algunos de los personajes del gobierno a ver qué pasaba. Así descubrieron que el protagonista de El espejo del Presidente acababa de morir. ¿Un infarto mortal?... ¿Qué pasó?

Fue ese el momento en que el reportero gráfico tomó la foto de primera página del último diario escrito que las redes sociales no habían relegado y fue el mismo momento en que uno de los personajes que se habían incomodado por el contenido del monólogo inicial le dijo a otro: “Vámonos, doctor. Es mejor que no nos vinculen con el caso”.

LA TIENDA DE
DON
FEDERICO

Fidel Martínez Ojeda

Bucaramanga, Santander

Taller Bucaramanga Lee, Escribe y Cuenta

 

Visitar la tienda de don Federico era iniciar un viaje desconocido a un lugar bastante extraño y alejado del mundo real; solo la vista aguda de Paquito lograba llegar a esas alturas al final de los grandes escaparates, donde se exhibían artículos de la más fina porcelana.

Los tablones que servían de repisa al fondo de la pared trasera de la tienda se extendían desde el piso de madera horizontal hasta el límite donde debería iniciar el cielo raso. Daba la sensación de que esas tablas seguían indefinidamente hasta el mismo cielo, soportando las otras, verticales, que se cruzaban formando casillas cuadradas, y que usaban para exhibir diferentes mercancías a la venta.

Compartían ese sitio de honor, de una manera muy sutil, variadas y exóticas botellas que se confundían con las de perfumes europeos, ubicados a un escalón de distancia, cerca y más arriba de las que contenían licor. Esas botellas etílicas y de llamativos colores brillaban cuando el tragaluz instalado en el techo dejaba pasar rayos de sol o pálidos reflejos de la luna durante el horario nocturno, dando un toque fantasmagórico, cuando se observaba desde la parte baja de la tienda. Las telarañas también brillaban y se movían al son de la brisa que hacían las moscas con sus alas, al pasar en raudo vuelo acrobático, escapando de los escobazos que la mujer de don Federico lanzaba para espantarlas del lugar.

Paquito, como la mayoría de los niños que ingresaban a la tienda, miraba con profunda curiosidad divina hacia los más altos escalones de la estantería, buscando alguna pista que le llamara la atención entre tantos objetos. No entendía lo que escuchaba decir a los vecinos, sobre las águilas que revoloteaban dentro y fuera de la cabeza del tío Pablo, los fines de semana, en la tienda.

Buscaba las susodichas águilas a las que imaginaba con sus grandes alas extendidas, fuertes picos e inmensas garras, elevando por los aires al tío Pablo, propinándole tremendas sacudidas hasta dejarlo totalmente trastornado, sin sentido, y enviándole de regreso a casa, después de varias horas de lucha con esos terribles animales. Regresaba en un estado calamitoso, casi no podía caminar, menos hablar; con la camisa desabotonada y los calzones cayendo de la cintura, con la correa suelta y de paso, cagado y meado.

La imaginación del niño volaba más rápido que las moscas cuando lograban escapar de los escobazos de la mujer de don Federico. Se propuso investigar el asunto y develar ese misterio; hasta el momento él consideraba al tío Pablo un héroe por su valentía al enfrentar solo a estos monstruos.

Fueron muchas las horas y días que Paquito dedicó a este asunto. Él creía que era digno de salir a la luz pública; su tío era un héroe anónimo, siempre salía triunfante y casi sin vida después de haber enfrentado con valentía aquellas horribles águilas, que poco a poco iban tomando fuerza.

Paquito tuvo que soportar infinidad de regaños, cuando sin permiso escapaba para realizar sus rondas, bien fueran matutinas, vespertinas o nocturnas, en busca de elementos probatorios de la teoría de heroicidad de su tío. Pocos fueron los días que no pudo asistir su tarea personal, y dejó en blanco algunas hojas del diario que llevaba, no solo lleno de frases sino de dibujos bien coloreados sobre lo que posiblemente le ocurría a su tío en los combates, donde salía ganador a pesar de que siempre le quedaba otra águila por matar.

Pasaron los años y Paco se convirtió en un joven inteligente. El grosor de su diario de investigación siguió aumentando, debido a que los encuentros de su tío con las águilas ya no se daban solamente los fines de semana.

Esta observación fue más obvia con el pasar del tiempo, disminuyeron los días de descanso entre cada contienda, y fueron más los días de batallas que los días de paz, que eran utilizados en bando y bando para pensar nuevas estrategias de acción para el siguiente encuentro.

Paco visitaba con frecuencia a su tío. Este salía apoyado en el hombro de su sobrino, agotado pero con la valentía necesaria para enfrentar una vez más las águilas asesinas que tenían un gran nido en la tienda de don Federico y ahora en la cabeza de su tío habían creado una sucursal.

Paco estaba decidido a terminar su investigación. Llevaba sangre de héroes. Botella tras botella, hizo bajar cada una de las que estaban en lo más alto de la estantería, fueron innumerables las veces que don Federico subió y bajó las escaleras con tanta rapidez que parecía volar. El proceso siguió su curso dejando irreconocible al tío Pablo: cabellos blancos y rostro ajado; su puño ya no era tan fuerte al golpear la mesa para pedir otra ronda; hasta las moscas le revoloteaban alrededor. El viejo guerrero no era el de antaño, sus reflejos estaban aniquilados; lanzaba un golpe con la mano izquierda y era la derecha la que respondía; en varias ocasiones llegó a hacerse daño, creyendo haber golpeado un águila. Pero era él, Pablo, quien salía golpeado por el águila, y este suceso se repetía con frecuencia.

El tío Pablo perdió la batalla final un sábado de fuerte lluvia. Uno de los adversarios debería de sucumbir y esta vez le correspondió. La luz del sol pasaba a través del tragaluz, de manera opaca y tenue por la neblina que cubría el techo de la tienda. Había quedado una sola botella amarilla en las tablas altas del estante, se había agotado el licor y quedaban cajas vacías en espera de su recarga.

Pablo salió del campo de batalla y de esta vida. Esta vez tenía la correa puesta, se la había apretado tanto que no pudo soltarla cuando fue la última vez al baño; había un gran charco en el lugar donde estaba sentado; cuando cayó abatido por la última águila que lo supo atacar, directo al cuello, no le permitió respirar, menos hablar; no se le entendió ni una sílaba de sus últimas palabras, las garras del águila habían cercenado su garganta.

Días después del entierro del héroe anónimo, su sobrino se preguntaba cómo había ocurrido sin él mismo percatarse del ataque. No tenía sentido luchar contra algo que no veía, contra algo que era un fantasma.

Hizo bajar la última botella dorada del estante, mientras observaba cómo la mujer pasaba la escoba, espantando las moscas con facilidad, por donde habían estado las botellas; ahora era un espacio vacío para la lucha entre escoba y moscas, que pasaban rozando por la cinta roja de la mata de sábila que aún seguía colgada.

Sentado en la silla favorita de su tío y mientras consumía el licor color ámbar oro, recorría mentalmente el sitio donde había ocurrido la muerte de Pablo. Bajó la mirada, como nunca antes lo había hecho. Se llenó de estupor, luego de terror seguido por horror, al ver bajo el mostrador, detrás de las cajas vacías donde las águilas anidaban, un par de grandes y negras garras con escamadas y gruesas piernas que soportaban el cuerpo de don Federico.

Paco salió corriendo despavorido al descubrir cuál era la verdadera identidad del dueño de aquel antro de perdición.

ABANDONO

Francisco Fajardo

Ibagué, Tolima

Taller Liberatura

 

Esa tarde, en uno de mis frecuentes viajes a Cajamarca, disminuí la velocidad de la moto y me fijé en los alrededores de la carretera, entre las casas sembradas en la cordillera. Estaba seguro de haberla visto con dos perritos iguales a ella; rubios, pequeños, hermosos.

La encontré hace dos años, bajo una silla de granito en el corredor de una tienda. Poseída por el miedo se encogía en la oscuridad, huyendo entre las personas que una mañana de domingo esperaban el colectivo para viajar al pueblo. Compré una bolsa de pan y después de varios minutos entre ruegos y mimos la convencí de que comiera. Desde ese día me siguió a todos lados.

Tenía una pata lastimada. No la podía apoyar, la llevaba siempre en el aire como la mano de un mendigo señalando hacia adelante. Caminaba dando brinquitos con las otras tres patas. Tenía el pelo largo y rubio, casi de fuego. Era pequeña y tenía mucho miedo.

Decidí llevarla a mi lugar de trabajo, una caseta anclada al suelo con soportes de hierro y una lona verde que formaba un cuadro con el techo en punta, parecido al de los circos, pero más pequeño. Estaba ubicada al lado de la carretera. Mi trabajo consistía en registrar todos los días, en una planilla, los camiones que llevaban animales para los mataderos, las fincas y las ferias. Dentro de la caseta había una silla, un escritorio y una mesa con un televisor. El trabajo resultaba monótono y aburrido, pero ya me había acostumbrado al tedio, al ruido y al humo de los camiones.

La perra encontró un hogar debajo del escritorio y muy pronto contó con agua y comida. Al otro día la bañé y le apliqué unos talcos para matarle las pulgas. Cuando se los aplicaba, salía corriendo porque sentía la plaga desesperada, caminándole por el cuerpo. Después de las nueve de la noche, las personas que vivían cerca se iban a dormir y la persona que estuviera de turno se quedaba sola. La perra ladraba cada vez que se acercaba alguien. En las mañanas desaparecía, y mis compañeros y yo tardábamos horas enteras buscándola. Ella volvía. No cuando la llamábamos. Regresaba cada vez que quería, pero nunca pasó una noche fuera de la caseta.

Cuando alguien le hablaba, agachaba la cola y la cabeza. Yo le peinaba con la mano el lomo, el pelo grasoso y rubio. Ella me miraba y sonreía con una sonrisa de perro que le nacía en el rostro cuando alguien la acariciaba. En la madrugada la niebla se estrellaba contra las lonas verdes y dejaba en ellas unas goticas frías que se escurrían hasta el suelo. Ella dormía dentro de la caseta. Yo descansaba leyendo, esperando a que la noche avanzara y el sol apareciera de nuevo para el cambio de turno. Pero la perra mordía.

Lo supimos cuando una mañana mordió a un niño que quiso entrar en la caseta. No fue grave, le dejó algunos rasguños en la mano y rastros de saliva. Mis compañeros y yo decidimos vacunarla.

Pasaron unas semanas. El aroma de hembra fértil llegó al hocico de los perros que vivían cerca. Muchos vinieron a visitarla con la esperanza de que en algún momento ella los aceptara. Incluso uno de ellos perdió la vida sin lograrlo. Un perro pequeño, mucho más pequeño que ella y aletargado por el instinto, desapareció entre las llantas de un camión que no dejó ni siquiera el consuelo de recogerlo. Algunos de sus compañeros tuvieron éxito.

Las desapariciones se hicieron más frecuentes y en los últimos ocho días de embarazo nadie supo dónde estaba. El día que la encontré, tres perritos rubios y flacos lloraban bajo un arbusto. Al más pequeño de la manada no le alcanzaron las fuerzas para vivir un día completo. Los otros dos permanecieron solos la mayor parte del tiempo, porque ella iba a verlos de vez en cuando, se acercaba, los olía y se alejaba de nuevo, para volver al día siguiente a repetir la misma ceremonia hasta matarlos de hambre porque nunca les daba de mamar. Los dos cachorros pronto se llenaron de hormigas.

Estaba seguro de haberla visto con dos cachorros a su lado, vivos, iguales a ella. Me bajé de la moto y la busqué durante una hora. Cuando la encuentre —pensaba— me reconocerá y olvidaré aquella tarde tan triste. Caminará hacia mí con la pata levantada, esta vez no como un mendigo, sino como un ser divino, y me absolverá de mis faltas. Te perdono, la escucharé decir mientras me mira con su sonrisa de perro. Yo le acariciaré el lomo y sus cachorros me mirarán agradecidos. Entonces la veré entrar en una casa mucho mejor de la que no pude darle, me subiré en la moto tranquilo y me iré a la casa a descansar.

El día en que todo comenzó a complicarse, los campesinos bajaron de las montañas sembradas de fríjol, se acomodaron en la carretera y no se movieron de allí durante más de dos semanas. Quemaron llantas, atravesaron postes de madera y piedras. Mis compañeros y yo cerramos la caseta por seguridad y no trabajamos durante esos días. Esa noche comenzó una batalla entre la fuerza pública y los manifestantes. El ESMAD vino con las tanquetas, con los oficiales en armaduras de plástico, y se enfrentaron al pueblo. Gases, perdigones, hasta el rumor de que usaron armas de fuego se escuchaba en el hablar de la gente. Las personas salían a la calle, grababan con celulares desde la terraza. Cerraron los supermercados, los hoteles, los restaurantes y las plazas. Solo los manifestantes continuaron en las calles.

Dos semanas después de la revuelta me atreví a regresar a la caseta. El Gobierno se había sentado a negociar. Caminé porque el servicio de transporte no se había restablecido. Cuando llegué me di cuenta de que la caseta no estaba. La encontré en el fondo de un barranco convertida en una bola de chatarra y envuelta en lona verde. Escuché decir que la tanqueta del ESMAD la había tirado porque los manifestantes se habían refugiado en ella. Las llantas quemadas seguían humeando en la carretera. Algunos trozos de madera, que en la noche fueron hoguera, se apagaban solos con el pasar de las horas. También había muchas piedras obstaculizando el paso en la carretera. Estaba asimilando todo lo que estaba viendo, cuando sentí que algo me tocó entre las piernas. Llena de ceniza, moviendo la cola y sonriendo apareció la perra. La abracé y la acaricié con la mano. El corazón me latía. La llevé al apartamento.

La bañé y la alimenté. Se escondió bajo mi cama y permaneció allí la mayor parte del tiempo. Regresé a trabajar. Ubicamos una mesa y una silla en el corredor de una tienda hasta que nos repusieran la caseta. Trabajábamos hasta que cerraba la tienda. La perra se quedaba todo el día en el apartamento hasta que yo regresaba a sacarla. Esa perra no puede quedarse aquí, me dijo el compañero con el que vivía. Le puede contagiar una enfermedad a Juanchito, me dijo.

Por eso tuve que llevármela de nuevo conmigo. Se metió debajo de la mesa que nos servía de escritorio. Muchas personas entraban y salían de la tienda. Los niños del colegio venían por dulces. A las nueve de la noche, cuando cerraban, la perra se acurrucaba en el corredor y me esperaba hasta la mañana siguiente.

Una mañana la perra mordió a un niño. Me llamaron a la casa, me dijeron que debía sacarla de la tienda porque muchas personas no querían llegar ahí por miedo a que la perra los mordiera. Le compré un collar y la amarré durante mi turno. Cuando me iba a descansar, se la dejaba encargada a mis compañeros. Dos días después mordió a otro niño. El papá del niño había amenazado con matarla. Como nadie se hizo cargo de ella porque no tenía dueño, aquel desconocido vino una tarde y se bajó del bus. Tenía muchos tragos encima. La atacó con un cuchillo. Con la valentía de un hombre armado, comenzó a lanzarle cuchilladas, pero la perra lo esquivaba. Cada vez que aquel hombre la atacaba, la perra lo evadía como en un baile peligroso. Yo miraba aterrorizado sin ser capaz de hacer nada, imaginando que en cualquier momento el cuchillo la alcanzara y tuviera que salir corriendo con ella a la veterinaria. Pero el agresor, agotado, después de varios intentos, tropezó y cayó al suelo polvoriento. La perra se alejó.

Ese sitio está lleno de casas, en alguna finca le van a dar comida, me dijo el conductor del colectivo. No había otra forma. Ninguna perrera la quiso recibir. Mis compañeros no quisieron hacerse cargo de ella y yo tenía miedo de que muriera. Por eso me subí en el colectivo y la llamé. Ella sonrió. Arrastró su animalidad junto a la mía. Sentados en la buseta atravesamos el pueblo y vimos los cultivos de fríjol que sostenían la cordillera. La acompañé, como un ser humano malvado durante ese largo y horrible recorrido. Nunca pude olvidar su mirada. El colectivo alejándose, arrojándola a la compasión de personas que abandonan perros todo el tiempo. De personas iguales a mí. Se quedó quieta y esta vez no sonrió. Me acompañó con sus ojos, hasta que una curva se tragó todas sus esperanzas y sembró en mí una tristeza que nunca pude olvidar.

Pasaron dos años y a mi memoria vino el recuerdo de haberla visto caminando por el peralte de una cuneta, con dos hijos iguales a ella. La seguí buscando porque quería saber que estaba bien. Con buenos dueños. No la encontré y decidí regresar al lugar donde había dejado la moto. La vi esperándome, rubia, sin edad. Me miró, al lado tenía dos cachorros. Con la pata levantada agachó la cabeza y me sonrió. Luego me ladró con fuerza y sus hijos también, con sus orejas en punta y el pelo rubio arrastrando el destino que les infligí. Era una perra distinta. Era ella, pero ya no era la misma. Me ladraron los tres al tiempo y sonaban maravillosos, acompasados. Sus ladridos profundos estaban llenos de ira. Se habían redimido olvidándome y mi penitencia será recordarla todos los días de mi vida. Ahora es más libre, más rubia, más perra. Subí a la moto y ella se marchó con sus perros. Antes de partir la vi entrar a una casa.

EN TORNO AL LUGAR
DONDE MURIERON
LOS PERROS

Fredys Castro Pérez

San Jacinto, Bolívar

Taller Clemente Manuel Zabala

 

Don Bosco, tambaleante, les daba vueltas en círculos a los cadáveres, sus ojos lagrimosos miraban a los curiosos, que en gran cantidad habían llegado a presenciar la escabrosa escena.

—Es una masacre —se decían algunos.

—Quien hizo esto no tiene corazón —manifestaban otros, muchos lloraban y hasta a los más insensibles se les exprimía el corazón.

—El hijo de puta que hace algo así, en vez de masa gris tiene es mierda y en vez de corazón un pedazo de hielo —sentenció “el jipi”, quien llegó en el momento, cargó a su perro y lo llevó al único consultorio veterinario que había en el pueblo. Aunque el galeno hizo todo por salvarle la vida, al cabo de unos minutos don Bosco murió.

—Fue un potente veneno el que le pusieron a esos pobres animalitos —le comentó el veterinario; el “jipi”, salió de la clínica con el perro cargado, como si se tratara de una persona. Al pasar por el lugar donde se produjo el envenenamiento, tuvo tiempo para contar los cadáveres; veintidós perros y una docena de gatos.

El viejo Lucio extrañó esa noche el ladrido de los perros, no pudo dormir, el mal augurio de las lechuzas se oía con más claridad y el chillido de los grillos se confundía con el clamor del silencio; se levantó con los párpados más caídos que de costumbre, “el jipi” lo notó.

—¿No pegaste el ojo, viejo?

—Los condenados perros no me dejaron dormir. Tampoco los gatos —dijo mirando a su hijo de reojo mientras se alejaba.

“Tiene razón el viejo”, pensó, los ruidos de sus demonios y la algazara de las ratas en el techo, a falta de perros y gatos, de seguro lo desvelaron.

—Pero así le va a ir al que hizo semejante bestialidad —apretó contra el pecho la bolsa donde llevaba las hierbas. Por vengar la muerte de don Bosco, el “jipi” volvería a sus tiempos de brujo; en su juventud aprendió, de su abuela, la hechicería, pero después de varios años de estarla ejerciendo decidió dejarla, porque a pesar de ganar mucha plata, siempre vivía como un arrastrado. “Esa es la ley de este oficio”, le dijo una vez su abuela, cuando este se rebeló.

Pasó todo el día mezclando hierbas y cabezas de diferentes aves con rezos e invocaciones, para que el malvado que mató a los animales muriera con un sufrimiento mayor que el de ellos. Esa noche los pájaros del mal no cantaron sus agüeros, ni las ratas celebraron la oscuridad desgatada, no chillaron los grillos, solo los demonios deambularon conjurados en las malas horas; se cumplió el propósito del “jipi”, su sortilegio era tan mortal como el veneno, empezó a escuchar los rumores desde muy temprano: “Un hombre da vueltas, con la boca llena de espumas y ojos saltones, en torno al lugar donde murieron los perros”.

Una vez se bañó y se libró del indecoro de sus acciones, “el jipi” salió a ver su obra consumada; más con recelo que con asombro, vio salir excremento de las sienes y agua del glaciar del corazón de la desdichada víctima; entonces volvió a jurar que ahora sí se retiraría de por vida de la brujería, mientras el viejo Lucio agonizaba.

RETORNO DE NAVIDAD

Gabriel Ayala Pedraza

Bucaramanga, Santander

Taller de Poética Cielo de un Día

 

Esta vez, en el mejor de todos los días del año, como aseguran los cristianos, la víspera de Navidad, el niño Ludovico, sentado en su caja de lustrabotas, se divierte mientras ve toda la algarabía que se forma en el centro del parque, alrededor de la cucaña.

A esta hora, jamás imaginó que ese día sería uno de aquellos escasos y raros en los que la felicidad estaría de su lado. Por eso lo recuerda con satisfacción cuando el espíritu de la navidad retorna, porque, como se pregunta ahora, ¿quién en Navidad no desea la dicha de compartir la cena con sus seres más queridos?

Desde temprano se sabe en el barrio que hoy es el día de la vara de premios, o como dicen los abuelos, la fiesta de la cucaña. Rápido corre la noticia y a las nueve de la mañana un conglomerado de curiosos, sobre todo de chicos, se acercan y, como si no lo creyeran, tocan la imponente vara de eucalipto que enterrada desde la tarde anterior en el centro del parque, e impregnada por completo de grasa, alcanza una altura de unos nueve metros.

Arriba se ven los premios para quienes la escalen. Prendiendo de una cruceta de tablillas de madera, cuelga una mochila de tejido ancho en pita, con las galletas, carnes enlatadas y el vino de las “pascuas”, obsequio que se da o se recibe de corazón en navidad. En otra se ven desde abajo los balones nuevos para diferentes deportes y en las dos restantes se aprecia una con un envoltorio que parece pesado, pero no se sabe qué contiene, y la última, más liviana y larga, unos centímetros debajo de las demás, se mece en el aire y se supone que son ropas deportivas.

Pero ajustado más arriba de la cruceta, con una cintilla roja, se aprecia un pequeño cofre brillante.

¡Es el dinero! ¡Es el dinero!, gritan los chicos más audaces y decididos. Y se sabe que es bastante porque esta vez los comerciantes han hecho un buen aporte para el espectáculo.

Desde muy temprano Ludovico abandona su vivienda en busca del sustento diario y recorre la calle.

¿Embolo, señor? Pregunta una y otra vez entre los transeúntes, pero ninguno dice que sí. Frente a las viviendas, la gente, presurosa, termina de instalar las luces y aplicar pintura a las fachadas, para adornarlas y hacerlas más coloridas antes que llegue la noche de Navidad.

Todos queremos estar iluminados y pulcros para esta fecha, piensa Ludovico. También su hermana mayor, como no tiene dinero para ir a la peluquería, desde hace algunos días se aplica infusiones de agua oxigenada para colorear su cabello y así, piensa ella, verse mejor.

Es cierto, Ludovico, como todos los niños en este día, también está impregnado de alegría, pero sabe que al llegar la media noche vendrá la desilusión. ¿De dónde sacarán su madre o su hermana los tamales, el chocolate, las natillas o los buñuelos, y qué pensar en pavo, para la cena de Navidad?

No, ni qué pensar en el pavo, reflexiona, como los que ve en estos momentos bien envueltos y provocativos en la tienda de embutidos.

Claro, él no espera en su mesa ese pavo grande que acapara la mirada y hace derretir saliva en los concurrentes, no, para los tres miembros de su familia basta uno de esos pequeños que se guardan en las bolsas en el calentador del interior, y hasta quedará un trozo para brindarle al tío Beny.

Ludovico sabe que el tío Beny pasa todos los 25 de diciembre por la casa y les lleva un detalle; nunca nos olvida, piensa Ludovico como si ya hubiese comprado el pavo.

Y sigue con su recorrido. ¿Embolo, señor? Los socios Escarmenta y Amador, fumando de sus cigarrillos, ni siquiera lo determinan; desde la acera observan el interior de su negocio y califican los detalles de su presentación.

¿Cómo ve el enfoque que le di al decorado?, indaga Escarmenta a su socio.

Ludovico se embelesa contemplando las luces de luciérnaga, que a pesar de lo temprano del día ofrecen un incomparable juego de colores.

¿Son bellas en la noche? Quiere saber Amador.

Las verás, responde Escarmenta. Las verás en su esplendor, confirma a su amigo, que por los viajes de negocios ha pasado una temporada fuera de la ciudad.

Ludovico los mira cómo expulsan bocanadas de humo mientras hablan y se admira con las volutas que de manera intencional se desintegran en el aire, luego de ser arrojadas por Amador.

Entremos, tomémonos un trago. Y tomados un poco del brazo se pierden en el interior.

En la noche le diré a mi madre que vengamos a mirar las luces, habla Ludovico para sí, mientras el bullicio de los alrededores se torna cada vez mayor.

Cuando el lustrabotas, luego de su habitual recorrido, entra en el sector del parque, ve a la multitud de los chicos que rondan y se untan con la grasa que recubre la vara. A medida que se acerca siente y ve la rebujiña y se pone en estado de alerta, porque los mayores empujan a los más débiles que incautos van llegando y hacen que se les manchen las ropas y, cuando alguno queda bien engrudado, le forman la rechifla.

Ludovico no pasa inadvertido y cuando se acerca uno de los inquietos que forman el alboroto intenta agarrarlo, pero él se zafa y rápido corre alrededor.

Así, durante largo tiempo sigue la algarabía porque los chiquillos que en el momento intentan escalar la vara no logran avanzar más de dos metros, por la falta de experiencia, hasta que al fin aparece el loco Pipar.

¡Apártense! ¡Apártense!, grita y se hace al espacio. Ese dinero me lo gano yo.

Todos se retiran, pues lo ven decidido y vestido de pantalón corto y camiseta sin mangas, el traje apropiado para subir la vara.

Con bastante empeño, Pipar se da a la tarea de limpiar y hasta donde alcanza lanza puñados de arena que se adhieren a la superficie, y luego utiliza jirones de trapos viejos y papel sobrante de los diarios que saca de su bolso para retirar la grasa de la vara.

Ludovico se ha olvidado de su trabajo; sentado sobre la caja de lustrar, ve cómo, cuando Pipar descansa, los otros chicos se abalanzan a la vara, uno tras otro, sin importarles los premios, sino el goce de participar. Escalan unos decímetros y resbalan en un disfrute sin igual.

Mientras disfruta del espectáculo, Ludovico mantiene presente aquello que en esta víspera de la Navidad le impide alcanzar su plena felicidad.

¿Será que esta vez tampoco celebraremos en nuestra casa la cena de Navidad?

Él no cree que sea normal la miseria, por eso, al tiempo que se divierte mirando lo que ocurre en la vara, piensa que quizás su madre o su hermana logren conseguir algo para cenar.

Con el paso de las horas el sol se hace intenso, todos sudan al menor esfuerzo y, cuando Pipar ha alcanzado la mitad de los nueve metros que mide la vara, aparecen otros que siendo fuertes quieren participar.

Entonces Pipar les propone una alianza en la repartición de los premios y el dinero, y acuerdan una escalada por turnos.

La tarea es difícil. A medida que se avanza, de tanto subir y resbalar, los brazos, las piernas y el pecho de los más aguerridos han sufrido excoriaciones, pero esto no hace que se pierda el ímpetu en la escalada y, por el contrario, cada vez más chiquillos también lo intentan. Se acercan y trepan hasta donde pueden, luego se deslizan impotentes, obligados por la viscosidad de la grasa adherida a la vara, lo que aumenta el holgorio de los curiosos que están alrededor. Pipar y sus aliados los dejan, pues ayudan a limpiar la vara, mientras ellos se dan tiempo para descansar.

¿Por qué no puedo estar feliz y disfrutar como los demás? Ludovico está contento con lo que sucede, pero su obligación de conseguir dinero amilana un poco su entusiasmo.

Soy demasiado pobre, se responde. Entonces toma su caja de lustrabotas y en busca de alguien a quien limpiarle los zapatos, decide hacer un nuevo recorrido.

¿Embolo, señor? Ninguno de aquellos que aborda se toma la molestia de mirarlo, parece que todos estrenan zapatos hoy. A lo lejos presiente que alguien lo llama, pero cuando se acerca comprueba que es una falsa ilusión. Un padre con su hija, ambos con gorro de Santa Claus, suben a un taxi y en cuanto los mira cambia el semáforo y no puede pasar. La mayor parte de la ciudad está construida bajo toneladas de basura, lee en el titular en la primera página del diario que se exhibe en una caseta, las calles reflejan una limpieza especial y relucen con todo lo que ronda en ellas. No me puedo distraer, piensa y acomoda en su brazo la caja. Posiblemente, como dice el tío Beny, las cosas buenas les llegan a quienes saben esperar. Así que decide volver al parque en busca del jolgorio que suscita mirar el juego de la vara.

Cuando regresa no solo nota el avance en la escalada, también el número de participantes con posibilidad de alcanzar los premios. Además de Pipar y sus socios, compiten ahora los hermanos Castillo. Van unos tras de otros y han llegado tan alto que quien los mira necesariamente ve la catedral. El Cristo coronado en medio de las dos torres se alza imponente, se asemeja a un gigante que duerme víctima de su encantamiento, convirtiéndose en el único objeto en reposo digno de respetar.

Pero Ludovico está abajo y allí lo que se vive es una fiesta. Soplando sonidos a su armónica el viejo Luis baila y canta su repertorio de coplas sin parar. “Una mujer no muy vieja, apenas pintando canas, se quería comer mis huevas, creyendo que eran manzanas”.

La gente ríe y celebra sus ocurrencias, y luego él toma aguardiente y retorna con su armónica, que es parte de su leyenda. Luis sabe que sin leyenda no es nadie.

Las campanas tañen el primer toque a misa y Mariana y Waldina se van como espantadas. Por estar en estas simplezas nos va a coger la misa en las gradas.

Como manda la costumbre, en los últimos dos metros el engrudo de la vara se hace más fino, algunos dicen que para hacer alegre el último tramo y otros que para dar ventaja a quien primero lo alcance. Y al lugar llega el loco Pipar y no piensa descender porque en turno siguen los Castillo, que han llegado más tarde y por lo tanto están descansados. Así que se queda en lo alto sin cumplir lo que se ha pactado.

¡Baje!, le gritan. Pipar hace lo posible por mantenerse arriba y seguir en el tramo suavizado.

¡Baje! ¡Baje!, lo abuchean los de abajo. Pero a Pipar no le importa, casi puede tocar los premios y, si permanece allí, con otro esfuerzo los alcanza.

Entonces en un momento el mayor de los Castillo asciende y se pone arriba y, como no puede superar a Pipar, comienza a cimbrear la vara. Con el peso de los dos el movimiento se hace más fuerte y las mochilas de los premios empiezan a desprenderse.

El Cristo sigue arriba con su mirada perdida como un juez viendo lo que ocurre en el parque, despreocupado de las palomas que anidan a sus costados.

¡Cuidado!, gritan entre la multitud. De pronto cae una botella de vino, luego una caja con galletas y después los embutidos. De tanto cimbreado, en la punta se rompe la cintilla roja y se desprende el cofre donde se guarda el dinero. Baja dando volteretas, confundido entre los balones y los otros premios que caen. Muchos se han dado cuenta y se abalanzan para cogerlo en la base de la vara. Este golpea varias manos y cae justo ahí, en los pies de Ludovico.

Las calles de la ciudad son una corriente incesante que lanza rayos de luz. Las tiendas de comestibles, los almacenes de ropas, calzados y juguetes, acompañados por el bullicio disonante de los vendedores ambulantes y por el parpadeo silencioso de las luces de navidad, ofrecen un espléndido espectáculo a las gentes que entran, compran y salen de prisa, para llegar a sus hogares antes que los relojes toquen las doce campanadas.

Nada lo detiene en este momento, ni siquiera la murga que traen los matachines que acompañan el carrancio que se quemará el 31 de diciembre. Los otros niños lustrabotas lo miran extrañados, pues saben que él es uno de los que más se divierten con las inventivas de los matachines. Todo se ha vuelto alegría y hasta siente deseos de arrojar el cofre lo más lejos posible.

Cuando faltan veinte minutos para las doce de la media noche, un mensajero golpea en la puerta de la casa.

¡Madre! ¡Madre, ven! Alguien que nos quiere mucho ha enviado un pavo relleno para la cena de Navidad.

Ludovico sonríe satisfecho después de escuchar la voz de su hermana y luego se echa las últimas tazas de agua que hay en la palangana del baño. Enseguida va hasta su cuarto y se viste con el traje nuevo que ha comprado para la noche de Navidad.

LA TERCERA
ES LA VENCIDA

Gustavo Adolfo Bedoya Sánchez

Medellín, Antioquia

Taller de Historias

 

Su esposa lo llama a la hora del almuerzo. Él contesta:

—Hola, amor. ¿Cómo estás?

—Tenemos que hablar de tu hijo.

—¿Qué pasó?

—¡Todo!

No sabe qué pensar. El fin de semana habían salido al centro comercial y luego de visitar un par de tiendas fueron al cine y vieron una película. No recuerda ninguna discusión, ni ninguna molestia. Todo había salido muy bien. María, la niñera, los había acompañado y se había hecho cargo de una pequeña rabieta del niño que, en ningún momento, trascendió a mayores.

—¿Qué hizo? —pregunta.

—No lo vas a creer.

—Dime.

—¿Qué?

—Lo que hizo.

Se imaginó que habían llamado de la escuela con alguna queja. No debe ser fácil adaptarse a un nuevo lugar, y para su hijo todo era nuevo, incluida la institución educativa, sus compañeros de clase y esos profesores estirados que, de seguro no son padres, pero que creen que lo saben todo sobre la paternidad. Incluso, para el niño en cuestión, esa ciudad y sus propios padres eran nuevos, ¡tan nuevos!, pues había sido recientemente adoptado y trasladado desde las instalaciones del orfanato 14, ubicado a las afueras del distrito X.

—Amor, dime: ¿por qué tenemos que hablar del niño?

—Para ti esto es muy fácil, pero no para mí.

—¿A qué te refieres?

—Ya no aguanto.

—¿De qué hablas? ¡De nosotros dos!

—¡No! Del niño. Para ti es muy fácil tener un hijo porque te la pasas en la oficina; pero yo me tengo que quedar en casa con él; y con María.

—Lo sé. A veces me gustaría estar con ustedes, pero tengo que trabajar.

—Es muy difícil —lo interrumpe.

—Lo lamento…

—Aunque la verdad es que no estoy tan sola. María me ayuda en todo.

—Gracias a Dios que nos ha salido buena.

—Gracias a Dios; aunque también hemos tenido que lidiar con ella. ¿Recuerdas al principio?

Ambos ríen, cómplices.

Ahora él siente que su esposa está un poco más tranquila y se alegra por eso. Aún no sabe la causa exacta de la llamada, pero sabe muy bien que en estos casos es mejor ir de manera lenta: atacar el problema por los flancos, y no directamente. Ya en otro momento ella le contará qué es lo que pasa con el hijo de ambos, de eso está seguro.

—¿Cómo te sientes? —le pregunta él.

—Mejor; aunque, cómo te digo…

—Como prefieras.

Ella lo vuelve a interrumpir:

—Tú no sabes lo que pasa en esta casa, pero te lo voy a decir: el niño es imposible.

—¿Imposible?

—Sí, y también es insoportable. Un verdadero dolor de cabeza. Como dicen: un desastre natural. ¿Entiendes lo que te digo? No se queda quieto ni se calla. Siempre se está moviendo de un lado para el otro, agarrándolo todo con sus manos y metiéndose todo a la boca. Y mira: si es así, siendo tan pequeño, te lo imaginas…

Ahora es él quien la interrumpe:

—¡Te lo imaginas siendo un adolescente!

—¡No! —le responde ella—. No me lo quiero imaginar. Si ahora mismo estoy a punto de tirar la toalla no me lo imagino siendo un adolescente hormonal. Dime: ¿cuántos años faltan para eso?

—Aún faltan varios años, creo. Tienes que preguntarle a María.

—No sé qué vamos a hacer, pero pensé que estos eran “los años felices”.

De nuevo sonríen, cada uno detrás de su auricular, y ahora las sonrisas son nerviosas, como si se hubieran equivocado, como si hubieran hecho algún daño y pensaran que no pueden repararlo.

Después de un breve silencio continúan hablando:

—No sé qué estamos haciendo mal —le dice ella.

—No digas eso.

—Entonces, ¿qué es lo que pasa?

—De pronto sea él.

—Pero lo tiene todo: su propio cuarto, a sus dos padres, su cama, sus juguetes e incluso su propia televisión. Y está matriculado en el mejor colegio del distrito. No le falta nada y aun así tengo que batallar con él. Ya lo verás esta noche. Ni siquiera quiero verlo. Le dije a María que se encargara de él, que se encerraran en su cuarto, o en el de ella. Da lo mismo. No quiero escucharlo llorar. Le dije a María que ya mañana se encargará del resto de la casa. Hoy pediré algo para que cenemos y…

—Amor, respira. No te preocupes —se lo dice intentando tranquilizarla.

Un nuevo silencio, en este caso prolongado. Por fin continúan:

—Creo que tendremos que hacer la llamada. No veo otra solución.

—Estaba pensando en eso.

—Pero esta vez te toca a ti.

—¿Por qué?

—Porque en las otras dos ocasiones llamé yo. ¿Te encargas de todo?

—¿Cómo que de todo?

—El que llama escoge. Yo lo hice en las otras ocasiones.

—Bueno.

Un último silencio. Luego se escuchan suspiros, como si ambos se sintieran aliviados.

—Ten en cuenta que esta es la última oportunidad que tenemos —le dice él.

—Lo sé, pero por suerte aún tenemos una.

—Y ya sabes que tendremos que quedarnos con el tercero.

—Lo sé.

—Será incómodo tener que dejarlo, recoger al tercero y, quizás, encontrarnos con el primero.

—No te preocupes. De seguro que no es la primera vez que les pasa...

—No sé si eso me hace sentir mejor.

Relax. Más bien, ¿podrías escoger a una niña? Y que sea más pequeña. ¿Qué tal una bebé? No sé si así sea mejor.

—Claro, lo que tú digas.

—Piensa que ahora sí escogeremos bien, y que ya no tendremos que volver al orfanato nunca más, ni hacer ninguno de sus trámites. Esta vez sí resultará.

CIRUGÍA

Homer Alberto Vivero Carvajal

Corozal, Sucre

Taller Páginas de Agua

 

La habitación de la clínica está cerrada. La luz nocturna ilumina hasta el último rincón. Un televisor de pantalla plana, sujeto por un soporte metálico, transmite un partido de béisbol de las Grandes Ligas. En el centro de la estancia un bulto cubierto por una sábana blanca ocupa la única camilla, mientras un hombre de mediana edad observa con interés el juego. Solo se escucha la voz del locutor referenciando las jugadas.

De pronto se oye algo parecido a un quejido y el hombre dirige su mirada hacia la camilla durante unos instantes; al no escuchar nada más, vuelve a concentrarse en el juego. Pasados unos diez minutos, el sonido se repite. El hombre se levanta de su lugar y se acerca a la camilla, alza un poco la sábana y mira detenidamente, pone de nuevo la tela y regresa al juego de béisbol.

Treinta minutos más tarde se repite el mismo sonido. El hombre mira hacia la camilla y hace un gesto de cansancio, se levanta y se dirige con calma a indagar los motivos del ruido. Una cabeza se asoma entre las sábanas y unos ojos de color gris verdoso miran atentamente al hombre, quien, por su parte, se acerca al paciente y acaricia la cabeza asomada:

—Tranquilo, pronto nos iremos a casa —dice con cariño.

—Arff. Es la respuesta que recibe.

—Mira, tómalo con calma, sé que debes estar cansado. Diez días de hospitalización es mucho tiempo.

—¿Llevo diez días aquí? ¿Cómo ocurrió? —dice con una voz baja y tono de sorpresa.

—Insisto en que tengas calma. Seguramente tendrás muchas preguntas, pero como la cirugía está muy reciente, no te esfuerces mucho al hablar, ya te irás acostumbrando. Voy a intentar explicarte todo detalladamente. Tenemos tiempo disponible.

—No entiendo, no logro comprenderlo. ¿El que ahora pueda hablar se debe a una cirugía?

—Exactamente, fue una operación delicada.

—Mi mente es un caos. Jamás se me ocurrió pensar que me harían una intervención de ese calibre. ¿Qué sucedió para que llegaras a esa decisión?

—Estabas en la calle y un motociclista te arrolló. Estás vivo de milagro, sufriste mucho daño en la garganta y golpes por todo el cuerpo. Te llevamos a la clínica y, después de los primeros auxilios, nos hablaron de que necesitabas una reconstrucción de tejidos y cartílagos en la garganta si queríamos verte sano de nuevo.

—Aún no entiendo, eso no es lo corriente.

—No, tienes razón, pero nos mencionaron un cirujano estético que vino de Brasil, un pionero en nuevos tratamientos y que trabajaba en esta clínica. Nos pusimos en contacto y aceptó examinarte, así que nos trasladamos hacia acá. Te examinó, conceptuando que las heridas eran mortales y propuso una intervención experimental que él está implementando con buenos resultados. La idea nos pareció interesante. Dada la gravedad del caso, no había nada que perder, así que aceptamos y aquí estamos. Tú mismo estás viendo y sintiendo los resultados.

—Estoy abrumado. Es más de lo que jamás pude imaginar.

—Bien, te llegó el momento de abrir tu mente, hasta el infinito. Vamos a llevar las cosas con discreción. El médico dijo que en cuatro meses estarás del todo recuperado, claro que siguiendo las indicaciones posoperatorias rigurosamente.

—¿Cuatro meses? No imagino cuánto tiempo es “cuatro meses” esperando a estar recuperado. ¿Qué haré durante ese tiempo?

—Tranquilo, tenemos un cronograma detallado día a día, mes a mes. Incluye rutinas de ejercicios, dieta alimenticia, horario de estudio, entre otras recomendaciones.

—¿A qué se refiere eso del estudio?

—Pues a prepararte para la nueva vida que debes llevar después de la cirugía, todo ha cambiado para ti, en realidad para todos en casa. Los niños te extrañan y preguntan por tu salud. Será una sorpresa para ellos, estoy seguro de que enloquecerán de alegría el día que regreses.

—¿Y tengo un horario de televisión? Me encantan tus canales favoritos: Discovery, Nat Geo, History, son interesantes y educativos.

—Pensé que nombrarías a Animal Planet…

—Dije: “tus canales…”.

—Yaaa, tienes razón. Eso no será problema.

—¡Ah! Me encantan los canales donde preparan comidas. La mayoría se ven deliciosas, me gustaría probarlas.

—Bien, iremos conociendo tus gustos. También se puede pensar en un nuevo televisor, para evitar discusiones con los chicos.

—Siempre nos hemos llevado bien, no me gustaría importunarlos.

—Tal vez nos estemos adelantando demasiado a los acontecimientos. Vayamos con paciencia y calma y dejando que las cosas pasen. En esa medida iremos reaccionando, recuerda que tenemos una programación.

—Sí, no hay razón para tanta prisa. Me espera un largo tiempo de adaptación. Ahora quiero descansar, duele un poco articular las palabras, además tienes trabajo mañana.

—Tranquilo, puedo llamar para llegar un poco más tarde.

—¿Y qué excusa vas a presentar? Te van a creer lunático si dices que te pasaste la noche en la clínica, charlando…

¡Con tu perro!

EL GORDO

Isabella Cabarcas Hernández

Montería, Córdoba

Taller Artesanos de las Palabras

 

Como era un blanco más grande para los balones, siempre lo apuntaban a él. El Gordo Lourdes, un muchacho rechoncho con la cara sonrosada y ojos almendrados que complementaban un semblante casi tierno. A pesar de no tener amigos, todos lo conocían, pero nadie sabía su nombre, ya que para todo el mundo solo era el Gordo. Nadie llegó a conocerle más allá de lo que la mayoría de las personas mínimamente cercanas a él ya sabían. Siempre solitario y apartado de las canchas (lugar donde los otros muchachos pasaban el descanso jugando al fútbol) para no ser golpeado por un balonazo o para no ser usado forzosamente de arquero. El Gordo nunca tuvo una noviecita, tal vez no por su apariencia física, sino más bien por la falta de confianza que esta le generaba, por el miedo que le producía el no entrar dentro del molde de recorte creado por la sociedad. Siempre se sintió diferente, feo, como un ser al que nadie iba a amar y que justificaba su existencia para hacer ver y sentir mejor a los demás.

Un día como cualquier otro en la escuela, mientras comía el sándwich de pavo que su mamá le mandaba de merienda diariamente, algo extraño pasó, algo maravilloso, algo que nunca había sido visto: una chica se acercó a hablarle. No era bonita ni tenía grandes atributos como las chicas con las que andaban sus compañeros, pero era la primera que se acercaba aparentemente sin prejuicios. Era alta, delgada, tan delgada que al Gordo le pareció que el espantapájaros de la finca de sus abuelos le estaba hablando; también tenía el cabello oscuro, más negro que la noche. “A lo mejor estoy alucinando”, pensó el pobre Gordo, muy emocionado y ansioso por la situación, ya que nunca había hablado con alguien del sexo opuesto, a excepción de su sobreprotectora madre.

—Hola —dijo la chica que sonriente reflejaba el hecho de que era de nuevo ingreso.

—Hola —le contestó tembloroso el Gordo.

—¿Eres Joaquín Lourdes? —preguntó la muchacha.

Esto fue algo inesperado para el Gordo, hacía mucho tiempo que no lo habían llamado por su nombre, en realidad era la primera persona que no era su madre que lo llamaba Joaquín. ¿Era esto real? ¿Estaba pasando? ¿Le hablaba a él? Todas estas preguntas inundaban su mente confusa y emocionada. Hasta que se percató de que la chica se le había quedado mirando, ansiosa de una respuesta.

—Sí —respondió.

Se sentía imbécil por el hecho de haber quedado como un sonso frente a ella.

—¿Podrías decirme dónde queda el aula de 10.° B?

—Por ese pasillo a la izquierda, el último salón.

—Gracias.

La chica se fue. Unas horas más tarde, cuando el Gordo estaba caminando por el colegio, vio que muchos estudiantes de primaria se aglomeraban en frente de una de las materas y ocupaban por completo el pasillo principal, mientras la flaca de pelo negro intentaba pasar por entre la muchedumbre de infantes con los brazos a rebosar de libros.

—¿Necesitas ayuda? —le preguntó él sabiendo que posiblemente se iba a arrepentir más tarde.

—Por favor —contestó la muchacha.

El Gordo ayudó a cargar la mitad de los libros hasta el otro lado del pasillo.

—Me llamo María —reveló la chica—. ¿Te puedo contar un secreto?

El Gordo la miró extrañado, eso era raro. Alguien a quien no conocía le estaba preguntando si le podía contar un secreto, pero igual asintió.

—Desde que te vi me causaste curiosidad, no sé si porque aquí todos se ven hostiles y tú tienes cara de amable o por otra razón, por eso estuve preguntando por ti a mucha gente, a lo que solo me respondían: “Ah, ¿ese de ahí? El Gordo Lourdes”. Nadie me decía tu nombre, me sorprendió que hasta los profesores te llaman así, ¿por qué?

—No sé, siempre me han reconocido de esa forma, ya no me molesta, pero… ¿cómo sabes mi nombre si todos me conocen como el Gordo? —preguntó a María.

—Me lo han dicho las nubes.

El Gordo se quedó perplejo. ¡¿Qué clase de respuesta era esa?! A lo mejor la chica se enteró de su nombre de alguna forma que no le quería decir para no parecer loca. Sí, se convenció de eso, por lo que decidió no interrogar más.

—¿Te gusta soñar?

—No sé, casi no lo hago, cuando duermo no suelo soñar, o no que yo recuerde.

—¿Y si todo esto es un sueño? Tal vez yo soy producto de tu imaginación o quizás sea al revés y tú seas producto de la mía.

—Pero… si somos criaturas de nuestra imaginación, ¿por qué podemos hablarnos?

—¿Por qué no podríamos?

***

Al día siguiente, mientras caminaba a su casa desde el colegio, vio a alguien sentado sobre el techo de una casa. Era María. ¿Qué hacía aquella joven sentada sobre un techo? ¿Acaso estaba loca? Él ya consideraba rara su conversación con ella el día anterior, pero esto le parecía inaudito. O estaba soñando todo o la chica estaba loca.

—¡JOAQUÍN! ¡Ven!

Por un momento pensó en la posibilidad de salir corriendo e ignorar aquella voz que se refería a él con tanta confianza, pero por una sensación entre miedo e incertidumbre, no se atrevió. Entonces, dificultosamente, en unos cuantos segundos y sin siquiera percibirlo, subió con ella. Tuvo que esperar dos minutos mientras recuperaba el aire para poder hablarle. Ella solo soltaba pequeñas risillas.

—¿Qué haces aquí? —preguntó el Gordo.

—Busco tus sueños. ¿Dónde están? ¿Recuerdas la última vez que los viste o viviste?

—¡¿Qué?!

—¿Estás sordo? Que si qué, dónde y cuándo fue la última vez que soñaste.

—No te entiendo.

—Abre los ojos.

Volvió a mirar y estaban sobre una inmensa pradera de pastos de colores. Las nubes parecían algodón de azúcar y los árboles tenían hojas anaranjadas con flores violetas. De repente un recuerdo vino a su mente, era él de pequeño jugando con una niña, era María.

Cuando despertó, María había desaparecido y estaba en un lugar blanco donde solo se escuchaba el pib de un monitor de latidos.

—¡Joaquín! —dijo su madre entre sollozos y llanto.

—¿Qué me pasó?

—Tuviste un infarto. Alguien te trajo a tiempo —le dijo un señor de bata blanca, fornido y de dientes perfectos—. Tendrás que quedarte en observación.

Cuando volvió a cerrar los ojos, estaba de nuevo en aquella pradera. María estaba sentada a su lado con una expresión tranquila.

—¿Ya sabes quién soy?

—Sí.

—¿Estás listo?

—Sí.

Esa fue su última imagen. El Gordo Lourdes consumía grandes cantidades de azúcar y grasas a diario, de suerte no se había infartado antes… Al menos algo bello quedó en su mente, producto de sus alucinaciones. Al menos ya dejaría de ser el tiro al blanco de sus compañeros de escuela. Ya nadie sentirá sus agitados pasos resonantes pero invisibles. Comenzará la odisea para alguien más.

LAS QUE CAMINAN
CONTIGO

Johanna Rodríguez Sandoval

Fusagasugá, Cundinamarca

Taller de escritura creativa “A escribir te cuento”

 

¡Abiertas! Abiertas están. Se llevan puestas y se muestran sin saber que están abiertas, dejan rasgos, tienen historias, acontecen en un día, momento, hora y lugar. Tienen nombre. Al descubrir que están abiertas, las esconde, las oculta, las reprime y ellas se revuelcan en la oscuridad para buscar la luz.

¿Para qué ocultarlas? Son las imperfecciones más perfectas, pues hacen parte de lo que eres, son únicas e incomparables.

—Déjanos vivir en libertad —dicen las cicatrices.

Al escuchar tal revelación te preguntas ¿para qué buscar la perfección? La cuestión está en descubrir la belleza de la imperfección. El silencio te susurra “Wabi-sabi”[1]

 

[1] Término originario del Japón que evoca la belleza de la imperfección.

RUMOR DE RATAS

Jorge Eliécer Corrales Roldán

Cali, Valle del Cauca

Taller de Escritura de la Biblioteca Centenario

 

9:45 p.m.

Abrió la puerta de su apartamento. Entró y tiró el sacó en el sofá de la sala, se desajustó la corbata y se dirigió al dormitorio. Su esposa estaba tendida con la boca abierta mientras dibujaba con su saliva un charco sobre la almohada. Con cuidado abrió la puerta del clóset, pero la bisagra chirrió. La mujer abrió los ojos y él se disculpó sobándole la pierna. Se sentó al lado de la cama, se cambió de ropa y después se acostó junto a ella abrazándola por la espalda.

Tendidos sobre el lecho matrimonial, conversaron sobre el día de trabajo que habían tenido. Ella había llegado hecha polvo. Se cambió de ropa y se recostó hasta la interrupción de la bisagra. Su jefe fue despedido en la mañana y la pensadera la había agotado mentalmente. Él, por su parte, había tenido una serie de reuniones rutinarias, encargos permanentes de sus clientes y un almuerzo a deshora. Después de un rato decidieron ir a la cocina a preparar algo.

Ella salteaba vegetales en un wok y él rebuscaba un candelabro en el bifé de la sala. Cuando la cena estuvo lista, el hombre encendió con un mechero las velas y apagó la luz. Pasta con vegetales y música de Paul McCartney, era típico en ellos. A pesar del cansancio de sus cuerpos, el momento no desmerecía ni una gota de romance, ambos conservaban la magia de aquellas épocas de juventud.

Ella sacó de la cava una botella de vino y se la entregó en las manos. Él se sonrió y en menos de un minuto se escuchó un ¡pum! La espuma espesa se desbordó. Dos platos relucientes sobre la mesa y una copa de pinot noir, la copa de ambos. Se habían acostumbrado a beber siempre del mismo cristal, a respirar el mismo aire, a pelear por las mismas cosas y a ser una sola persona. Paul McCartney tocaba “My love” cuando se sentaron a la mesa y se desearon en francés bon appétit.

En medio de su ritual recordaron la primera vez que se besaron, fue en un cine viendo a Sean Connery en Operación trueno. Se rieron de lo que sintieron cuando se dieron cuenta de que amaban a The Beatles y odiaban a The Rolling Stones. Recordaban y se miraban a los ojos. Se miraban y se amaban con ternura. Él le acariciaba la mejilla y ella pestañeaba varias veces. La mujer recordó que tenía unos macarrones dulces que le habían regalado. Se dirigió a la alacena, abrió la compuerta y sacó una bolsa de galletas de colores. La puso sobre la madera de la mesa. Vino, pasta, macarrones franceses y McCartney, ¿podría todo eso superar una velada en Le Jules Verne de la torre Eiffel?

Se besaron por encima de sus platos cuando escucharon un chillido que salió detrás de la nevera.

Por un microsegundo recordaron la bisagra oxidada del clóset, pero sonó tan cerca que de inmediato se miraron como quienes han visto a un fantasma. Otro chillido. Soltaron los cubiertos y por inercia despegaron los pies del suelo. Otro chillido emanó detrás de la nevera y ella soltó un grito. Él corrió en puntillas y encendió todas las luces del apartamento.

A ella se le salió una palabrota y se trepó a la mesa hasta quedar con las rodillas en los pechos. Él se armó de valor y fue al patio por la escoba. Volvió como un samurái justiciero.

Su esposa le pidió que se deshiciera rápido de aquella amenaza. En actitud de ataque, el hombre golpeó la nevera. Otro chillido se escuchó y ella lanzó una grosería. De repente, una bola gris enorme se pasó por el mesón y se refugió tras la licuadora. Él le arrojó la escoba mientras gritaba cual guerrero que avienta su lanza a un enemigo acorazado. El cristal del electrodoméstico voló en pedazos. La alimaña saltó tan rápido como pudo y se instaló dentro de la estufa. La mujer gritó como si en vez de una rata acabara de verse encerrada en una jaula con un demonio de tres cabezas.

El salero, el pimentero y el aceitero volaron por el aire como cañones. No hubo muerto.

Lo que hacía unos minutos era una cocina impoluta, de un momento a otro se convirtió en las ruinas de Kosovo. La mujer gritaba sin parar y le arrojaba los macarrones sin lograr infligir algún daño al monstruo.

Se escuchó el timbre. El esposo se subió al mueble. Luego se escucharon tres golpes en la puerta y Paul McCartney entonó “Nineteen Hundred and Eighty Five”.

De un momento a otro, los dos vieron cómo se asomó la cola lampiña del animal tras la freidora. Ellos, absortos por la animadversión, no se percataron del llamado que venía de afuera. La rata apareció dando saltos y se escondió detrás del horno tostador.

El citófono se escuchó y el portero gritaba desde afuera. La mujer agarró el celular para darle de baja a McCartney y se le resbaló el aparato. “¡Maldita rata!”, dijo el esposo. El teléfono cayó sobre la alfombra de arabescos y la pista saltó a “Beautiful Night”.

Alguien desde afuera amenazó con tirar la puerta: “¡Policía, vamos a entrar!”. El hombre respiró profundo, se bajó del sofá, se agachó y agarró de un extremo la escoba. “¡Mátala, mátala!”, pedía su mujer. Tomó aire y le asestó un golpe justo en la cola al roedor. La mujer gritó. El mamífero se tiró del mesón para meterse debajo del mueble en donde el esposo se atrincheraba. El hombre vociferaba: “¡Vamos, maldita! ¡Te voy a matar!”. Su esposa se comía las uñas. Se agachó, metió el palo de la escoba debajo del mueble y la rata salió. “¡Te tengo!”, gritó. Le asestó un golpe. El mamífero emitió un gruñido y después mordió la escoba. El hombre la empezó a sacudir. No se despegaba. “¡Auxiliooo!”, pidió la mujer. La rata escaló por el palo y se le tiró encima a su verdugo. “¡Hija de puta!”, berreó el hombre acompañado de un quejido de dolor. “Vamos a entrar a la cuenta de tres”, dijo alguien desde afuera. Paul McCartney se echó a rodar con “Live and Let Die”. El esposo se tropezó y cayó de espalda. Levantó la cabeza y vio a la rata, sus ojos negros, sus colmillos amarillentos y puntiagudos, sus garras. El hombre quedó estupefacto. El roedor corrió hacia él y le hincó los colmillos en el brazo. El esposo se la arrancó de un tirón y un chorrito de salsa Heinz salpicó la cuerina del sofá. Con fuerza la estampilló contra la pared y se lanzó contra el mamífero para reducirlo con sevicia.

La puerta cayó abajo y un oficial de la policía apareció en escena. La mujer corrió con los brazos al frente y dando gritos. El uniformado vio cómo ella se escapaba por la puerta que él acababa de tirar. Volvió sus ojos a la cocina y vio al hombre cubierto de sangre. Entornó los ojos, llevó su mano al cinto, desenfundó su pistola y gritó: “¡Alto, policía!”.

5:45 p.m.

La señora Carmen Home ojeaba una revista de la mesa de centro del lobby del edificio. La puerta principal se abrió, era la señora del 401.

—¿Cómo ha estado? —Cerró la revista.

—Muy bien, doña Carmen. Algo cansada. —Se dirigió al casillero para revisar la correspondencia—. ¿Cómo van sus lecturas?

La señora Home se puso de pie luchando con sus viejas caderas.

—Bien… en lo que cabe. —Caminó hacia el ascensor.

La mujer del 401 sacó dos sobres del casillero y los introdujo en su bolso.

—Es una pena que una mujer tan joven como usted tenga esa cara de desgaste, ¿no le parece?

—No se preocupe, doña Carmen, solo necesito dormir un poco.

—La invito a unos macarrones dulces. Un sobrino me los trajo de París —sugirió la mujer mientras daba pasos lentos.

La del 401 vaciló por un segundo, pero al final negó con cara de mejor para la próxima.

—No, doña Carmen, dejémoslo para luego. Tengo algunos encargos que solucionar, es usted muy amable. —Entraron al ascensor—. Además, debo prepararle la comida a mi esposo. —Presionó el botón del cuarto piso.

—Es una completa lástima, a su edad es un poco raro ese comportamiento de mujer recluida, pero, bueno, vivimos en un país libre. —Guardó silencio por unos segundos y luego se aventó a decir—: A su esposo no se le va a caer nada por prepararse un sándwich con sus propias manos.

La mujer la escuchó con cierta simpatía. No le extrañaban en lo absoluto los comentarios destemplados de la señora Carmen. Solo quería llegar a su apartamento, quitarse los tacones y darse una ducha.

Una vez llegaron al cuarto piso se despidieron con un hasta luego y desaparecieron por el pasillo.

Veinte minutos después, la mujer estaba dándose una ducha cuando escuchó el timbre. Se puso el albornoz, agarró una toalla y salió descalza. Caminó rápido por el pasillo mientras escuchaba cómo aporreaban desde afuera el timbre.

—¡Ya voy, ya voy!

Abrió la puerta y vio a la señora Carmen con una bolsa llena de galletas de colores.

—No creo que pueda comer tanto dulce. —Con la mirada trató de escrutar dentro del apartamento—. Soy diabética y esto es demasiado para mí. Usted y su esposo pueden disfrutarlo más que yo. ¡Ah! Espero que su marido no se moleste porque le he hecho este regalo.

—Gracias, señora Carmen. —Le recibió las galletas y se despidieron.

10:30 p.m.

Afuera del 401 el portero escuchaba las declaraciones de la señora Home. “Válgame Dios, esa mujer vive con un hombre muy machista, de seguro debe estar dándole una tunda”, explicó al vigilante. Otra vecina añadió: “El hombre nunca saluda, es un careculo, un cretino. La debe estar desbaratando a golpes”. El guarda de seguridad pensó en pedir ayuda policial. “¡Oiga, joven! ¡Qué espera! Le van a achacar ese muerto a usted”, le advirtió otra vecina. La señora Carmen se le acercó y con el dedo cadavérico le apuntó al pecho, “Si ella muere, usted irá a la cárcel”. El guarda tocó a la puerta, pero aparte de los gritos, nada más se escuchó. Se quitó el sombrero y se rascó la cabeza. Tomó el radio y llamó a la patrulla policial. “Válgame Dios, tan buena mujer que se veía”, dijo una vecina a las otras. Doña Carmen puso la oreja en la superficie fría de la puerta, cerró los ojos. “Qué horror. Le dice que es una maldita rata”, dijo espantada. Otra mujer se persignó y añadió: “¡Ave María purísima!”.

La policía llegó.

Uno de los uniformados tenía una porra gigante. El otro gritó: “¡Policía, vamos a entrar!”. El agente de la porra miró al otro en espera de una señal para actuar. “La debe estar electrocutando”, dijo Carmen. Se escuchó desde adentro un “¡Auxiliooo!”. El policía le guiñó el ojo a su compañero de la porra. “¡La está matando!”, gritó otra vecina. Los uniformados contaron hasta tres y tumbaron de un golpe el portón. El oficial entró al apartamento y vio a una mujer que salió con los brazos por delante. Miró a la cocina y vio a un hombre cubierto de sangre, con el rostro perlado de sudor y con la ropa deshecha. La casa era un campo de batalla en el que manchas de colores adornaban el escenario. Manchas de colores que parecían galletas traídas de París.

10:20 p.m.

Con el palo de la escoba escarbaba debajo del sofá para que la rata saliera y así acabar con su existencia de una vez por todas. Su esposa permanecía recogida sobre la mesa y las lágrimas caían por sus mejillas.

Salió de nuevo el roedor, pero está vez alcanzó a trepar por el palo que le chuzaba. El hombre dio un salto atrás y soltó el artefacto como si de repente se hubiera puesto al rojo vivo. Echó un putazo y ella gritó más fuerte.

La rata se le prendió en un brazo, el hombre bramó. Se la arrancó como si fuera un velcro y la arrojó contra la pared. Tomó el palo, se lanzó contra el mamífero y le dio un golpe en el cráneo. Se escuchó un chillido. Otro golpe al lomo: no más chillidos. Tres golpes, cuatro, cinco y de repente cada porrazo se fue convirtiendo en manchas de sangre. La salpicadura se esparció por toda la sala.

Lo que hacía unos minutos era una cena romántica al estilo europeo, ahora se había convertido en un bodegón de naturaleza muerta.

De rodillas y con su rostro cubierto de gotas de sangre, el esposo giró a ver al intruso que acababa de ingresar a su casa. “¡Alto, policía!”, dijo el agente con el arma apuntándole a la mitad de los ojos. “¿Conque muy valiente, cobarde?”, preguntó al esposo que yacía en el suelo. Conmocionado, trató de ponerse de pie. “No se mueva, maldita sea. No me obligue a disparar”. Sin entender lo que estaba ocurriendo, no atendió a la advertencia del policía y se puso de pie. Un sonido se escuchó por todo el apartamento. Era Paul McCartney cantando “This One”.

LA FLOR VIOLETA

Jorge Enrique Quintero Aguirre

Zarzal, Valle del Cauca

Taller Ítaca

 

Sucedió que, en el Amazonas, la hija de un jefe tribal había menstruado por primera vez. Según la tradición, la mujer debería comprometerse en unión sentimental con un hombre fuerte, respetable y con sus mismas costumbres. Como era de esperar, la joven no estaba preparada para el compromiso y le pidió a su padre que tuviera piedad de ella. Sin embargo, las noticias cabalgaron por los aires como indígenas al montar sus bestias; pronto los hombres de las otras tribus reclamaron la oportunidad de merecer la mano de la joven, según lo establecía su tradición, incluso uno de los jefes que había enviudado quiso tener el amor de la mujer.

El padre de la joven estaba entre la lanza y el árbol, pues no podía desatar una guerra entre las tribus solo porque su hija quería continuar soltera. Ya tenía suficiente con los continuos enfrentamientos contra las tribus lejanas. Así que decidió actuar y reunió a los demás clanes para sentenciar su veredicto.

Frente a las antorchas, con la luz de la luna como testigo y los ancianos, el padre de la joven les juró a sus ancestros que el vencedor de la competencia desposaría a su hija y heredaría sus tierras cuando él ya no pudiera gobernarlas. La competencia consistía en viajar hasta las cavernas y traer consigo dos símbolos, el primero debía ser tomado de alguna bestia o animal con la que se enfrentaran en el recorrido. El segundo era la flor violeta que solo germinaba en lo profundo de aquellas tierras.

Así pues, cinco varones, uno por tribu, inició la travesía hacia las tierras oscuras. Cada uno partió desde un sitio diferente, pues era habitual en su cultura que si se encontraban frente a frente debían combatir hasta la muerte. Debido a ello la competencia quedó con cuatro participantes cuando el azar quiso que dos competidores se hallasen; un cuerpo indígena alimentó las criaturas de la selva.

Uno de los participantes se enfrentó a un jaguar que le marcó las garras en el cuerpo; sin embargo, obtuvo la victoria y llevó en su espalda la piel del animal. Por otra parte, el jefe viudo cazó con su lanza a una pitón que lo había atacado dentro de la cueva, luego cargó su cuerpo sobre los hombros y continuó el camino. El participante más joven no encontró ningún peligro en las cavernas, pero como no podía llegar con las manos vacías disparó una flecha que impactó contra un conejo, luego puso su pecho sobre el cuerpo del lagomorfo y extendió sus manos sobre la madre Tierra para pedir perdón por el acto que acababa de ejecutar, después se adentró en lo profundo para tomar la flor y regresar a la tribu. El cuarto participante, además de haber tenido que matar a uno de sus rivales, demostró su fortaleza al combatir y vencer cuerpo a cuerpo a dos miembros de una tribu lejana, aunque en la batalla perdió su ojo izquierdo.

Así, los cuatro pretendientes regresaron al cumplir su objetivo, ahora solo restaba la decisión del padre de la joven para conocer al afortunado esposo. Primero pasó al frente aquel que había asesinado a dos integrantes de una tribu enemiga, el trofeo que mostró era un cráneo que pertenecía a alguna de sus víctimas, dentro estaba la flor violeta a la que le faltaban algunos pétalos. Sin dar explicación alguna, el padre de la joven recogió el cráneo y lo aplastó ferozmente contra el rostro del pretendiente y después tiró su cuerpo a una fosa llena de serpientes. El segundo en pasar fue quien llevaba la piel del jaguar en su espalda y de allí sacó la flor violeta, aplastada como la hoja de un árbol. El jefe lo tomó por el cuello y con la piel del jaguar le cubrió la cabeza hasta que lo asfixió y fue arrojado a la fosa de las serpientes.

El jefe viudo pasó al frente listo para atacar al anfitrión. Había comprendido lo que le sucedería si le enseñaba a todos la flor violeta destrozada que tenía en su poder, así que con la lanza le hirió el brazo. Pero al padre de la joven, ágil y habilidoso, no le costó mayor esfuerzo esquivarlo y apresarlo; no lo aventó a la fosa de serpientes, sino que por su traición le enredó en el cuello la larga piel de la pitón y lo colgó de un árbol para que sirviera de ejemplo a los indígenas de la tribu.

Por último, el pretendiente joven pasó temeroso de lo que pudiera hacerle, pero aun así extendió sus manos para entregar la piel del conejo que tenía intacta en la superficie la flor violeta. El padre de la joven le dijo a los demás que, si alguien podía cuidar una flor tan frágil en un viaje largo y sobrevivir al mismo tiempo, este debía ser un hombre digno de gobernar y tomar a su hija como compañera. La joven aceptó a su pretendiente con gozo, pues junto a él estaría protegida como la flor violeta.

EL RELOJ DE FERXXO

Juan Felipe Ardila, Davidson Andrés López,
Daniel Stiven Molina G., Valentina Garzón A.

Caramanta, Antioquia

Taller La Jugada Popular

 

Ferxxo era un hombre rico que fue a una subasta en Nueva York. Había ganado un reloj de oro, pero cuando acabó la subasta, a las 11:22 a. m., se dio cuenta de que lo habían robado.

Ferxxo se preocupó y contrató a una empresa de detectives privados:

*

La psicóloga interrogó a los sospechosos, les hizo preguntas como: ¿dónde estaban cuando sucedieron los hechos?, ¿con quién estaban a esa hora?

Primero interrogó al dueño de la subasta, luego al guardaespaldas, al conductor, a los amigos, a la amante, a la hija, al nuero, al cuñado y a la suegra.

Ella se encargaba de hacer la interrogación de los hechos en robos de mucha cuantía, como en este caso, el reloj de oro de Ferxxo, y le ayudó a escoger policías para el caso.

*

Juan era un policía experimentado, que podía ayudar con el robo. También Zulay era una investigadora y detective privada, los dos eran muy buenos en su trabajo. Ella, investigando, recogió todos los datos de la subasta, interrogó a todos los que estuvieron presentes ese día. Ella llamó a Ferxxo y le dijo:

—Interrogué a todos los presentes, pero todos me decían lo mismo, “no sé nada de lo que pasó”. Yo te ayudaré a recuperar tu reloj y a encarcelar al criminal; como policía experimentada, creo que el primer sospechoso es Brayan Castro.

A las 12:03 a.m. empezó este caso.

El detective le preguntó a Salomón qué pasó:

—Estaba en la casa de subastas con Carolina Giraldo, hablando de una nueva canción. Carolina se fue al baño y se me acercó Brayan Castro. Después empezaron a vender un collar de perlas, y yo se lo quería comprar a Carolina. Las personas más cercanas eran un hombre de gafas de oro y un traje morado; él estaba adelante.

*

Comenzó la investigación con el hombre de la camisa morada, ya que era el más cercano a él.

Sospechoso: Brayan Castro. Hora: 1:00 p. m.

Lugar: casa de subastas

El policía Juan ayudó al detective a encontrar al sospechoso Brayan Castro. Él conocía unos lugares: primero, el laboratorio para examinar el bolso de Ferxxo, buscando huellas dactilares, pero no encontró ninguna pista. Al parecer, este ladrón utilizaba guantes para no dejar huellas. Era falso, lo habían cambiado con una persona que vivía al otro lado de la ciudad. Pero no había estado en la casa de subastas.

El detective regresó a la casa de subastas a hablar con Ferxxo, él dijo que había levantado la mano y “se le gatearon el Rolex”. Ferxxo estaba muy angustiado y el investigador se dirigió hacia el cuarto de servicio, ya que allí había varias posibles pruebas. Luego fue a la sede de Antares, pensando que encontraría una pista en el suelo. Vieron rastros de huellas y el policía decidió llamar a un amigo periodista.

*

Salomón se dirigió hacia él, y dijo lo que pensaba del sospechoso. Tenía un cómplice que guardaba el verdadero reloj, que estaba debajo de la ciudad.

El analista del FBI revisó las cámaras y vio las pruebas de lo que sucedió. Analizó cada rincón.

La investigadora Zulay interrogó a las personas que se veían en las cámaras. Encontraron a una que tenía un reloj igual; la interrogaron y también indagaron sobre su pasado. La investigadora se infiltró entre los sospechosos para averiguar más a fondo sobre los posibles culpables; ella los siguió sin que se dieran cuenta, para saber cuáles serían los próximos crímenes, y si ellos sí se habían robado el reloj. Un sospechoso salió a la fuga por un callejón, había una casa con acceso al otro lado. Yesica se dio cuenta de que el sospechoso era una mujer que tenía el reloj. Resultó ser Karol G.

A Carolina Giraldo le tocó declarar todo. Ella dijo que Brayan lo distrajo, mientras le decía que iba al baño. Mucho antes de lo sucedido, Carolina y Salomón estaban cogidos de la mano. Y ella le alcanzó a desabrochar el reloj, cuando Ferxxo levantó la suya.

LAS NEAS DE MI BARRIO
SON UNOS FILÓSOFOS

Juan Manuel Alcalde Ríos

Roldanillo, Valle del Cauca

Taller La Tertulia Jupiterina

 

En la esquina de mi casa, mis panitas y yo nos sentábamos a esperar la suerte, o tal vez la muerte. No sé, lo que llegara primero. Infinitas peleas acontecieron en esa esquina pero Chelita, la dueña de la panadería, nunca nos quitó las sillas. Ahora creo que nunca lo hizo porque quizá era la forma de estar siempre pendiente de los mellos, sus hijos. Quizá así se aseguraba de que no se los desaparecieran.

En esa esquina se nos pasó buena parte de la vida. Hablábamos de nuestros sueños, anhelos, planeábamos algunas travesuras, jugábamos quiebra huesos y, cuando había plata, tapón. Eran horas interminables de conversaciones, echando chisme, contando chistes, creando lazos de hermandad.

Ese día nos acordamos de tanta gente que se ha sentado con nosotros en esa esquina: Héctor, Agua, Mariano, Pali, Rata, Rente, Lope, Guigi, Buche, Goleador, Villa, El Cace, Mafla, mejor dicho. Éramos mucha muchachada suelta. Nos acordamos de los que ya no estaban, de los que ya no eran nuestros amigos, de los que ya eran de otra banda, como el paisa, que se cambió de barrio y el trasteo le borró la memoria.

Reflexionamos acerca de nuestros males contemporáneos, porque eso sí, las neas de mi barrio son unos filósofos.

—¿Te acordás de Walter? —dijo uno.

Walter era el hermanito de Neo, unos socios de la cuadra. Walter estaba metido en cosas raras, pero era buena gente.

Recuerdo que un sábado por la noche nos lo encontramos cuando nos íbamos a dar en la cara con un combo de otro barrio. En esas pasó él, iba todo contento, le contamos la vaina y nos dijo:

—Voy por un destornillador y vuelvo.

Nosotros seguimos buscando más amigos y nos encontramos a Lopera. Ya con Lope teníamos, porque con ese man no se metía nadie, tenía hermanos peligrosos y él también era bastante cólico.

Walter no llegó nunca, apareció como a las dos semanas en las bancas de la esquina.

—Bueno, ¿a vos qué te pasó? —preguntamos.

Cuando nos dijo a nosotros que iba por un destornillador, llegando a la casa se le apareció un cucho todo barrigón con un pasamontañas, le metió una patada en el pecho, lo tiró al piso y le hizo cuatro tiros, que casi se los pega, le rozaron prácticamente la camisa.

El viejo le dijo que tenía esa semana para irse de por acá porque si no, lo mataban.

Él no se fue, siguió con su vida como si no pasara nada, tenía diecisiete años, pero había aprendido a ser temerario o eso nos decimos por conservar su memoria de bravero intacta. Uno después crece y se da cuenta de que arriesga la vida por nada.

A Walter lo cogieron los tombos una semana después con una bolsa llena de pepas y se lo llevaron para la reclusión de menores.

Estuvo un par de días y lo soltaron porque no había cupo. La justicia de este país es risible. El propio gato siempre cae parado, dijo el mello.

Uno de los pasatiempos favoritos de nosotros era jugar fútbol en el matadero viejo. Siempre llevábamos a Walter porque tenía una calidad que quizá lo hubiera llevado a ser profesional. Fue en una de esas veces mientras jugábamos entre nosotros mismos, que Walter se sintió cansado y se salió para recostarse en la pared que había al lado de la cancha.

Esa vaina fue muy rápida. Nosotros estábamos jugando, y unos manes al parecer rodearon las canchas. Unos a pie, otros en moto y de la nada empezó la balacera. Uno con la muerte zumbándole los oídos no tiene más remedio que correr, tirarse al piso, esconderse detrás de un muro o meter la cabeza en alguna alcantarilla. Walter quedó totiado en esa pared, él no pudo correr, no pudo hacer nada. Incluso, yo creo que Walter no se dio cuenta de cuando lo mataron.

Cuando lo fuimos a ver al ataúd, le notamos una leve sonrisa y una pequeña manchita de sangre.

La gente dice que cuando los muertos tienen esa expresión es porque murieron felices. Nosotros creemos en eso. Él no se dio cuenta de que llegaron a matarlo, solo sabía que estaba rodeado de sus amigos del barrio, haciendo lo que más le gustaba, jugando fútbol. Walter murió feliz.

Después de acordarnos de él, cada uno se fue para su casa. Yo llegué a la mía, me acosté y me desvelé mirando el techo. Estuve recordando lo que dijo Pali.

—La muerte es pa cualquiera.

Luego pensé que yo pude ser ese Walter, que quizá si todo hubiera sido diferente, él estuviera escribiendo hoy mi historia.

LABRIEGO

Juan Pablo Ortiz Rodríguez

Quimbaya, Quindío

Taller José Eustasio Rivera

 

El viejo te extiende su mano curtida y agrietada por el sol en mitad de la plaza. En su palma reposan los billetes rugosos que adelanta en forma de pago por un trabajo que no logras entender del todo. Guardas el dinero en el bolsillo de la camisa y tratas de memorizar la dirección que le sale al viejo de los labios. Lo escuchas despedirse e ir rumbo a la autopista para esperar el carro que lo lleva hasta su finca en la montaña.

Después de esa madrugada al calor de unas cervezas y una migraña de muerte, decides cumplirle la cita al viejo. Si miras muy en el fondo, ni tú mismo entiendes con claridad por qué emprendes la ruta.

El autobús te deja kilómetros antes por lo inaccesible de la carretera. Detienes la marcha sobre el camino destapado, tomas una bocanada de aire fresco y pasas la mirada por las montañas azuladas que despuntan en el horizonte soleado. Los pies dentro de tus zapatos arden como expuestos al fuego por el fragor del recorrido. Ya los dedos de la mano no son suficientes para contar las veces que quisiste abandonar tu viaje, echarte para atrás en la idea que tenía el viejo de que fueras a su finca para ayudarlo en su labor. Pero la paga es buena y la fracción restante del dinero está cuesta arriba. De modo que te aireas la camisa, te pasas el dorso de la mano por la frente y secas el sudor antes de emprender nuevamente el trayecto. A lo lejos ves que el viejo agita su mano detrás de la cancela descolorida. Un perro con la cadera dislocada se acerca arrastrando sus patas traseras y te huele los zapatos. Tratas de consentirlo, pero el perro rehúye tus caricias.

El viejo te ofrece una silla, un café y no dice nada. Reparas con una mirada desprevenida el desorden de la sala, abandonada entre granos de café y plátanos desperdigados. Vuelves la vista y notas que el viejo se marcha y no te dice qué tienes que hacer. Pasas la tarde y parte de la noche esperándolo, hasta que lo contemplas franquear la entrada con una pala al hombro y el perro detrás. Lo confrontas y te dice con voz fatigada que tengas paciencia. Te muestra un catre en mitad de un estrecho cuarto para que pases la noche. Al cabo de varias horas concilias el sueño después de padecer el llanto inconsolable del perro enfermo arrastrándose por toda la casa.

Al siguiente día tomas el desayuno junto al viejo a la espera de que por fin te anuncie cuáles son tus labores. El viejo calla mientras desmigaja el pan sobre la mesa para dárselo al perro hambriento. Antes de que te aventures a ir con él por el monte, te detiene en el umbral y dice que lo esperes. Que no lo sigas. Luego extrae de la parte trasera de su pantalón una hoja impregnada de sudor y tierra y te hace prometer que la revisarás al día siguiente. Acto seguido, parte con la pala al hombro en compañía del perro.

Te despierta el chirriar de la cancela en la tranquilidad de la madrugada. Escuchas el paso de las botas y la mansedumbre del perro que se arrastra siempre detrás de su amo. Aunque estuviste tentado a abrir la hoja, no lo hiciste, preferiste cumplir la promesa y dejarla bajo tu catre.

Con las primeras luces de la mañana, buscas al viejo en la sala y no lo encuentras. Chasqueas los dedos para que el perro sobresalga de algún rincón, pero no hay señales. Llamas por el corredor y te responde el silencio. Recuerdas la hoja bajo el catre y vas por ella. La desdoblas y encuentras un mapa improvisado a lápiz que te describe el camino a seguir. Giras la hoja y encuentras en la parte trasera en letra poco legible las palabras del viejo: “Por fabor ponga nuestros cuerpos ayi”. Sientes que las palabras transmiten la desesperación. Algo en tu interior te aprisiona la garganta. Respiras y sabes que tienes que ir en búsqueda del viejo. Empujas la puerta de su cuarto y lo encuentras suspendido de un lazo que pende de una viga en el techo. El rostro amoratado y los ojos abiertos. A su lado, tendido en su rigidez y con la cabeza apoyada sobre un trozo de carne, ves al perro que ya no sufre.

Reprimes el vómito que te revuelve las entrañas y respiras profundo con la firme intención de cumplir tu labor. Arrumas sobre tus hombros al viejo sin olvidar el trayecto marcado en la hoja. Echas a andar por la trocha con el cadáver a cuestas y con la incómoda presencia de los cafetales que se prenden con arañazos de tu ropa y detienen por momentos tu paso.

Después de haberte creído perdido en la espesura del monte encuentras el punto, cercado de plataneras que cubren con su sombra el lugar señalado en el papel. Con las pocas fuerzas que te quedan deslizas tu cuerpo en las entrañas de un hoyo cargando en brazos al muerto. La nube de polvo que ha dejado tu rastro te envuelve mientras pones con un golpe seco el cuerpo del viejo en esa porción de terreno que estuvo cavando durante días. Vuelves por el perro atravesando la ruta que ya has aprendido de memoria y los acomodas juntos. Intentas abandonar lo profundo del agujero arañando con las uñas en el terreno y resbalando por momentos hacia el fondo, como si la tierra también reclamara tu cuerpo; giras hacia ellos y tienes la impresión de que el viejo se aferra al perro, que lo abraza en su viaje hacia el fin. Te quitas la camisa para limpiar el sudor que te baja a chorros por el rostro y tratas de ascender una vez más clavando tus zapatos en la pared inestable. Estando arriba, sientes que el esfuerzo te ha arrancado el aliento e intentas mantener a raya el temblor que estremece tus piernas. Te es inevitable el olor a tierra que te ensucia la ropa. Sacudes el pantalón y la camisa, pero luego entiendes que siempre tendrás que cargar con él. Te inclinas sobre la pala que encuentras tirada en el suelo y devuelves el montículo de tierra hasta que los pierdes de vista.

Al cabo de horas retornas a la casa y ves la parte restante de la paga sobre la mesa. Miras uno a uno los billetes enrollados y piensas en dejarlos allí; pero recuerdas que el viejo estaba solo, así que decides empuñar los billetes y pasas caminando la cancela cuesta abajo.

LOS PALOS Y EL
ALTILLO DE LA CASA

Juliana Enciso

Barranquilla, Atlántico

Taller Brurráfalos

 

Esta casa es grande y no hay nadie que venga a ayudarme. El último que aguantó fue Goyo y ese también se fue. Las tías, las empleadas y la tonta de mi hermana. Todos con el tema de irse y solo una visitica en estos años para Leila. Además, mi sobrina con su bendito embeleco cada semana.

Esta casa con sus trinitarias fue la herencia de mis dos tías, mujeres duras como bongas de trescientos años. Fue la primera de dos plantas en el pueblo. Dicen que por sus columnas y el balcón que daba hacia la calle principal fue la casa más bella de todo el departamento. Mis tías contaban cómo se levantó a punta de envíos que llegaban cada nueve meses por barco a la bahía y encargos del interior traídos por burro y ferri. Los mosaicos importados de Andalucía, las materas de mármol en la entrada, las rejas de hierro colado diseñadas en Donostia y copiadas por los herreros de aquí, hasta las maticas de jazmín traídas desde Santa Lucía. “¡Que no se diga que nuestra sangre no fue nacida para permanecer!”, decían mis tías Prudencia y Juana Bautista, cuando relataban la construcción de la casa cimentada al menos sesenta años antes de sus nacimientos. “Pobre papá, se lo llevaron las deudas y los liberales que nos dejaron sin negros para la hacienda. Pero eso no importa, mi niña bella”, decía mi tía Juana Bautista, “no importa cuántos negros, cachacos y hasta indios vengan a intentar prosperar en estas tierras. No hay dinero, pero lo que hay en esta casa es color”. Decía tía Prudencia, orgullosa de nuestra piel rojiza, colocándose el índice debajo de sus ojos verdes con la mano derecha y espantándose el jején con un abanico en la izquierda. Yo las miraba y me iba al cuarto a traerles el Menticol para que se refrescaran las piernas llenas de ronchas y venitas púrpura. Fascinada con el hecho de que nuestra sangre era especial, que nuestro suelo era sagrado, intocable y diferente, hacía todo lo posible para que continuaran el relato de la construcción de nuestra fortaleza. Hasta les ponía la cabeza. Mis tías escasamente me miraban cuando me sentaba en el banquito frente a sus rodillas abiertas y tiraban mi cabeza de un lado al otro, una cinta blanca, una roja, la mano de la tía Juana en la raíz, los dedos de la tía Prudencia amarrándome las trenzas. Nos quedaban el linaje, las baldosas, las tejas de barro, las columnas, el relato de cada una de las materas y de los árboles de esta casa. Con eso me contentaba.

Chena era más escéptica. “Eso es puro embuste, Lei. Ellas nacieron tan jodidas como nosotras”. Decía sorbiendo la pepa de mango, sucia, con la boca, la camiseta y los dedos enmelocotados limpiándose las manos con las paredes de la casa. “Eso de la fortuna es puro cuento y, si hubo una, fue hace mucho mucho tiempo”. A mi hermana le gustaba ponerse chorcitos, trepar los palos del patio de la casa y andar por ahí con las rodillas raspadas como un muchachito. Yo no le creía a Chena, y, todavía, al sol de hoy pongo en entredicho su lengua. Hay vainas, contrario a lo que piensa mi hermana, que quedan. No cualquiera creció con un piano en la casa y alguien como mi tía Prudencia que supiera tocar valses y piezas muy clásicas. No todo el mundo tenía a unas tías educadas por una institutriz criada en Bélgica y que pudieran leer el francés, cuando aquí escasamente la gente podía leer los anuncios de la publicidad de los cigarrillos. Teníamos empleadas: Flor, que se encargaba de la cocina, y Auxiliadora, de la limpieza de la casa. Me acuerdo yo de mi tía Juana, que en paz descanse, bordando sentada junto a la ventana manteles, la ropa de los ajuares de las recién casadas, los pañuelos con monogramas de los señores. A mi hermana se le olvidan esas cosas. Nosotras no nacimos como cualquier venido más a esta tierra.

Alguien tenía que quedarse. Mi sobrina ahora con semejante aspaviento dice que este no es un lugar para mí. “Venga acá, tía, ¿y usted por qué no acepta las ofertas por el lote? Ese terreno es enorme y con todo lo que están construyendo allá le pagarían muy bien”. Lo dice con la voz tiesa por el teléfono la caraja esa. “Tía, podría comprarse un apartamento por la Quinta o por la bahía que no estaría lejos de la casa”. Tamaña insolencia. Aparte de que no se digna a venir, se atreve a llamarme cada semana con lo mismo. “Tíia, ¿y qué pasó al fin con el hueco enorme ese que tiene en el techo? Tíiia, ¿ya cortó el palo de mango que se llevó prácticamente todo lo que era el cuarto de la tía Chena? Tíiiia, me han estado llamando los vecinos: que huele a mierda el patio y que eso parece una jungla, ¿recibió la plata que le mandé para que le corten esos palos y le limpien el patio?”. Ella cree que así puede desde la distancia dar órdenes, la pelaíta esa. ¡Cómo si se fuera a ensuciar viniendo acá!

No todos pueden irse así no más. Alguien tiene que cuidar el cuerpo de nuestros orígenes. Esos palos, ahí donde los ven, dan los mangos más dulces del pueblo. El mejor mango chancleta para las pastas que venden las Goenaga viene de este patio, y mi sobrina con el cuento de que los corte. Además, de qué vamos a vivir si no hay mangos. El hambre es para los cobardes le digo yo a ella. Que deje de jorobar, se lo repito cada vez que me llama y viene con su vaina de que debo vender la casa. Yo no me voy a morir sola. “Esas barandas del altillo son un peligro, tíiia. Que no sea que un día de estos la encuentren y que los vecinos la descubran por el olor, tirada por ahí”. Me dice cada vez que puede. Yo allá no subo. Pendeja no soy. Locuras que se le ocurren a la sobrina.

Goyo en los últimos años me ayudó con eso. Par tablas en la escalera, cemento para que los rieles no se cayeran y quebraran más el mosaico rojo, blanco y negro del recibidor, hasta que el muy cobarde, un día pálido como una camita de lienzo, agarró su herramienta y salió despavorido del altillo. Pero eso no importa, aquí nos las arreglamos. Todos los días me levanto muy temprano, barro, pongo en un balde los pedazos de mosaico, de las tejas que se desportillan, y trapeo la terraza, para que no digan que la limpieza falta en esta casa. Sí, ya las trinitarias no son las mismas, ramas gruesas abrazadas a las columnas que el sol también ha derrotado. Y sí, se puede ver el hierro de la estructura del frente, no voy a decir mentiras. Es como verle los huesos a la casa salir más allá del cemento, pero independiente de lo que digan, sigue siendo nuestra.

La vida es aquí adentro. Con el tambor de bordar en la mano la tía Juana Bautista me miraba y me decía: “La riqueza es de los que tenemos tiempo. Los cachacos, los recién llegados son otra cosa. Vienen aquí con sus negocios, abren tiendas, sus casetas de turismo con cerveza y ruido”. Todavía me acuerdo mientras sacaba la aguja al otro lado de la tela tensa y lo repetía sin perder la concentración en el patrón. “Se vienen aquí con la suegra, el perro y sus chancletas de caucho con medias negras. Abren su tienda, y por lo que me dice Auxiliadora, cuando uno apenas entra, se puede ver por la cortina, detrás de la nevera, el televisor y el poco de chécheres sobre el piso rojo de cemento. El cuarto con niños en calzones, barrigones, amarillos, y las latas de atún debajo de la cama. Comiendo en platos plásticos frente al televisor, sentados en mecedoras de hierro e hilo plástico. Y a eso le llaman progreso. Eso no es vida, mi niña”, me lo repetía como si fuera un salmo, cortando con los dientes el hilo y mirándome sobre las gafas. “Nosotras somos, no sé, más cerreras. No nacimos para servir, acuérdate, ni para atender a los gringos con sus vainas raras. Vienen aquí, con sus morrales y su olor a chivo y creen que nos pueden tratar acá como se les da la gana. Afortunadamente, en esta casa nunca hemos tenido que trabajar, porque somos gente”. ¡Ayy mi tía, mujer sabia! Nunca me olvido de sus palabras. Las tejas se siguen cayendo como nísperos picoteados en el patio, a veces en la cocina, otras veces en la sala principal. Nuestra riqueza está en pertenecer a algo más viejo que este pueblo. A lo que vive en cada muro, en cada respiro de esta casa. Mañana y tarde recojo los fragmentos en potes de pintura. Pieza por pieza, de aquí no se bota nada. Uña por uña, cabellos, cartílago, eso es lo que es una pared, un pedazo de ladrillo descascarado para ese cuerpo donde vivimos. No me interesa lo que diga la sobrina, igual de torcida que mi hermana.

Mi hermana. Prepotente y boquisucia desde pelada. Me acuerdo que me decía: “Tu sí que dale con esa vaina de que somos del abolengo y la sangre asturiana”. “Ajá ¿y a quién carajo le importa que el apellido tenga más de trescientos cincuenta años? Échee, listo Lei y, si lo somos, ¿esto te va a comprar sandalias nuevas? Porque hasta da pena salir con estas vainas cuarteadas a jugar por la calle, y si me van a dar una pela, que me la den cuando regrese del sancochito de las Daza Durán”. Me gritaba con esa lengua larga, que sí tenía, calzándose las chancletas para huir. Yo me hacía la sorda sentada al lado de la tía Juana, pendiente de lo que necesitara mientras bordaba. Uno debe guardar la compostura y el decoro como nos enseñaron. Pero ella se iba por ahí como una aventurera, cogiendo sol, morocha como una galleta, a llenarse la cabeza de las habladurías del pueblo. Terminó el bachillerato y se fue a la ciudad. Cuando regresó vino dizque a dictar clases de inglés a domicilio, ¡semejante vulgaridad! Hasta que se largó otra vez con un gringo a vivir en concubinato a Panamá. Pero el perro arrepentido siempre vuelve…

Eso sí no le dije nunca a la sobrina. Hace ya un tiempo Chena vino. “Lei, tú no tienes que vivir así. Mira ese chiquero de tejas en la esquina. Es verdad, esto parece una selva, mira estos muebles y la hediondez”. Me lo decía mirando la casa del techo hasta el piso. “Con razón los vecinos tienen a la pelá seca con mensajes para que te saquen de aquí, ¿y ese pocotón de pepas de mango en tu cuarto? Ay, Lei, esa bata llena de manchones amarillos. ¿Y la plata que te he estado girando? El mes anterior te mandé unas telas, ¿sí te llegaron?”. Yo no vivo de la caridad, y menos que voy a recibir plata de una vagabunda como ella. Dizque profesora de inglés. Puta que es. “Chena, deja así”, le respondí. “No le pongas tanto color a la vaina. Estás igualita que la sobrina. Más bien hablemos de lo que las dos compartimos. Anda. Ve pa que te lleves al menos unas fotos de la familia”. Le insistí para que fuera al altillo por los álbumes. “Tú siempre has sido la más atlética de las dos”. La muy pendeja subió como un resorte, sonriéndome como si fuéramos las más unidas. Me quedé calladita, sentada en la mesa de la cocina para escuchar con cuidado. El polvo se desprendía del techo, los palos de la estructura flexible se arqueaban como las costillas de un torso que engulle mientras ella pasaba de un lado al otro moviendo baúles viejos, el bolo de la araña de cristal bamboleándose de un lado a otro. De pronto cesó la lluviecita de cal sobre la estufa y podía ver el vientre hinchado, contento, del altillo. Me preparé un cafecito y me senté en la mesa de la cocina a esperar a que la casa la escupiera.

Me voy al fondo, tipo cinco o seis de la mañana, cuando aparece el sol, y le pongo mangos con tejas molidas para que coma. Debajo del palo de caimito, me le acerco, la acaricio cantándole una de las canciones que tocaba mi tía Prudencia y le echo agua con la manguera para limpiarla. Ya no habla mucho Chena, pero nunca le dejan de crecer el pelo y las uñas. A veces ensucia, pero para eso están los gallinazos. Si tuviera perros les daría panela para que le ladraran toda la tarde… y mi sobrina con su embeleco de que me tengo que ir de la casa.

ATRAPASUEÑOS

Juliana Navarrete

Arauca, Arauca

Taller La Palabra del Mudo

 

Te busco, perdida entre sueños, el viento te ha llevado como un pañuelo viejo […] Y no hago más que rebuscar paisajes conocidos, en lugares tan extraños…[1]

Yo recuerdo sus ojos. ¿Verdes o azules? Ambos. Incrustados en su cara de indio con nariz aguileña y párpados caídos. Esa cara, que por algún motivo azaroso había resultado blanca y con pequeños rizos color pasto quemado.

Qué agradable… No, no era esa la palabra. ¿Qué familiar? Tampoco. Qué cálido. Qué sensación de estar en casa, en nuestra casa, la de siempre. ¡Qué eterno se había sentido ese abrazo! Recostados el uno en el hombro del otro mirábamos desangrar el cielo, oscurecía lentamente. Temblábamos, y no era de frío sino de nervios. Los deseos negados estaban solo a una mejilla de distancia. De atreverse a voltear al mismo tiempo. No lo hicimos. Ahogué las ansias en palabras e historias viejas.

Me aplasté contra su pecho y ya no sabía dónde comenzaba su pie o mi codo, cerré los ojos intentando acompasar la respiración y los latidos… Su corazón sonaba cada vez más bajo, confundiéndose con la canción, mal sintonizada, que de fondo sonaba en un radio de pilas:

Morenita, sabes que te quiero, será por eso que me desprecias…

No era desprecio. Siempre fue miedo y estupidez.

¡No puedo respirar! Me separo en una bocanada de aire y giro para encontrarte, pero solo me encuentro con un humor vítreo, pegajoso y transparente. Te has desvanecido. Al fondo tu foto con sonrisa de dieciséis, adolescente. Entonces salto con urgencia, de manera casi acrobática, y empiezo a correr, la sensación de tragedia cerca va mordiéndome las coyunturas.

Mírame, mírame, quiéreme, quiéreme, bésame, morenita. Que me estoy muriendo, por esa boquita.[2]

La oscuridad nocturna, la calle, el anillo vial, las luces reflejadas en la acera mojada, los ruidos de los buses en horario pico, las tristezas de un amigo borracho, el paso del tiempo que ha hecho que todo nos valga mierda, los brillos de colores en los bares de la calle 45, las aventuras de pequeños hijos de papi y mami en sus treinta. ¿Dónde? ¡Carajo! ¿Por dónde putas empiezo?

Tic-tac.

Mirábamos de pie, por la ventana al sol, al cielo, las nubes y a dios. Sabía yo creer el cuento sin razón, al hada, la bruja y a vos. Dime ¿quién me lo robó?[3]

Y creo encontrarte en esos dos adolescentes que cantan Sui Generis bajo un árbol, como el gran descubrimiento de sus primeras rebeldías, con la maleta apestando a almuerzo recalentado y jugo de tomate de árbol. No. Se fueron al verme acercarme de manera tan poco disimulada.

Sigo corriendo. ¿En el techo de ese edificio, tirando piedras a los charcos? En un flaco en calzones en una marcha que mira fijamente a su compañera, la que se quitó la blusa y se la puso en la cabeza para que la mamá no la reconociera, por si salía en las noticias. La libertad de la desnudez pública bajo la lluvia. La tapa de los periódicos con tus nalgas en contra de algo que ya no recuerdo.

¡Huye, compa, huye! Que tu huella andan buscando.[4]

Que la policía nos está pisteando. A esconderse detrás de los árboles. Los gases y las aturdidoras explotando a lado y lado, al piso para escapar de las vomitivas. “No tosa, aunque sienta que se ahoga, es peor. ¡Vinagre! ¡Vinagre por acá! Tranquilo, no se me desespere”. La mirada verde y cómplice bajo la camiseta, rompiendo piedra, respirando democracia, lanzando el corazón contra la tanqueta. Una mano conocida que me jala. No fue la tuya…

Y todo porque ¡¿Quién es usted?! ¡SOY ESTUDIANTE! Y

quiero estudiar para cambiar la sociedad…[5]

Coger un bus a medianoche rumbo a la casa, después de mil vueltas bailando salsa, antes de que cierren el Transmilenio y nos toque devolvernos a pie. ¿Pero a cuál casa? Preguntas a lo lejos.

No tengo prisa, no hay a donde llegar.[6]

Nada te importa en la ciudad si nadie espera.[7]

Tic-tac, tic-tac. Y yo agarro el bus siguiente, esperando atraparte, verte y que me veas, no lo logro. Ni en esta ciudad que te traga vivo, que te echa ácido en las heridas, ni en los viajes con amigos, ni en los tragos baratos con pitillos, ni en las bicis rotas y sin frenos, ni bajo las espuelas de gallito de pelea (que todos creían que era fiero y solo escondían un niño con corazón de poeta), ni en el olor a peche pegado en la piel y en el cabello. Todo da vueltas y más vueltas.

Una noche donde las ganas se quedaron agazapadas tras la firmeza de ser “compañeros”, de no querer matarnos más, y que alimentaran las calenturas el resto de nuestras vidas en todas las camas. Porque ¿de qué callada manera se me acercó usted sonriendo? ¿Quién le dijo que yo era risa siempre nunca llanto? ¡No soy tanto![8] Mantenernos firmes aun a costa de nosotros mismos. Vueltas. Tic-tac. Más vueltas. Tic-tac, tic-tac. Bailar en una plaza, cantar borracha desde tus hombros, ser mi novio por si acaso para evitar pretendientes indeseados, los secretos que no debería saber por mi propio bien, un beso de despedida, por si no te vuelvo a ver.

—¡Olvídame! Te desafío —me encontré gritando nuevamente en una clase de Introducción a las Ciencias Sociales, en el edificio viejo de Economía.

No exponía mi tema. Me quería zafar de la culpa, de usted (y nadie más que usted), es el culpable de todas mis angustias y todos mis quebrantos. Usted llenó mi vida de dulces inquietudes y amargos desencantos.[9] De ver sus ojos tristes. Solo porque una niña tonta que se creía indestructible no fue capaz de demostrar que en verdad lo quería, y ese día bajo el árbol dijo:

—¿Sabe qué, parce? Me aburrí. —Y me fui, sin decir más. Tic-tac Tic-tac Tic-tac. She talks to the rainbows, she doesn’t talk to me.[10]

¡Sus ojos tristes! ¡Eso era! Me acerco más y más, ante la inmovilidad del profe y los amigos de siempre, y abro la cuenca de sus ojos con los dedos, y los de la otra mano los meto profundo en el globo ya desorbitado, y saco la pupila, la miro a contraluz como negativo de fotografía a ver si en el fondo azul logro ver así sea una señal, una bengala, que me deje saber que estás, que sigues vivo en algún lugar cualquiera. Que los veintisiete no te han matado.

Tic-tac Tic-tac Tic-tac Tic-tac.

Te encontraron. En la calle, cerca de nuestra casa, tan cerca. Llevabas varios días durmiendo a la intemperie. Voy a tu encuentro, en un mar de llanto. Te abrazo y beso las mejillas, el cuello… Pero te desvaneces, los ojos idos.

¡No, parcero! No se me vaya, aquí se queda parcero, dentro de mi alma.[11] ¡No cierre los ojos! Respire, respire. Grito de rodillas, mientras sujeto el cuerpo desgonzado. ¡Tic-tac Tic-tac Tic-tac Tic-tac Tic-tac Tic-tac!

Suena la alarma del despertador.

Abro los ojos en una bocanada de aire que me impulsa de manera casi acrobática, en la cama solo queda algo parecido a un azulado humor vítreo. ¿Esta es la humedad de la que cantaba Pablo?

Corro por el café de la mañana. Un minuto más tarde a la oficina.

Esta noche espero encontrarte, ya apagué la alarma.

 

[1] Celia Cruz, Te busco, 1994.

[2] Garzón y Collazos, Pedro Dalmar, Bésame morenita, 1950.

[3] Sui Generis, Dime ¿quién me lo robó?, 1972.

[4] Lira libertaria, Huye compa, 2018.

[5] Arengas de las marchas estudiantiles.

[6] Fito Páez, Tráfico por Katmandú, 1992.

[7] Fito Páez, Pétalo de sal, 1992.

[8] Pablo Milanés, Nicolás Guillén, Canción, 1985.

[9] Los Panchos, Usted.

[10] The Ramones, She Talks to the Rainbows, 1995.

[11] Pasajeros, Parcero, 1991.

EL CANTO DE LA LECHUZA

Luis Alberto Niño Alarcón

Chía, Cundinamarca

Taller La Tinaja

 

Todo se veía diferente a los potreros verdes en los que corríamos de día. Esa noche todo daba miedo. Los ruidos del río hacían sentir como si la tierra estuviera hambrienta y nos fuera a tragar en cualquier momento. Parecía que las pocas estrellas se iban a caer, los montes se nos fueran a venir encima y el campo se hundiera a cada paso.

—Es raro que la abuela nos deje salir de noche —le dije a mi primo Fercho.

—No diga pendejadas. Lo que es raro es que haya sido ella la que nos mandó a meternos en el pajar —contestó mientras giraba la cabeza tratando de atisbar todo alrededor. Algunas gotas de sudor caían de su frente.

Tal vez Fercho, por ser el más grande, sentía que era el encargado de mantener la calma y evitar que mi hermana y yo nos asustáramos más de lo que ya estábamos.

—¿Será por lo de la lechuza? Esta es la tercera noche —dijo Rosarito.

—Mírela, ahí está otra vez, parada en el duraznero —Fercho la señaló haciendo un pico con la boca.

—Quédense quietos —murmuré—. ¿No ven que hoy no ha cantado? De pronto si no canta no se muere nadie. Acuérdense de que la tía Cecilia dice que detrás de la lechuza vuela la muerte.

—La abuela dice que esas son puras bobadas. Que no hay que temer a espíritus ni agüeros, que a los que hay que temerles es a los vivos, que esos sí son peligrosos —recordó Fercho mientras miraba la cara pálida de mi hermanita.

Nos quedamos callados mientras vigilábamos a la lechuza en el duraznero y al fondo, la casa. Nos estábamos durmiendo cuando llegaron tres monteros repletos de hombres. Parecían militares, pero tenían unas letras amarillas grandes en la espalda. El jefe, el que según el abuelo se creía el dueño del pueblo, tenía un brazalete con los colores de la bandera de Colombia en el hombro derecho. Lo reconocí porque había estado allí hacía apenas un par de noches, cuando escuchamos por primera vez a la lechuza. Esa misma noche la abuela se había quedado llorando y rezando con mis tías. El abuelo, mi papá y mis tíos discutieron hasta bien entrada la madrugada sobre si irnos todos y dejar la tierra que habían trabajado toda la vida, o si negociar con los hombres pa que nos dejaran quedar.

Al día siguiente, en la mañana, vimos cómo en la finca del lado estaban arrasando los cultivos y a lo lejos había muchas vacas, tantas como no habíamos visto en nuestras vidas.

—Todo ese ganado no cabe ahí, nos va a tocar traernos unas pa’cá —dijo Fercho.

Yo lo miré incrédulo porque siempre escuché decir que las vacas eran caras y los toros ni se diga. No teníamos plata pa comprar una. ¿De dónde íbamos a sacar pa comprar varias?

Ese día algunos tíos y primos se fueron pa’l pueblo vecino a buscar pa dónde irnos tan pronto se pudieran vender las últimas cosechas, si es que no se lograba hacer trato con los señores que parecían militares.

En la noche otra vez escuchamos a la lechuza. Era la segunda noche. Mi primo, mi hermana y yo corrimos pa’l ventanal de atrás. La vimos sobrevolar bajito. Nos pareció hasta bonita. Su pecho blanco, su cara en forma de corazón, sus alas pardas.

Fue entonces cuando la tía Ceci nos jaló del brazo a Fercho y a mí, y detrás se vino Rosarito. Nos contó que era ave de mal agüero, que su canto llamaba a la muerte. Y que la muerte llegaba a la tercera noche. Se me pararon los pelos. La noche se me hizo pesada, pensando en que la siguiente era la tercera, la vencida.

Y hasta que por fin amaneció, una madrugada muy fría de esas que queman las matas. A Fercho y a mí nos pareció raro que nadie hubiera ido a revisar los cultivos de lechuga y repollo. El día pasó más bien como pasmado, hasta cuando la tía Ceci contestó el teléfono. Que los que se fueron, dijo, no encontraron quién les fiara una vivienda hasta que no estuviera la plata de las cosechas. Entonces que tuvieron que acampar en el potrero de un conocido. Todos, todos. Hombres, mujeres y niños durmiendo a cielo abierto. Ante las malas nuevas todos los adultos, los abuelos, mis padres y la tía Ceci quedaron cariacontecidos.

Afuera, el ganado ya se empujaba contra la cerca que rodeaba nuestro terreno. Algunas reses empezaban a comerse lo que quedaba de nuestros cultivos metiendo la cabeza por entre el alambrado.

Y llegó la noche y la abuela nos mandó a recostarnos aquí, en el pajar, que aprovecháramos que mañana no sabíamos, eso sí, nos hizo poner las ruanas. Ahí salimos corriendo, y entre la noche lúgubre lo único que resaltaba era el pecho y la cara blanca de la lechuza. A un rato parecía mirarnos fijo y al otro giraba toda la cabeza como vigilando la casa. De pronto, fue cuando llegaron los carrados de hombres armados y entraron en el rancho.

Cada vez más hundidos en el pajar, empezamos a oír que los hombres alegaban en la casa. Rosarito y yo miramos a Fercho.

—El abuelo cree que el que habla más duro gana en los negocios.

—Ojalá el abuelo los convenza, no me quiero ir de acá. Y tal vez podamos convencer a la tía Ceci de que la lechuza es buena y hasta nos la podamos quedar —dije.

—Podemos ayudarle a cazar ratones —dijo Rosarito.

—Ojalá el abuelo lo logre. —Fercho nos pasó los brazos por las espaldas—. Yo tampoco quisiera irme nunca de estos lados.

Los gritos de la abuela, la tía Ceci y mi madre nos interrumpieron.

—Las mujeres son muy escandalosas. Por eso no sirven pa hacer negocios, eso dice el abuelo —afirmó Fercho.

En eso tronaron los disparos. Cerramos los ojos y nos enterramos entre aquellos tallos secos. La lechuza alzó vuelo entonando su canto, un canto que sonó a lamento.

EL HOMBRE GLOBO

Luisa Fernanda Gómez Lozano

Cali, Valle del Cauca

Club de Escritura Creativa Altazor

 

El tío se iba inflando. Las piernas gruesas, medio amoratadas, como de muerto de varios días. Su cara ahora hinchada, los cachetes de pez globo con tez camaronesca, el cuello de toro viejo, con la piel entre templada y descolgada por zonas. Nunca fue muy esbelto; dejaba ver su quietud en las carnes que alcanzaban a escurrirse por sobre el pantalón; eran visibles las horas de ejercicio oftálmico en los maratones de series, que dejaban la acumulación de grasa en las nalgas cada vez más cuadradas y la cintura del pantalón siempre más escurrida. El tío parecía tener mucho peso; no sospechábamos que terminaría como un globo de cuero.

Era el tipo más aburrido que conocía. Desde que éramos niños lo recuerdo sentado en algún sillón, rara vez de pie. Siempre de pocas palabras; solo preocupado por la comida: la boca para que las cosas entraran, poco parecía salir por allí. Era un personaje inofensivo, casi inexistente. Era una especie de fantasma que en ocasiones asustaba; por eso en la habitación en que estaba ante la tele entrábamos sin hacer ruido, que no saliera de su letargo y volviera a la vida. El tipo me caía bien. Pero de lejos. Algo me impedía acercarme; tal vez el miedo a su silencio de dios o de monstruo durmiente.

La familia entera se reunía en su casa una o dos veces al año. Los cuatro hijos de la tía Mari y los tres del tío Ramón, que siendo los anfitriones eran de lo más corteses, no peleaban con nosotros y participaban de buena gana en cuanto juego se nos ocurriera a la prima Olga y a mí, que éramos los más aventajados. También estaban las dos hijas de la tía Tere que —siendo honestos— no contaban mucho porque eran calladitas, quietecitas, y se salían a la primera ponchada con la pelota de cuero con la que nos azotábamos en el parque. Cuando dejábamos las escondidas, los ponchados, el tarro ya estropeado de tanta patada, cuando nos llamaban a comer, la escena era siempre igual: los adultos en la sala, en número impar; en algún momento de la tarde el tío se había ido, sin decir mucho, a su habitación y los había dejado a todos con Lalita, su mujer, en la visita. Yo pasaba por la habitación en la que él se encontraba, me asomaba por la rendija de la puerta entreabierta, apenas una ojeada como debe hacerse con las tortas que están en el horno, “si te quedas viéndolas, se desinflan”, decía la abuela.

El tío siempre estaba en otro mundo, queriendo poner distancia con todos nosotros; tal vez habitaba ya otra casa, un panteón o una gruta, de pronto vivía en el mismísimo cielo o en las profundidades oceánicas, en todo caso, parecía estar en un lugar menos ordinario. Mientras en nuestra familia y en la de los otros primos nos turnábamos los problemas económicos: que este se quedó sin trabajo, que al otro el negocio en esta época del año no le funciona bien, que arrendemos este depa porque la casa en que estamos ya es muy costosa; de la familia del tío Ramón nunca sabíamos nada. Era la estabilidad, el monumento a lo inamovible, a la quietud… a la seguridad. Él mismo, su cuerpo pesado que no cambiaba año tras año, siempre viejo y siempre joven, era la escultura que hacía pensar en esa especie de sostén que supone el hierro, que todo lo aguanta, que no afloja, que no se derrumbará nunca. Papá hablaba de él como de una especie de semidiós difícil de cuestionar; el tío no era hosco, era reservado, es que leía mucho, un tipo culto; el tío no era aburrido, es que nosotros éramos ramplones, poco educados; el tío no era grosero al abandonar la visita, era considerado porque estando cansado nos permitía quedarnos. Lo contemplábamos como a un zepelín que cruzaba, allá lejos, nuestro cielo y nos hacía pensar en grandes hazañas; nadie se preguntaba por el gas que lo sostenía, ni por lo que sucedería si llegaran a haber excesos de aire o una corriente demasiado fuerte.

Nacho, el primogénito del tío, y yo teníamos casi la misma edad. Sobre mí recaía la comparación con él, que aparentemente era un tipazo; de su madre en adelante, todos hablaban de lo juicioso que era, lo caballeroso, lo calladito, que era estudioso y para completar bonito. Yo en cambio sabía la verdad de su hermosura: sus ojos azules y sus labios rojos hipnotizaban a cualquiera hasta hacerlo olvidar la soberbia con que sonreía, la boca torcida con que miraba de arriba abajo a sus hermanas y las rodillas gastadas de tanto hincarse ante su padre. En medio de los juegos, me quedaba viéndolo, a él y a sus hermanas que eran diferentes a todos nosotros. Ellos blancos, con las venitas visibles en los cachetes y en las piernas; nosotros más bien morenitos, o blancos un poco, no llegábamos a transparentes. La mamá de Nacho era rubia, eso hacía la diferencia. “Tiene que ser blanca”, cuenta papá que decía el tío desde muy joven, siempre mirando al infinito, atado al otro mundo; “yo quiero que mis hijos sean blancos, los quiero monos”, contaba que terminaba diciendo el tío, tal vez buscando que tras la leche se ocultara lo oscuro de la sangre.

Y con esto, papá nos hacía ver que don Ramón había conseguido todo lo que quería: como un dios que todo lo hace bien, había cumplido su sueño y el séptimo día se echaba siempre a descansar. Los otros tres hermanos, en cambio, al lado del tío, parecían desordenados, torpes, medio brutos algunos que andaban de fiestas, con parejas que se echaban vainas en público e hijos medio morenitos, mesticitos todos, algunos que perdían años en el cole y que, más tarde, se casarían para separarse. Ellos, en cambio, la familia del tío Ramón, siempre igual, siempre sonriendo, siempre marchando, con los cuerpos alargándose y la vida estática, con las pieles estirándose y la sangre guardando la compostura. Nadie sabía lo que se cocinaba dentro, nadie sospechaba el fuego que en algún sitio estaba haciendo crecer ese tremendo bizcocho.

Solo una vez vi una mirada diferente en los ojos del tío. Yo tendría seis años, máximo siete. Por esos días, cuando nos reuníamos los primos, yo me iba con Nacho y con Pati, su hermana menor, nos encerrábamos en alguna habitación o en el baño del segundo piso de la casa de la abuela, nos bajábamos los calzones y nos quedábamos viéndonos la entrepierna. El juego lo había propuesto yo, algo tonto, una especie de pacto para exploradores: “Tú me muestras tu pipí y yo te muestro el mío”, le dije a Nacho, que lo pensó poco para decir que sí. Pati, que nunca nos dejaba solos, nos perseguía impidiendo la transacción voyeur que buscábamos, así que le pregunté si quería participar y, más ávida aun que el hermano, decidió hacer parte de la faena.

Fue un par de veces. Nos escapábamos cuando los adultos y los primos mayores estaban distraídos. Nos encerrábamos y, con solo mirarnos, nos dejábamos caer los pantalones hasta la rodilla, nos bajábamos los calzoncillos por debajo del pirulo y lo estirábamos con la mano para dejar ver al otro lo que quisiera. Pati hacía lo suyo abriéndose ese rincón del cuerpo al que nos dejaba acercar casi hasta besarla. Una semana después de la última vez que lo hicimos, mi madre se sentó conmigo, me explicó lo que ya sabía, que el cuerpo de los otros no se toca, que mi cuerpo tampoco lo deben tocar otros, que cómo es posible que encerraste a tus primos y les hiciste bajar los pantalones.

Lo negué. “Yo no ‘les hice’…”.

Y mi madre terminó soltando el nombre: fue Pati, ella se lo dijo a Lalita y Nacho no lo negó. Los perdoné fácil; siempre he entendido que las acciones cometidas bajo presión de vida o muerte tienen otra tinta. Pero al siguiente encuentro, el tío me miró, esa fue la diferencia: me miró. Puso sus ojos negros sobre mi cuerpo pequeño, los movió con insistencia hasta encontrarse con mi mirada y se clavó ahí, en mi pupila, en el centro de mi culpa. Ahora él sabía que teníamos cuerpo, que la picazón del sexo nos inflamaba por dentro. Terminé por bajar los párpados hasta dejar la imagen como un lodazal en el suelo. Fue suficiente para aumentar otro metro en la distancia que ya guardaba hacia ese cuerpo bloque que era el hermano mayor de papá.

Los años pasaron y las visitas disminuyeron. Los primos fuimos haciendo casas aparte, a los ramones cada vez los vimos menos. En los encuentros con la tía Mari salían noticias de ellos, que Pati se casó, que Lula también y tuvo dos hijos, que Nacho está que hace plata. Y el tío y su esposa… “Igualitos”, decía cualquiera que hubiese sabido algo.

En alguna ocasión, durante esos años, me enteré de que había llamado a mi madre para decirle que dejara a mi padre, que ya llevaba mucho sin trabajo y mamá no tenía por qué responder por él, que eso no era lo que les había enseñado el abuelo. Ella hizo caso omiso a las palabras del tío. “Si yo no me meto en su vida, que en la mía no se meta”, cerró diciendo mamá después de contarme la llamada.

Tuvo su época de cortar el silencio para lanzar juicios sobre las familias ajenas. Otro día llamó a la tía Mari para regañarla por la forma en que criaba a sus hijos. La tía Mari le dio la razón, y luego nos dijo riendo: “A Ramoncito le está entrando la vejez. ¡Pobre hermano!”, mientras movía la cabeza de un lado a otro. Con la tía Tere nunca se metió, o ella nunca nos lo contó; era tan silenciosa como sus hijas y, como ellas, se retiraba del juego al menor golpe.

El desabrido tío Ramón; el ídolo de sus hermanos que siempre lo nombraron sabio. “Pero, hermana, lo que sí no podemos negar es que el tipo sabe hacer sus cosas”, decía papá a la tía, “cuándo lo hemos visto en un afán de plata, cuándo le han fallado los hijos”; y se contaban el abandono de la tercera carrera universitaria de mi primo Pedro, la separación de mi hermana Alegría y el segundo nieto que llegaba sin estar planeado en la familia de mi prima Sandra. De mi homosexualidad ni se hablaba, ese ya era cuento aparte y podía hacer reventar llagas.

Fue hace unos meses que Lalita llamó a papá para contarle que el tío estaba enfermo y no daban con la causa del mal, que sería mejor que fueran a verlo. Papá se angustió; la tía Mari se hizo la loca, como suele hacerlo desde hace años con todo lo que no quiere saber; y la tía Tere, que se había ido a vivir fuera con una de sus hijas, no respondió las llamadas.

Un par de días después papá me contó la visita. Estaba aterrado, triste, decepcionado.

—Está mal, Pipe; el tío está muy mal —me decía mirándose las manos cruzadas sobre la mesa—. Ahora sí que no habla, lo vieras. Deberías venir conmigo a visitarlo; acompáñame, hombre, que tu hermana siempre anda ocupada.

Mi viejo es mi debilidad; fuimos al siguiente fin de semana.

Estaba Nacho, con las mismas manchas rojas en los cachetes y los ojos más azules por el contraste, y esa sonrisa que nunca se quita y que lo hace ver tan amigable. Cuando entré a la sala del apartamento vi al tío. Estaba de pie, frente al ventanal: la cabeza se veía pequeña, como a medio hacer, sobre ese cuerpo grande, entre cuadrado y redondo. La camisa pegada en la espalda, unas arrugas en la tela a la altura de la sobaquera, como si estuviera metido en unas dos tallas menos de las necesarias; el pantalón de dril recogido en la entrepierna, también mostrando que le quedaba pequeño. Era la imagen de un monstruo, un ser humano que podía estar transformándose en gigante. Cuando se volteó para vernos, me encontré con la cara enrojecida y cachetona, con los ojos perdidos entre las ojeras y los párpados inflamados y lechosos. Sacó las manos de los bolsillos para levantar la derecha en tono de saludo y dejó al descubierto la carne roja con los dedos y las uñas amoratadas. Me asusté; la sangre parecía haberse detenido en todo su cuerpo, un viviente que se estaba pudriendo desde dentro. Se sentó sin decir nada; apenas dejó ver una sonrisa que se desdibujó tan pronto como empezaron los saludos.

Me fui a la cocina con el primo y me lo contó todo. Hace seis meses, Lalita, la mujer del tío, empezó a sospechar que algo pasaba. El dinero de la pensión no llegaba al final del mes, siempre Nacho tenía que cubrir los gastos de los últimos diez días. Pensaron en un alzhéimer o en una demencia, algo que estaba haciendo que el tío malgastara el dinero, lo perdiera en las andadas que se daba cada mañana. Decidieron seguirlo y se encontraron con Ramón el perfecto, de gancho con una mujer más joven, un hombre que sonreía y se reía como nunca lo había hecho con ellos. Los vieron entrar a un cajero, sacar el dinero, que él le entregaba a ella casi sin contarlo. Ahí mismo, en plena calle, Lalita los tomó por sorpresa. Los enfrentó primero con mesura, con las manos temblando, más colorada la cara de lo que el tío la tenía ahora. Supieron entonces que el amantazgo llevaba treinta años, que no en pocas ocasiones había sido la amante la que había saldado las deudas de la familia.

El tío se vino abajo. Fue poco lo que dijo. Insistió en que quería a la otra, también a Lalita. Le dieron la opción de irse con la más joven y se rehusó a hacerlo. Terminaron por permitirle los mismos paseos diurnos que llevaba décadas haciendo.

Ese cuerpo que siempre había sido grande, empezó a hincharse más y más, a llenarse de nada. El silencio se fue fermentando y, como levadura de la mejor marca, ese amasijo de hombre se fue creciendo, inflando, enrojeciéndose y amoratándose, como un pez globo que reacciona ante la amenaza sacando el pico y llenándose de aire, anunciando el veneno que se le revolvía dentro. El último tirón del fuego lo dio la conversación del hijo con su amante. “Mi papá la necesita, nosotros no somos nadie para quitarle lo único que lo mantiene vivo”, me cuenta Nacho que le dijo a la vieja, después de acordar el pago de un dinero que se le debía.

Como a un perro de apartamento, venía la mujer a sacarlo a su paseo diario. Sin correa, la seguía a su lado, fiel, callado, sin adelantarse; y al final de la caminata recibía su premio: un beso en la mejilla mientras entraba de nuevo a su casa.

El tío reveló su esencia de globo, su interior de nada. La vida, que conservaba entre el amanecer y cada tarde, le iba haciendo combustión con la vergüenza, iba descubriendo el vacío que sostuvo su imagen. No decía; no pudo decir nada. Su cuerpo dejó a la vista la descomposición, la purulencia que se le fue gestando dentro. Después de ese día, papá lo visitó otro par de veces, siempre esperando que él mismo le contara algo, teniendo paciencia para decirle que ya estaba hecho, que no se castigara; el tío nunca dijo nada. Al contrario, siguió inflamándose, quemándose de a poco. Hasta que una mañana de marzo, Lalita, Nachito y las niñas lo vieron elevarse del suelo, dejar de ser globo gigante para volverse punto que se pierde en el firmamento. A la otra mujer, desde la esquina, haciendo visera con la mano, se le iban los ojos tratando de saber si al final brillaba o era un remedo de tela que se incendiaba en el aire, llevándose también las cenizas.

EL ECLIPSE

Luisa María López Mejía

Caldas, Manizales

Taller de Escritura Manizales

 

Todos los que conocen la hacienda Lusitania pueden observar desde arriba una casa como muchas de la zona, forma de L, paredes blancas, tejas de barro y puertas y ventanas rojas; solo que esta casa es diferente, no tiene vida, la cubre el polvo y la habita la desolación, ni siquiera los fantasmas la recorren; todos la llaman Rancho Largo y aunque no le temen esperan el día en que el abandono la destruya; los recolectores de café que todos los años la usaban para comer y dormir durante la cosecha, la miran con desprecio, prefieren ignorarla.

Sin embargo, la soledad no siempre vivió en Rancho Largo, por un tiempo el corredor se iluminó en las noches, el jardín daba vida a las más bellas flores, las cuerdas para secar la ropa se vestían de colores simulando cometas al viento y de la chimenea salía esa columna de humo que dibujan las cocinas cuando viven. Era la residencia de Javier y Eusebio García, dos hermanos que escogieron vivir solos, acompañándose uno al otro porque según ellos no necesitaban de una “vieja que les jodiera la vida”.

El trasteo, un sábado de enero, causó revuelo en la vereda; con los corotos, llegaron el perro, el gato, incluso algunas gallinas, todo lo que se necesita para montar un hogar, todo menos una mujer, y esto extrañó a los vecinos que no entendieron cómo dos hombres podían vivir solos y contentos.

Para Javier y Eusebio la vida era el trabajo en el campo, cultivar con orgullo el mejor café del mundo y regresar en las tardes a su casa tranquila donde los esperaba el fiel Bruno, que voleando la cola los perseguía sin parar. No necesitaban más, se sentían los consentidos de Dios.

Pero la rutina de estos dos hermanos alguna vez tendría que romperse y esto sucedió un día cuando, al regresar de la faena, descubrieron macetas con flores en las columnas del corredor, agua fresca en el bebedero del perro, croquetas en el plato del gato y, saliendo de la cocina, deliciosos aromas que les llenaron de agua la boca. Ambos se acercaron con sigilo, escuchando, pero sin ser escuchados, buscando a través de la ventana el origen de esos nuevos olores; no había nadie, solamente pudieron ver los exquisitos manjares que reposaban sobre la mesa, invitándolos a saciar el hambre después de su larga jornada.

La historia se repetía día tras día y volver a casa tenía un nuevo encanto, ya no era la paz de un hogar tranquilo, ahora los esperaban provocativos sabores y colores que alegraron sus vidas. Ellos, hombres sencillos y despreocupados, no se tomaron el trabajo de investigar, escogieron disfrutar a sus anchas el placer de una buena comida que como por arte de magia los esperaba todas las tardes; más de una vez ambos percibieron el movimiento coqueto de una falda de mujer en alguna esquina de la casa, pero callaron, si ella no quería ser vista, preferían no romper la magia.

De repente, Eusebio empezó a madrugar más para terminar la faena antes que sus compañeros, su rostro tenía un gesto diferente y a pesar de su pésimo oído para la música no paraba de canturrear melodías románticas.

Todos lo miraban con malicia y comentaban entre risas:

—Este tiene cara de enamorao, tanto afán no es pa irse a dormir.

Tenían razón, llegar a casa cuando aún la luz del día la iluminaba se convirtió para él en una urgencia; la falda que tantas veces vio de refilón tenía dueña, una deliciosa morena de ojos verdes que le enseñó a disfrutar del amor en las tardes y a soñar con caricias en las noches.

Su hermano lo encontraba sonriente y satisfecho al regresar a casa, pero nunca se preguntó por qué; tenía su mente en otros asuntos, ya no se acostaba con el sol, sino que permanecía despierto hasta entrada la noche; había conocido una sensación nueva, una sonrisa blanca lo esperaba, un cabello del color del café recién colado se enredaba en sus dedos, vivía un sueño que nunca imaginó. Su mirada comenzó a brillar y las risas maliciosas ya no eran provocadas únicamente por el menor de los García; los demás labriegos de la hacienda se preguntaban:

¿Qué se estará cocinando en esa casa que tiene a estos dos tan contentos?

Y es que mientras Eusebio amaba a plena tarde, Javier conoció el romance a la luz de la luna cuando su hermano dormía; esa mujer misteriosa que trajo nuevos colores y sabores a Rancho Largo salía de la penumbra cada noche y lo llenaba de caricias, le cambió la vida, le mostró el amor.

Rancho Largo brillaba más que nunca, los aromas de las flores y de las especias se confundieron en uno solo, las mascotas engordaron; las puertas y ventanas eran más rojas y los hermanos vivían las diferentes horas del día cada uno a su manera, disfrutaban sus secretos sin preguntar y sin tener que dar explicaciones; simplemente, el origen de la felicidad para ellos tenía horario y respetarlo era su acuerdo silencioso, nunca se dijeron nada, vivían el amor cada uno en su momento, ninguno fue testigo de los escarceos amorosos del otro ni hubo preguntas.

Transcurría el año 1998 y se anunció un eclipse de sol, ese fenómeno tan poco común en el que por un momento el día se convierte en noche, desorienta a los animales y asombra a los humanos.

Era 26 de febrero y Rancho Largo se sumergió en la oscuridad a la hora menos pensada, a todos los trabajadores de Lusitania los invadió la alegría frente a un fenómeno tan especial, a todos, menos a Javier y Eusebio que, gracias a esta noche inesperada, coincidieron de repente en el corredor de su casa con una hermosa morena de ojos verdes, sonrisa blanca y cabello castaño. Sus tiempos, hasta ese momento tan de ellos, se encontraron; ya no hubo sonrisas ni ojos brillantes, esta vez los trasteos fueron dos, cada uno con rumbo diferente, la casa perdió el color y la alegría, y a partir de ese momento empezó a vivir en ella la soledad.

ESPERANDO A MARIANA

Lupe Yovanna Montoya

Cali, Valle del Cauca

Taller Virtual de Cuento 2023

 

Este baño huele inmundo, se ve limpio, pero huele mal. Mariana dice que algo se murió acá y no lo encontraron jamás. Igual me trae, igual viene conmigo cuando empiezan las clases, cuando los maestros se distraen y el baño está solo. Hoy me pidió que viniera antes y buscara eso que se murió, eso que huele mal. Pero no, no voy a buscar. ¿Para qué buscar? Debería buscar porque Mariana quiere, pero no. Mejor me quedo quieta, para que no me vea Rubén. Él también viene a veces, también me trae con Mariana y hay días en que quiere que vengamos solos.

Rubén es largo como un tallarín y también es amarillo como un tallarín. Mariana no, ella es pequeña y flaca y huele a frutas, pero Rubén huele a algo agrio, a algo que se comería el animal muerto en el baño. Este baño es su lugar de trabajo, el de Rubén, Mariana solo viene para hacer lo que hacemos todos los que estudiamos acá y para estar conmigo, porque afuera del baño todos me siguen para pincharme la panza con los lápices y reírse de mi gordura, porque soy redondita, llena de llantas y amor, como dice mi mamá.

A veces vengo sola al baño, sin Mariana, y sin Rubén, porque lo que hago huele mal, huele a animal muerto, pero no como el animal muerto en el baño, sino a algo peor y mi mamá me dice que es porque me como todos los dulces que Mariana me regala, pero yo no soy capaz de decirle a Mariana que no, que me duele. Me busca temprano cuando los tableros se llenan de letras y fórmulas y los niños juegan a la guerra con todo lo que tienen a la mano. Nos encerramos y ella modela su jardinera azul y me muestra los colores de sus calzones antes de meterse la mano y sacar los dulces que me trae de todos los sabores: sandía, manzana, piña y chocolate, bombones de chocolate. Trae muchos y yo me pregunto cómo hace para que no se le caigan cuando camina.

Mariana no llega y el olor a animal muerto ya me sabe. Lo siento en la boca, lo saboreo como los dulces de Mariana, pero diferente: el olor tiene sabor, nadie me cree. Pero nadie me cree nada, porque parece que ser gordo y ser mentiroso es lo mismo, o bueno, creo que eso me dicen los niños cuando me pinchan y cantan que los gordos también mienten y que los ricos también lloran y otras cosas que no entiendo. Mariana se debe estar poniendo bonita, porque piensa que no sé, pero se pone brillo antes de venir al baño y se pone cremita para rulos y otras cosas que no sé porque las niñas no nos maquillamos, o bueno, eso dice mi mamá. Me está doliendo la panza y eso que todavía no me comí lo que trajo Mariana. Ojalá venga sola, ojalá no traiga a Rubén, porque cuando lo trae, nos acomodamos en el último baño y él se mete al del lado y se para en la taza y nos ve desde arriba con la cámara del celular. Ojalá no traiga la cámara, ojalá no venga hoy y Mariana me deje agarrar los dulces con mis propias manos y me bese las llantitas y los chuzones que tanto me duelen, aunque no me duelan más que cuando Rubén se baja de la taza y se mete a nuestro baño con la cámara apagada para explicarle a Mariana cómo sacar los dulces, cómo meterlos y cómo curarme con besos los dolores de panza.

CREPÚSCULO

Luz Adriana Suárez

Manizales, Caldas

Taller Vecinas del Cuento

 

El tiempo en que las lumbreras cambian de turno,

ya sea al amanecer o al atardecer, se denomina crepúsculo.

Del Génesis

He dado en llamarte Simón, aunque no te parezcas a tu nombre. Te has ido ablandando con el tiempo y con la brisa, como esa fruta que sostienes entre los dedos, insípida esta vez, en contraposición con tu sangre, cuya dulzura amarga el corazón. Hace meses que permaneces en la habitación, en una penumbra que impide que enfrentes la ausencia de Pájaro Nocturno, cuya certeza, de seguro, te mataría. Escoges el momento en que la luz se abrillanta lo suficiente para dar alivio a tus entrañas, como si tuvieras una alarma programada cada doce horas que te avisa si es tiempo de evacuar o de comer. Cada momento se acompasa con el piano que pides que Alexa reproduzca. Hoy es Chopin, porque es lunes. Schumann te ensordece los viernes. Glass es de domingo y te apacigua.

Antes de que te fueras de gira, antes de que renunciaras al bullicio, antes de que te empeñaras en viajar a África para enseñar música a los desprotegidos, podías comerte en una mañana entera la playa, desafiar las olas, embelesarte con los pájaros cazando cerca de la orilla. No tenías horarios, y eso te hacía generoso con tus manos y con tus palabras. Te recuerdo asaltando la fuente de frutillas cubiertas de chocolate. Te delataba el aroma ácido de la fruta roja y húmeda mezclado con el olor denso y dulce del chocolate al estrellarse en tu boca. ¡Simón, deja algo para la cena! Sí, extraño tu impaciencia con la comida, tu debilidad por la fragancia de lo que llamabas los frutos de la noche, tu desorden infinito, tu anarquía.

Pero así como el mar te llevó al paraíso, también te hundió en el infierno. Tengo tus cartas, porque tú escribías cartas, así fuera anacrónico, en las que me ibas destapando tu asombro en esa tierra tibia, tan llena de vida y de sufrimiento. Poco a poco me fuiste develando cómo el amor se iba apoderando de tus días, al principio, sin que siquiera identificaras sus señales, y luego, complacido y pleno con el descubrimiento de tu ave nocturna.

Entiendo por qué el crepúsculo te alivia, por qué has decidido vivir en esa franja intermedia en que la luz no se decide y la oscuridad no termina. Desde el principio te conmovió su inocencia, apenas mancillada por la necesidad que satisfacía en sus noches. Te dejaste atrapar por ese impulso de salvar al ave que había caído en garras de la miseria y te marcaste como norte liberarla, rescatarla. La querías junto a ti, en tu mundo de luces. ¿Cómo hubieras podido adivinar que el viaje desde la oscuridad a la luz la acabaría, te la arrebataría, te condenaría a la penumbra?

Hoy he visto en las noticias que otra patera ha naufragado a las puertas de Lampedusa, igual que el 13 de octubre de 2013. Ahora ordeno a Alexa que calle las noticias. Es viernes. Ya habrás comido tu porción de frutas, ya te habrás negado por enésima vez a examinarte la sangre. En cambio, aprovecharás la luz dudosa para adormecerte de nuevo en la frontera del olvido.

LOS DUENDES

María Cecilia Piedrahíta Vélez

Envigado, Antioquia

Taller Tintaviva

 

Conocí la existencia de los duendes, gnomos, elfos y hadas a través de una profesora escocesa que tuve durante la primaria; ella venía de un país que era el reino de los personajes diminutos. Por ella supe que al final del arcoíris había un gnomo que cuidaba una vasija con monedas de oro. También, una vecina de mi casa que era inglesa tenía un elfo de cerámica que leía debajo de una maceta con flores; siempre quise tener uno. En Colombia no hay tradición de estas criaturas, sí tenemos varios personajes de mitos y leyendas como la Madre Monte y la Patasola. La primera es mitad mujer y mitad monte, cuida de la naturaleza pero castiga a quienes la dañan; la otra es una mujer a quien su marido le cortó una de sus piernas por celos, tiene una larga cabellera que parece ramas con serpientes y su mirada es agresiva. Ambas producen miedo.

Pasó el tiempo, crecí, me casé, y cuando me convertí en abuela le encargué a una amiga que viajó a Alemania tres duendes de plástico. Se los regalaría a mis nietos para que los pusieran entre las matas de mi jardín y poderles contar todas las historias que me habían producido tanto placer en la infancia. Medían treinta centímetros de altura y eran de vistosos colores; tenían gorras puntiagudas y largas barbas. Uno empujaba una carreta para llevar matas de un lugar a otro, otro cargaba en la mano una lámpara con una vela para alumbrar los trabajos durante la noche, y el tercero leía plácidamente un libro sentado en una silla.

Vinieron los nietos a visitarme y se fascinaron con estos personajes. Les expliqué que ellos cuidan de la naturaleza, sobre todo por las noches, evitando que las criaturas nocturnas y malas la dañen; y el que lee les cuenta lo importante que es cuidar de ella. Cada uno escogió su duende y le buscó un lugar entre las flores donde podría habitar cómodamente, pero de tanto en tanto los cambiaban buscándoles un entorno mejor, según sus gustos. Al finalizar el día, antes de salir para su casa, los niños me hicieron prometer que les pondría mucho cuidado a sus duendes para que no les pasara nada.

Vi un poco de televisión y luego me acosté a dormir. De repente escuché ruidos en el jardín. Me asomé por la ventana y vi luces moviéndose por entre las matas; mis perros gruñían y gemían. Oí un susurro: “Este es nuestro territorio, váyanse con sus ridículos sombreros a otra parte, no necesitamos que cuiden”.

Me estremecí del susto, llamé a la estación de policía que vigilaba mi cuadrante, segura de que había ladrones.

—Señora —dijeron después de recorrer los alrededores de la casa—, no encontramos señales de que alguien hubiera saltado por la malla a su predio, solo encontramos estos muñecos de plástico tirados sobre la grama. Uno tiene roto el sombrero, otro tiene dañadas las llantas de la carreta y este tercero tiene rasgado su libro; tal vez alguna chucha se los estaba comiendo y los perros la atacaron generando la bulla que usted oyó.

Sentí vergüenza, pensarían que yo estaba loca: chuchas, perros y muñecos peleando en mi predio. Recibí los tres duendes averiados y los guardé en el clóset de mi alcoba, trataría de arreglarlos al día siguiente.

Volví a mi cama, y cuando estaba tratando de conciliar el sueño escuché susurros que venían del clóset. Se me helaron las venas del miedo, los ladrones se habían escondido allí y la policía no había revisado la casa por dentro; me levanté sigilosamente y oí una voz que decía: “Tú sí eres bien bobo, ¿cómo se te ocurre pelear el primer día con los seres de los mitos y leyendas de este país?, ¿no ves que son superviolentos?, primero debimos conversar para dividirnos el terreno sin discusiones. Si la abuelita nos encerró en este horrible lugar, tal vez nos deje de muñecos para que los nietos jueguen dentro de la casa, y eso sería lo peor que nos pueda ocurrir”.

Estaba nerviosa por todo lo sucedido y mi imaginación me estaba jugando una mala pasada. Decidí que al día siguiente botaría a la basura los estropeados muñecos e inventaría alguna disculpa para darles a mis nietos cuando no los encontraran. Me fui a dormir a la habitación de huéspedes que daba hacia otra parte del jardín y así poder olvidar lo sucedido.

Nuevamente gimieron los perros. Miré con cuidado por una hendija de la ventana y vi dos sombras dentro de los arbustos; una parecía una mujer cuyo pelo se movía como si sus crespos tuvieran vida, pero solo tenía una pierna; la otra también parecía una mujer, se veía corpulenta y su rostro estaba cubierto de hojas y musgo. Escuché que una de ellas decía: “Siquiera la viejita se llevó a esos intrusos europeos, este es nuestro territorio y no queremos que nos impongan costumbres diferentes a las nuestras, que no se le ocurra volverlos a traer”.

Mi corazón empezó a latir a toda velocidad; ¡Dios mío!, se apoderaron de mi jardín esas dos criaturas, ¿a quién llamar?

SERVICIO A LA CARTA

María Claudia Molina Villalobos

Funza, Cundinamarca

Taller Funza para Contar

 

Al terminar su rutina matinal de ejercicio en la elíptica y en la caminadora, se ducha, rasura su barba plateada poco poblada y se viste. Luego, embadurna de colonia su cabeza lisa, la cara, el cuello, sus partes íntimas. Prefiere hacer uso de estos rituales clásicos, dada la ocasión, ya que frente a estos servicios va a subir de nivel, pasará de la realidad virtual a la realidad física, aún no se acostumbra del todo a los avances tecnológicos.

Toma el móvil, abre la aplicación Sexbots donde le ofrecen dos opciones: prediseñado y personalizado; elige la segunda. Esta lo redirige a un catálogo, en él debe seleccionar entre masculino, femenino o indeterminado. Hace clic en femenino. De las diversas posibilidades dispuestas por la aplicación, elige voluptuosa, piel canela, cabello negro ondulado, labios carnudos, talla L, proactiva, servicial, acento caribeño, vestuario de enfermera. La aplicación permite asignarle un nombre: Victory. La app lo lleva a la opción decoración y ambiente. Elige vintage 2010, finalmente selecciona pago economic.

Antes de salir de su container ecologic, bebe la microcápsula azul, se pone la boina negra sobre su cabeza y se dirige al trading sex.

Ingresa a la habitación poco iluminada, de alguna esquina sale un sonido de música ligera, lo invade una esencia dulce y cítrica que relaja sus músculos, se desviste rápidamente para ganar tiempo y espera acostado sobre la cama. A través de una cortina blanca, a contraluz, observa una silueta voluptuosa que se acerca meneando las caderas. Un pequeño atisbo de juventud domina su cuerpo.

—Hola, chico. Soy Victory, a tus órdenes —dice la fembot al acercarse con su minivestido blanco que resalta su color de piel.

Él aguza la vista, “debe ser un error de la aplicación”, piensa, al observar la sutil barba que rodea aquellos labios carnosos. Deja pasar la situación, el servicio ya está pago.

—Chico, te va a dá un resfriado, cúbrete.

Él se cubre con la sábana, lo toma como parte del juego. Victory se sienta junto a él, quien se incorpora para besarla; ella, sutilmente, lo aleja.

—Cálmate, niño, al que le van a dar le guardan, y si es frío se lo calientan. A vé, por favor abre la boca. —Él cierra los ojos y obedece, esperando que Victory le introduzca alguno de sus dedos para lamerlo con pasión. Ella lo observa escrupulosamente—. Anda, tienes más dientes que un contrabando de peinillas y además están llenos de caries y algo de sarro, ¿hace cuánto no visitas a tu dentista?

—Eso qué importa en estos momentos. Ven, acércate —responde él, tratando de abrazarla, mientras Victory le recuerda que la salud general empieza con la salud oral. Él se tumba sobre la cama y la lleva sobre sí mismo. Se miran fijamente, un destello azul se refleja en los ojos vidriosos de Victory.

—Oye, pero tú tienes más frente que las murallas de Cartagena, veo que te falta el cuarto refuerzo de la vacuna contra el covid.

Él tuerce la boca ligeramente y se sienta, dándole la espalda a su acompañante, quien le mira de arriba abajo.

—Ñeeerda, ¿cuántos años fumaste? Veo un daño en tus alvéolos y el revestimiento pulmonar está totalmente manchado, ¿ya fuiste al neumólogo?

Él se voltea y le pide a Victory un vaso de agua. Su rostro refleja una tez rojiza y una gota de sudor comienza a escurrir sobre la sien. Al regresar con la bebida, ella nota estos síntomas y le toca la frente.

—Chico, tu temperatura está elevada.

—Sí, por eso te pedí agua. —La observa minuciosamente tratando de encontrar un botón reboot (reinicio) o reset.

—Acuéstate, chico, esto te va a gustá —dice ella, mientras comienza a masajearle primero los pies, luego los tobillos y las piernas. Él se relaja, cierra los ojos. Al llegar al abdomen él gime de dolor—. Anda, chico, tienes una hernia, mira. —Y le oprime nuevamente con fuerza, él gime dando un brinco de la cama.

—¡Acuéstese!, ¡acuéstese! —dice él sin poder enderezarse completamente. Ella intenta refutar, pero él se lo repite—: ¡Acuéstese!

—Nojoda, dejá el bochinche, pero eres más serio que vigilante de banco —responde Victory mientras se acuesta en la cama.

Él se tiende sobre ella, la besa y le susurra:

—Me sentiría mucho mejor si me abrazaras. —Ella le obedece—. También me haría sentir muy bien si acariciaras mi espalda.

—Linda melodía la tuya pué —dice ella, acariciándolo.

En ese momento Victory comienza a segregar un aceite que simula sudor y se activa su sensor de temperatura. En segundos ambos están embadurnados del líquido viscoso, y los cuerpos a temperatura ardiente. Él la aprieta contra el pecho, su respiración comienza a agitarse, ella se detiene para observarlo, él le dice que no es nada. Girándola y quedando sobre ella, toma su mano fría y dura, la pone sobre su miembro erecto, un ardor le recorre el cuerpo.

—¡Uy! cipote vaina la tuya —dice ella, en un tono que simula excitación, mientras abre las piernas. Él está listo para su cometido, una luz roja se prende y apaga en los ojos de Victory, quien inmediatamente cierra las piernas y distiende los brazos, quedando inmóvil sobre la cama, al tiempo que la habitación queda totalmente iluminada por una luz blanca. La música ligera deja de sonar y en cambio se escucha una voz que dice: “Su tiempo terminó”.

LA PERRA

Natalia Guzmán Castañeda

Bogotá, Bogotá D. C.

Taller Distrital de Cuento

 

I

Rodeado de bip bips, tic-tics y la bruma de la muerte, un hombre joven, aún con conciencia, susurra en el oído de su esposa: —Perdóname por no haberte dado más años de vida.

II

Las grandes montañas de gravilla, diminutas rocas en tumulto, resaltan a la vista de cualquier osado que quiera ampliar su horizonte en medio de la llanura de una tierra como esta. Todos los días llegan hombres con carretillas, le pagan un dinero al vigilante de turno y se llevan el cúmulo de rocas que les quepa. Sin embargo, aquel que se ha atrevido a alcanzar la cima de alguna de ellas se encuentra de frente con el riesgo de ser aplastado por un derrumbe de piedritas o amarrado al cuello por una cuerda.

Llegué aquí caminando, de madrugada, persiguiendo las montañas, sedienta y hecha huesos. Al llegar, don José me vio y abrió una cajuela metálica de la cual sacó el delicioso hueso con pezuña que lanzó. Luego se fue, llevando la tal cajuela en su mano. Yo me quedé esperándolo todo el día y volvió cuando cayó la noche. Desde entonces lo espero todos los días e intento saber quién es.

El otro día supe por boca de otros que don José llevaba más de veinte años cuidando las montañas de gravilla, siempre en el turno de noche. Aunque es un buen hombre, no es buen vigilante, porque como le toca de noche, siempre se queda dormido en la silla, cruzando los brazos sobre su barriga. Entonces, el tema de la vigilancia me toca asumirlo a mí, pero debo tener cuidado de no ladrar, porque las veces que he ladrado, don José despierta de un salto y se cae de la silla. Luego me golpea por rabia y vergüenza.

III

Bajo situaciones en las cuales el ser humano experimenta sentimientos profundos de pérdida, la corteza prefrontal posterolateral del cerebro, más específicamente el área de Broca, efectúa señales nerviosas para formar las mismas palabras: “Perdóname por no haberte dado más años de vida” es solo un ejemplo de aquello que le diría un hombre joven a su esposa, antes de morir; una mujer, untada con la sangre de su amado, probablemente escuchó una frase similar en latín, salida del dolor de un hueco forjado por la espada que atravesó algún órgano vital de un hombre enamorado en la Edad Media.

IV

Hoy desperté con mis ocho tetas duras. Todas, las ocho, adoloridas. El del turno de la mañana me dejó agua, pero no pepas. A este no le hago caso, es un muchachito conchudo, con la mirada perdida en algo que no está nunca frente a él. Se la pasa tomando aguardiente dentro de la caseta y escuchando la radio a todo volumen; con ese ruido no hay forma de cazar micos o chuchas, o nada, no se oye nada. Tiene, además, un perfume horrible que no deja de oler todo el tiempo. Cuando come, no me tira ni un hueso.

Me estoy muriendo del hambre y de la sed, el sol ahorita está muy arriba y muy grande, quemándolo todo. Mientras don José llega, lo espero a la sombra de las montañas de piedra.

V

El amor y la palabra han permanecido como instinto en el hombre y, aunque las palabras se renuevan, se reescriben y se reinterpretan día a día, el amor, en cambio, sigue siendo un tema dejado de lado por la ciencia, pues más allá de observar las ondas de impulso eléctrico que muestra el cerebro en los electroencefalogramas, o estudiar cómo es que, en el coito, el sexo femenino genera más dopamina que el masculino (Frankfurter, 2021 en el # 467 de la revista Science Society), no hay nada al respecto del porqué seguimos creyendo que el amor es un tema posado en el mundo de las ideas de Platón y no en el mundo de acá, cada vez más contaminado por el consumo, el “todo tiene precio” y la inmediatez. El amor, entonces, cae en el reduccionismo de la ciencia y en el romanticismo de las cartas del tarot.

VI

Desde hace unos días, don José se volvió un hombre triste, la cabeza comenzó a pesarle un poco más que el resto del cuerpo. En cambio a mí me pesa la barriga, me duele desde hace semanas, pero don José no me entiende y no ha podido hacer nada. Su barriga es ancha, grande, parece llena, pero aun así no deja de comer. Antes, se llenaba de sabrosas comidas que yo podía oler a metros de distancia: fríjoles con deliciosa pezuña y hueso; carnecita con tomate y cebolla o pollito sudado sin habichuela. Todos esos sabores los podía probar cuando don José me tiraba la cajuela metálica untada de sus delicias. Pero desde que está triste, solo trae puro frito.

VII

Charles Rusendolf, psicoanalista de principios del siglo XX, dejó escrito en su libro Instinto y palabra (1904): “El amor ha permanecido por instinto y supervivencia en las relaciones de mutualismo con el Ser humano: aquellas especies que han querido asegurar un lugar en el futuro, bajo la teoría de la selección natural de Darwin, han aprendido a hacerse el mejor amigo del Hombre”. Esto fue confirmado en la investigación dirigida por el más reciente nobel de neurociencia, Geodrick Bequer (2019), donde doctorandos de diversas áreas de las ciencias —humanas y naturalistas— pusieron a prueba a veinte humanos y veinte animales domésticos, evaluando patrones de instinto asociados al trauma y la relación filial (Ver: Another Case of Instinct with the Psicoanalistic Behavior in the Domestic Environment, Robert Baum et al., 2019, Northeastern University).

VIII

Don José se quedó viendo una foto. La aprieta contra los dedos de sus manos gordas, llorando. Llora y llora. Las gruesas gotas de los ojos le van cayendo y se mezclan con las de sudor. Luego se pone la foto en el bolsillo izquierdo de la camiseta y dice: —Mi amada, mi amada mía.

¿Quién será Miamada? El sudor de don José no me deja oler la foto, solo huelo las lágrimas, la noche; con don José sí puedo escuchar la noche, todo: los grillos, los micos, las chuchas, los sapos, pero aunque tengo mucha hambre, me quedo aquí con él para que no se sienta solo.

VIII

Entre las mejores invenciones valerosas y útiles del ser humano, está el perro. Pero este no salió de un laboratorio con baldosines, con cajas de petri o paredes blancas, sino de las miles de millones de jugadas maestras, hechas por la especie humana, que le dieron vida a las cientos de razas que conocemos hoy en día. Entre las razas más antiguas están el basen-chi, el pastor francés, el mastín pibetano, el husky mongoliano, el shiba inu, el akita no y el criollo.

Cabe aclarar que todas estas razas domesticadas gozan del privilegio de no ser alimento para el hombre en la mayoría de las regiones de la Tierra.

IX

—Esa en cualquier momento va a parir y, como es cazadora, buen billete el que nos hacemos con los cachorros… —dijo el joven del turno de la mañana, hablando con alguien por celular, mientras me miraba de lejos. Creo que tiene razón, estoy cerca de parir: de mis ocho tetas duras comenzó a salir una leche blanquecina que no sabe nada mal y la concha me duele. Tengo la lengua seca de tanto lamer. Mi barriga está pesada, cada vez más pesada. Me siento mareada también y no quiero comer esas pepas que me deja el muchachito ese, ni tampoco el arroz con papa y sin carne que don José se acostumbró a darme.

Don José nunca ha hablado de mis hijos, ni tampoco ha dicho que los quiera vender.

X

Si bien cada una de estas razas ha evolucionado gracias a las habilidades adquiridas en sus contextos de desarrollo, las generaciones de perros que hoy gozan de la existencia sobre la Tierra han llegado hasta este siglo porque, un día cualquiera de la cadena evolutiva, uno de sus ancestros decidió no morder el cuello de su amo; aquellos perros que osaron ver más allá del horizonte y se sintieron más poderosos que la especie que les daba de comer fueron amarrados por el cuello y sacrificados. Sarah Mski, doctora en comportamiento animal de la Universidad de Michigan, resume este fenómeno así: “Aquellas especies que descubrieron en el instinto el amor y la lealtad a la especie dominante, sobrevivieron y su estirpe está regada sobre la Tierra; los que no, son razas olvidadas bajo los escombros de la humanidad” (2021).

XI

La noche del robo fue la misma noche que nacieron mis hijos. Ese día no estaba en la caseta de don José, porque me fui a parir a un matorral que estaba cerca de las montañas de gravilla.

Los hombres llegaron con muchas carretillas. Olían todos diferente, pero podía sentir en cada uno el hedor a alcohol, cigarrillo y cena de casa. Lentamente, y uno tras uno, se acercaron a las montañas y, con cuidado, sirvieron las rocas con una gran pala metálica hasta llenar las carretillas. Eran unos diez que iban y volvían, una y otra vez, y aunque quise despertar a don José, preferí proteger a mis hijos, que también salieron lentamente, uno tras uno, de mis entrañas: nacieron solo tres, enfermos, y uno de ellos agonizó por media hora antes de morir.

XII

En la era moderna, el amor ha tomado diversas formas en el comportamiento humano y, ahora, el perro goza de más privilegios —si se encuentra con una familia clase media occidental— que el óvulo no fecundado de la generación que ya no quiere tener hijos. Así, el amor ha trascendido a las palabras y viceversa; la especie humana necesitará solo un par de siglos para evidenciar las consecuencias, aún desconocidas, del mutualismo como interacción biológica, con el único objetivo de sobrevivir.

XIII

Desde el matorral vi cuando don José despertó con el reflejo en sus ojos de las montañas desaparecidas. El sol aún no se asomaba, pero sí parte de su luz. Vi también cómo se llevó las manos a la cara y escuché mi nombre gritado desde el fondo de sus entrañas: —¡Perra! ¡Perra! ¡Maldita perra! —Miré hacia mis tetas y solo uno de mis hijos seguía pegado a ellas; el otro se había arrastrado fuera del matorral jadeando sin llorar—: ¡Maldita perra! ¿Qué se hizo? ¡Perra! ¡Perra!, shh shh, pss, pss… —siguió gritando don José.

Después de un rato gritando, don José divisó a lo lejos a mi diminuto hijo tratando de morir. Entonces se acercó, se arrodilló y lo tomó entre sus manos. Yo me levanté, escondí mi cola y me fui hacia él. Ahí me vio. Tiró al bebé agonizante y rápidamente levantó su gran mano por sobre su cabeza para descender a toda velocidad. Yo me acurruqué y cerré los ojos, pero no sentí un golpe, sino la caricia torpe de una mano pesada y caliente sobre mi lomo.

Don José se dio cuenta de que el último de mis hijos también estaba muriendo y, después de muerto, lo recogió a él y a los demás cuerpecitos para meterlos en la caja metálica del almuerzo, ya vacía. Me llamó: —Perra, venga. —Y yo obedecí. Don José caminó hasta la única montaña de gravilla que seguía alta y comenzó a subirla. Cada tanto miraba hacia atrás para verificar que yo estuviera subiendo también. Al llegar a la cima, se sentó y puso a un lado la cajuela metálica con mis hijos adentro. Entonces me acosté sobre mi panza, con las patas del frente estiradas, y vimos juntos el amanecer.

EL ÚLTIMO CIELO

Pablo de la Peña

Cali, Valle del Cauca

Taller Écheme el Cuento

 

Desde que la agencia la llamó para informarle que su muerte estaba programada, Alicia estuvo mirando su cuerpo desnudo en el espejo. Recordó a su madre, internada en un hogar geriátrico, y sintió temor, mucho temor de llamarla, pero aun así lo hizo, tenía que hacerlo.

—Hija, qué milagro escucharte, a veces creo que olvidas que aún vivo.

—Madre... te llamé hace tres días...

—Nena, tengo que hablarte de tu padre, no está viniendo. Será que está huraño, no sé qué le pasa.

—Pero recuerda que papá...

—Tú también tienes que venir a verme, eh, ¿hace cuánto no vienes?

—Madre, debes saber algo —dijo soltando un suspiro—, estoy programada para mañana.

—Pero tú, mi amor, sin hijos aún... No puede ser, nena.

—Madre, ¿sabes de qué te hablo?

—Desde luego, hijita... Piensa mejor en tu situación.

—¿Recuerdas la arena menuda y blanca, el agua llena de peces de colores, caracoles y estrellas de las islas San Blas?

—¿Fuimos felices?

—Lo único que nos empañó el viaje fue papá.

—Si lo ves, dile que venga.

—Pronto estaré con él, no volveré a ir, ya no nos veremos... Y sí, a nuestra manera fuimos felices...

—Piénsalo, y por favor no dejes de venir, te quiero mucho.

Le hubiera gustado verla y abrazarla una última vez, pero no podía. Llamó a Laura, su amiga más cercana.

—Quiero morir borracha, no enterarme de nada cuando llegue el momento, ¿vienes?

—Por supuesto, voy en camino.

Alicia juzgó que partiría sin conocer el mundo. Se sentó con una taza de café y pensó en la oscuridad de la muerte. Vio su cuerpo despojado de movimiento. Irían un par de amigos. Quería ser cremada y que sus cenizas terminaran en el mar. Quería no morir.

Laura apareció en medio de una lluvia en aumento. La abrazó. La imaginó vestida de uniforme azul a cuadros, su cara juvenil. Desde niñas habían sido cercanas. Sentían la misma pasión por el baile. Hubiese querido que llegara acompañada de algún tipo guapo. Un amigo de esos que entre mujeres se guardan. Alguien con quien coquetear por última vez. Pero no fue así. Se pusieron cómodas y comenzaron a hablar. Esa noche soltaron el control. Recordaron las fincas áridas en su infancia, sus pasos rotos y las lágrimas increpadas sin razón. Sintió que la muerte regurgitaba. Sintió paz, sintió un terror fangoso en su garganta. Su compañía la tranquilizaba, pero no lo suficiente.

—¿De qué estás feliz, Alicia?

—De estar aquí. El tiempo es corto.

—¿Te sientes bien?

—... Estoy, estoy muy, muy... Me siento bien, me encuentro bien, contigo. Pero no me quiero morir, no me viene bien... Aún tengo cosas que hacer.

Alicia miró alrededor y comprendió que la oscuridad que la rodeaba era la de su último día. La lluvia, su melodía, la borrachera, el cansancio, las llevó al último sueño.

Cuando Alicia despertó junto a Laura, ella le preguntó qué quería de desayuno.

—Un porro —dijo Alicia.

Pusieron música de Aretha Franklin y salieron a mirar el último cielo.

ENGAÑADO

Patricia Morales Betancourt

Medellín, Antioquia

Taller de Creación Literaria Comedal

 

1

Antes de viajar miré por internet las ofertas de alojamiento que ofrecían en la ciudad donde estudiaría. Me llamó la atención un aviso que decía:

Ofrezco compartir espacio agradable, fácil acceso, cerca del metro.

El presupuesto se me acomodaba, me pareció atractivo el anuncio y yo tenía una buena capacidad de adaptación. Además, mi pasantía solo duraría seis meses. Llamé al número que estaba escrito en la parte inferior y me dieron una cita para cuando llegara.

Me despedí de mi familia y de mis amigos. Sabía que me esperarían si aseguraba logros, éxitos y regalos.

2

Viajé más de ocho horas en avión, salí del aeropuerto, tomé un taxi y llegué a la dirección acordada, toqué el timbre y Érica, la casera, se presentó. Me dio un recorrido por el espacio y me condujo a la alcoba. Lo tenía todo. Después de un silencio escuché unos ladridos.

—Espero que no le incomoden los perros. Se llama Tommy.

—Me encantan —le respondí.

También le vi grandes ventajas cuando me ofreció el sótano como estudio y acepté. Firmé el contrato y pagué.

Al día siguiente, pegada a la puerta del dormitorio, vi una lista de quehaceres que yo debería cumplir: lavar el baño, secar la bañera y hacerme cargo de todo lo que utilizáramos en común; también agregó: comprar jabones, toallas, papel higiénico, cárnicos, lácteos, salsas, enlatados, frutas y legumbres. Pensé que el presupuesto se me subiría al doble. Yo había planeado alimentarme con comida chatarra hasta recibir mi primer cheque, que llegaría por correo al buzón al mes siguiente. Ante dicha exigencia, sacrifiqué el transporte público y empecé a buscar excusas para evitar llegar temprano y que me cobrara más. Ella lo previó y me advirtió:

—Me incomoda cuando llegas tarde. Debes notificarme todo lo que hagas y espero que cumplas con estos horarios de salida y de llegada.

Me extrañó, ni mi madre de pequeño me lo había exigido. Para evitar contrariarla, me adapté y decidí faltar a clases después de las seis de la tarde.

3

En una ocasión llegué a la casa al medio día y noté que no estaba mi cama. Érica, al ver la expresión de mi rostro, me dijo:

—No te preocupes, hay pulgas. Después de que fumiguen y logremos controlar la plaga te compraré un colchón nuevo. Mientras tanto puedes dormir conmigo. Solo serán seis semanas. Te prometo que no pasará nada entre nosotros.

Me horroricé. Ella era una mujer de aspecto grotesco. Había sufrido un accidente y su rostro se había desfigurado. A causa de un cáncer, le habían amputado los senos y caminaba apoyada en un bastón, con él que me señalaba y golpeaba la mesa cuando la contradecía.

Dormir con ella era impensable. Roncaba. Con solo mirar sus uñas largas y puntiagudas, sus manos cuarteadas, sus orejas con costras y los dientes llenos de sarro me espantaba. Yo le respondí a su propuesta:

—No te preocupes, yo dormiré en el sofá con Tommy.

—No olvides que el perro está infestado —me previno.

La primera noche vi las pulgas pasearse sobre mi piel. La piquiña no me dejaba dormir, pero me mantenía alerta si ella se me acercaba. Tenía pesadillas constantes y recordaba las palabras de mi abuela:

“Pagamos todos los pecados de nuestros antepasados cuando no perdonamos” y yo maldije arrepentido por no haberlo hecho. Siempre que podía me vengaba de los oprobios pasados, solo por sentir un instante de placer. Pero estaba pagando más de lo que me merecía.

4

Ya sin aliento, vi cómo ella blindaba las ventanas, las puertas y cualquier orificio por el que pudieran entrar o salir animales, plagas o humanos. Inmóvil sobre el sofá y asfixiado, sentía que este me aspiraba y junto con el perro me iba adentrando y aproximando a un precipicio.

Había perdido mi pasantía, ella se había apropiado de los cheques y estaba incomunicado.

Derrotado por el peso de mis penas, el sofá se rompió y ambos caímos en el abismo. No tenía de dónde agarrarme. Di vueltas en el espacio por horas hasta que fui atrapado y expulsado con fuerza por el orificio de un tomacorriente y, como el genio de Aladino, quedé suspendido en el aire, agarrado con una mano del reflector del techo central del salón de la casa de mis padres y con la otra sosteniendo al perro.

Mi madre al entrar y verme dio un grito de espanto que me hizo caer en el piso con Tommy encima.

Respiré adolorido y ella se me acercó preguntándome:

—¿Cuándo regresaste? ¡¿Por qué no me avisaste que llegabas hoy?!

Luego me recriminó:

—Pero mira qué aspecto tan deplorable tienes. ¿Qué hacías en el techo? ¡Qué andrajoso estás! Y ese perro, ¿de dónde lo sacaste?

La miré de frente, sentí que Tommy lamía mis heridas y me quedé dormido.

AMAR Y YO

Walter Alonso Gómez Céspedes

Bucaramanga, Santander

Taller de Narrativa Pública de Verso y Cuento

 

Al subir los cerros orientales llegaba a aquel lugar bordeado por un barranco de grietas verdes. En el interior del taller, cuadros de retratos y vacíos fraccionaban la prosaica geografía de las paredes. Por la ventana, que daba al abismo, el viento se filtraba inquieto y una intensa luminosidad daba claridad a los vacíos imprecisos, que giraban alocados en aquel cubo de cemento de bordes inciertos vibrando en la irreal geometría de una página en blanco.

Sobre la mesa, desafiante en la quietud misteriosa de una esfinge abandonada en las arenas del desierto, estaba ella. Sus delgadas fibras de árbol trenzaban espinas de cal que atravesaban punzantes la mesa del taller. Todo parecía estar ausente menos su presencia helada. En la intensidad de aquel vacío jugaba al héroe solitario para evadir los cientos de ojos que permanecían expectantes en la penumbra.

Era inevitable visitarla en ocasiones y sorprenderla bajo el manto sigiloso de un gato desconfiado. Traspasaba lento la neblina fantasmal de aspecto monacal que impregnaba el cuarto habitado de carpetas, de herramientas y, en las paredes de nuevo, aparecían aquellos mapas de ojos inquisidores y ventanas ilusorias que colindaban con la ventana real.

En aquel cuerpo desnudo, sin rasguños, presentimientos obscenos inquietaban mis huesos. En la pequeñez aparente de su etérea presencia, resaltaban labios, objetos imposibles, cuerpos en fotografías desvanecidas, ámbitos y voces de bordes angustiantes y atajos sinuosos que me hacían retroceder a la comodidad de la sala. Nubes de motas invisibles pululaban confundiéndose con la luz de la ventana que se interponían infranqueables ante el intento de abordar aquel folio inerme.

Al descifrar su amenaza de medusa de papel, fatuos alientos embriagaban el lugar. Para sortear su hechizo cortante, la miraba de soslayo convencido de librar con mimos sus barreras libidinosas. En estos intentos, imaginaba historias incoherentes para no caer en su atrayente vacío. Tras las texturas albinas, por instantes, apenas nacían perceptibles los seres fantásticos que vagaban por el desierto frío de la hoja de papel en una travesía de corsarios locos antes de abordarla.

Instalé espejos y entre estos el espejo invertido de Alicia que daba a un jardín con lirios. Espejos de agua donde libaban las libélulas y los diminutos espejos de las gotas de lluvia adheridas que se multiplicaban en los vidrios de la ventana. A través de estos espejismos dirigía de forma tangencial la mirada hacia ella.

Algo poderoso e invisible me impedía enfrentarla. Su actitud impía hacía estragos en mi voluntad aturdida con las tareas de todos los días. La confusa nebulosa sin palabras e imágenes que sobrevolaban mis intentos valerosos y arrogantes de franquearla, llegaban, sin saberlo a su fin.

Allí, en medio de pinceles y colores usados estaba aquel ser delgado de aspecto inocente con la punta tiznada de grafito. Su cuerpo leve provocaba al tacto sumergirse por coordenadas de pueblos desconocidos, adentrarse sin brújula entre bibliotecas inmensas y visitar cementerios donde habría de perderse la memoria de lo que fue. Entre archivos de apellidos sin nombres, hallaba de pronto personajes sencillos en lugares insospechados. Aquella búsqueda obsesiva hallaba historias en el filo de lo imposible.

Apoyado entre mis dedos, el lápiz escapaba furtivo de los portales de cristal que lo contenían. Posicionado en la mano, su cuerpo libre se abandonaba deslizándose como un ave compungida ante el vacío de una hoja casi insustancial para dejarme llevar a través de dibujos y palabras por espacios remotos y voces de lenguajes apenas comprensibles.

Los latidos de la memoria se desboronaban en la pulsión arrebatadora de muchos seres anónimos que con recia obstinación en contra de mi desfallecida voluntad hilvanaban sobre la superficie manchas amorfas de tintes oscuros y letras lujuriosas que luchaban por emerger de su habitual encierro.

Las manos asidas de aquel objeto de madera libraban una dura confrontación con el vacío. Presentían en el juego de la clarividencia la semilla de algo que surgiría como un punto o una palabra inicial para dar paso al liberador acontecimiento de usurpar el vacío.

Las fuerzas desfallecidas buscaban exiliar el intento. Pero de nuevo aquel ser volvía a mi mano. Su influjo afectuoso incitaba a quebrar ese ambiguo miedo de caer al vacío en el instante en el que no es posible volver atrás. Visiones fragmentarias sucedían ante mis ojos en aquel inevitable desplome, caía en una efímera ensoñación para hundirme en el hálito generoso de un nuevo nacimiento.

El lápiz amar y llo se tambaleó en el borde de la ventana que miraba al abismo y sintió el vértigo de caer, caer y no sobrevivir a su desplome.

NOCHE DE CINE

Yessica Chiquillo Vilardi

Bogotá, Bogotá D.C.

Taller Virtual de Cuento 2022

 

I

Nunca llegué a besar a este Javier que sonreía. Estaba esperándome en la puerta del edificio, sin desprenderse mucho de la fachada para resguardarse del aguacero. Mientras sacudía la sombrilla y pasaba una y otra vez las suelas de mis botas sobre el tapete, él no paraba de sonreír. El agua seguía cayendo sobre el mundo. Cerró la puerta con doble llave y nos internamos en un pasillo oscuro.

Supimos que éramos vecinos por una foto que subí a mi perfil: un atardecer desde mi ventana, la luz roja que caía a chorros y se reflejaba en los cristales de la Unipiloto. ¡Somos vecinos!, comentaste enseguida. Solo unas cuantas calles nos separaban y aquella cercanía animó el reencuentro, luego de tantos años sin saber el uno del otro. Noche de cine, acordamos. Ese mismo día bajé al sótano de la biblioteca y recorrí la sala llena de muebles y de estudiantes dormidos sobre los muebles con los audífonos puestos. Me pasaron un catálogo con las portadas de las películas impresas a color. Elegí Natural Born Killers. El respaldo del DVD no tenía rayones, estaba como nuevo.

II

El cielo empezó a desfondarse a las seis de la tarde. Igual estoy cerca, me dije antes de lanzarme al agua y subir por toda la 45. Los cerros estaban cubiertos por una bruma plomiza. Luché contra el viento que doblaba las varillas de mi sombrilla. El frío me calaba los huesos. Dos calles y media nunca se habían sentido tan lejos.

Su apartamento era la mitad de uno completo. Lo dividía un drywall desde la puerta hasta el fondo del único cuarto. No tenía ventanas. El baño quedaba a la entrada y, en medio, la sala de televisión: un afiche de Darth Vader, carritos de colección, un DVD de Fullmetal Alchemist, una pantalla de no más de cincuenta pulgadas y una consola de juegos; al frente del televisor, un sofá mullido de color verde pino.

Javier empuja el DVD en la ranura. Se funde el azul de la pantalla. Nube de polvo seco, chirriar de llantas y calor desértico.

Suena la rockola. Mallory empieza a bailar sola. Entran unos hombres a la cafetería. La miran como un bocado que se puede comer. Mickey vigila desde la barra, con disimulado desprendimiento. Uno de los hombres se acerca a bailar, a juguetear, a imaginarse el culo de Mallory encima suyo, lo acaricia en el aire haciendo el gesto circular con las manos. El pez ha mordido el anzuelo. Ahora todos están condenados. Mallory saca sus garras y le patea con sevicia la entrepierna. El juego ha comenzado. Mickey se levanta. Una daga vuela en cámara lenta hasta clavarse en la espalda de uno de los hombres. La pantalla enrojece.

Te levantas del sofá. Me ofreces agua. Vas al baño. Escucho el grifo del lavamanos. Sacas un paquete de papas de la cocina. Te vuelves a sentar.

—Qué chévere que hayas venido— me sonríe.

—Hace cuánto vives acá, tan cerca que estamos —le sonrío.

—Un año largo. Tuve que aplazar la carrera, pero ya me siento mejor, mira cómo tengo el pelo. Hace unos meses parecía un skinhead.

Reímos.

—En serio estoy muy feliz de verte.

—La última vez que nos vimos fue en la casa de tus papás, cuando L te celebró el cumpleaños. ¿Qué es de la vida de ella?

—Está viviendo en Bucaramanga.

—No digas.

—¿Y tú, sales con alguien?

—Pues ahí salgo con alguien, ya casi cumplimos el año.

—Pero qué ganas se le notan.

Reímos. Reanudamos la escena.

Mickey y Mallory bailan abrazados en el centro de la cafetería, dan vueltas mientras se besan con desespero, como aplastándose las cabezas hasta fundirlas en una sola. Mallory viste un top café amarrado a la espalda y al cuello. Su vientre plano parece una autopista desierta. Lleva unos vaqueros ocres y una peluca mona y tiesa repartida en dos coletas largas. Se ve infantil, inocente. Aquí ya no saca sus garras, no da patadas en la entrepierna ni clava vidrios en la carne del prójimo. El demonio que la enciende está dormido. Ya sació a la bestia, ya derramó sangre, ahora solo queda ofrendar amor.

Te vuelves a levantar del sofá. Vuelves al baño. Pauso la película. Miro a mi alrededor. Las cajas de medicamentos también ocupan más de la mitad del estante. Vuelvo a escuchar el grifo del lavamanos. Regresas.

—Casi no tienes libros, mero DVD es lo que tienes.

—Perdón, señorita literata.

—Ay, era por molestar.

—Pero ya que lo hiciste, recomiéndame un libro bueno.

—Me metí en la boca del lobo. De pronto te guste Kôbô Abe, sus cuentos son sombríos, hay personajes que no saben hacia dónde van y no pueden escapar nunca de ese laberinto. Como una pesadilla, pero están despiertos. Mañana te paso el libro.

III

Muchas noches me soñé hundida en aquel sofá mullido, viendo la película, detenida en la misma escena. Skipback, pause, play. Vuelvo insistentemente al baile sobre la mesa. En el sueño somos novios, no te quedas dormido al lado mío, sino en mi regazo. Enredo mis dedos en tu pelo desordenado. No te sobresaltas al escuchar de repente gritos y balacera porque en el fondo —en este sueño mío—nos queda tiempo de más para terminar la película, verla de a pedazos, uno por cada noche con o sin lluvia.

IV

Entre la polvareda surge el Ford Mustang descapotable, de un rojo enrarecido por el sol. Va trazando un hilo de sangre entre Nuevo México, Arizona y Nevada. Por cada muerto se declaran amor eterno.

—I love you so much, baby! —le dice Mallory con vehemencia, no es un cualquier te amo, le está entregando su vida entera, él es su santo, le dice te amo como quien presencia un milagro, le besa los pies, lo adora.

Siguen aumentando las bajas de Mickey y Mallory.

Empiezas a mover una pierna, luego las manos. Me miras de soslayo, impaciente. Al fin rompes el silencio, pides disculpas y vuelves al baño. Aunque nunca me lo has pedido, vuelvo a pausar la película.

A la primera, segunda y tercera vez de ir al baño, sigues apenado, no sin que cierta molestia se te note en los labios.

—Es el medicamento que estoy tomando, me da cistitis.

V

Transmisión televisiva desde la prisión, con Mickey en primer plano:

—When did you first start thinking about killing? —le pregunta Gale, viendo las cámaras con orgullo, pues está entrevistando a un asesino, es su momento estelar, tiene a toda América con los ojos puestos en él, luego del Super Bowl.

—At birth ­—lo dice como si hubiera bostezado, desentendido de la turba de luces, cámaras y periodistas.

Tu vejiga por fin te da descanso, ya no te levantas con prisa. Ahora te empieza a atacar otro efecto secundario del medicamento: somnolencia.

—Any regrets? I mean, 3 weeks, 50 people killed…

—52 —lo corrige Mickey.

Duermes en mi hombro, trato de no moverme, quisiera repartirte besos en las sienes, en la punta de la nariz. Dormido te ves más tierno. Tus entradas combinan con tu pelo desordenado a los lados, como de científico loco.

—The only thing who kills a demon… Love.

Es como si en vez de amor, dijera Mallory; no hace falta el ejercicio mental de discernimiento. Mallory es salvación, es amor, es perdón.

VI

Disturbios, risas, disparos, gritos, silencio, tensión, Hands up!, truenan las falanges del guardia. Se escucha un alarido, un motherfucker prolongado y agudo. Te sobresaltas. Vuelves a cerrar los ojos y luchas contra el peso de tus párpados, muy a pesar de la balacera de fondo, de las carcajadas de Mallory, del you wanna touch me?, de la furia histérica de sex is violent, del delirio de llamas y cascabeles de serpientes. Te sobresaltas. Ya están corriendo los créditos en la pantalla negra. Pides disculpas. Te digo que no pasa nada, que no te perdiste nada nuevo, solo más muertos. Luego podemos repetirla. Lo digo convencida, sin saber nada, como quien camina con la mirada fija en una montaña y no advierte que más adelante el sendero se interrumpe, cortado por un precipicio intransitable.

VII

Ahora que organizo la biblioteca, noto un hueco en mi rinconcito de literatura asiática. Mantengo el vacío en el estante, no quiero reemplazarlo. Quiero olvidarme de todo e imaginar por un instante que pronto vendrás a devolverme el libro y, de paso, terminaremos de ver la película.

CANSANCIO

Yubelly Sofía Fique Sánchez

Bogotá, Bogotá D. C.

Taller Doxa

 

Cansancio, cansancio de todo, de solo despertar y verte aquí sufriendo.

Ha pasado tanto tiempo que finalmente descubrí qué estaba pasando. Yo había muerto mientras tú vivías en mi cuerpo y yo no tenía más opción que aceptarlo. Aunque tratara de deshacerme de ti nunca lo logré, tal vez tampoco tenía la fuerza para intentarlo. Sigo con estas heridas abiertas, solo que, corazón mío, sigo tratando de descubrir si reviví, si solo me hago ilusiones de vivir algo o si estoy alucinando en el después de la luz.

Creí que podía comunicarme contigo si estabas cerca, pero, corazón mío, tú no sabes hablar, no sabes corresponderme. Lo acepté porque quería seguir de alguna forma u otra en este lugar, aunque no podía pensar por mí; mirándote solo veía un zombi rogando por otra oportunidad. ¿Sabes qué es lo extraño? Que nunca supe si eras tú o me había convertido en tu reflejo.

Dejé pasar demasiado tiempo para volver a mí, para tratar de solucionar lo que había pasado. Ahora mismo, no tengo aliento para seguir pensando en ti, porque me derrumbo de pensar todo lo que hiciste con este cuerpo, esta alma y este corazón mío. Sigo muy cansada, realmente, no pensé que fuera tan complicado esto de volver en sí. No pensé que vivir de nuevo me iba a costar tanto, porque solo estaba sobreviviendo cuando mis energías ni siquiera alcanzaban para eso.

Es entendible que hablar no pueda solucionar lo que está pasando acá, mucho menos si mi corazón no puede comprender en qué momento las cosas se fueron a la mierda. Incluso, todavía me pregunto: ¿quién cuidaba a quién? Lloro al recordar los momentos compartidos. Estando vivas o no, ambas estuvimos en este lugar, ambas sentimos una sola existencia.

Verás. Algún día espero volver, volver para poder abrazarte sin que al tocarnos nos hagamos daño, espero que volvamos a cantar juntas al son de recuerdos sin amargura, espero volver a cantar sin tener nudos en la garganta. No sabes cuánto lo extraño.

Es horrible tratar de estar despidiendo así todo lo que sucedió. Es peor aún que no podamos pronunciar un “hola”, que un “por favor” no te salga de la garganta. Realmente tengo miedo. Tengo miedo de que me odies tanto como yo lo hago conmigo. Aunque es hora de ser completamente honesta. Dejé de sentir odio por las dos, porque tú ni siquiera supiste qué era sentir remordimiento por todas las cosas que me habías hecho, porque solo esperaste una sonrisa al mirarnos y pretender que nada había pasado en realidad y que todo lo habíamos “despedido”, porque eso no se hace. Me encantaría escucharte alguna vez un “lo siento”, pero ¿cómo puedo esperar eso de ti, cuando ni siquiera sabes por qué te deberías disculpar? Aunque lo comprendo, un cadáver como el tuyo, dudo que recuerde lo que me hizo hace tanto tiempo, cuando para ti ni siquiera era un día. Para mí, que todavía estaba viva, fue lo peor que pudo pasar en ese momento.

No entiendo. ¿Cómo se pueden decir tantas cosas? Y yo sin poder reaccionar. Te diría perdón, pero… no sería uno del corazón mío, porque nunca aprendí a decir perdón. Si lo hago solo empeoraría lo que pasa entre nosotras y no soportaría eso. Creo que te fallé, les fallé a ambas, pero tampoco puedo cargar con tanto peso, de todas formas, este débil cuerpo ya ha pasado por tanto que exigirle más es volverlo a matar.

Aun así… sigue sin ser justo para nosotras, en especial para mí. Yo trataba de cuidarte mientras morías, mientras yo también estaba dejando de respirar. Lo que nos diferencia en nuestros reflejos es que yo veía una niña de ocho años tratando de mantenerse en pie, totalmente decaída, sin niñez, sin amigos. Solo estaba contigo, aunque eso ya es demasiado porque tú ni siquiera estuviste presente y lo sabes, seguíamos sin comunicarnos, seguíamos en lo mismo. Es triste pensar que lo hacíamos por gusto y luego se convirtió en una obligación, una que nos esclavizaba a ambas, una que ya no se podía disfrutar; sin embargo, te esmeraste en seguir, en seguir sin sentido alguno.

¿Era orgullo? ¿Pasión? ¿Egoísmo? ¡Qué mierda era todo eso! O tal vez era una simple muestra del infierno que ya se había vivido, que ya se conocía, pero que para mí era lo único que se sentía seguro. Después de haber pasado los años es complicado volver a aprender que este sufrimiento que antes era mío ahora pertenecía a ambas, lo malo es que la mayoría de las veces que pasas algo no necesariamente es beneficioso, a veces puede ser tu tortura eterna.

Al mencionar esto, recordé a Shakespeare: “El infierno está vacío y todos los demonios están aquí”. ¿Curioso, no lo crees? Mucho más cuando ambas sabemos que tú reviviste de algún lugar, de algún lugar que te cambió completamente, que te transfiguró a ti y a mí, con o sin intención, pero llevarte como un demonio adentro me hace pensar que las dos estamos abandonadas, como te abandonaron alguna vez a ti, y al otro monstruo que una vez estuvo en ti. Que quizás te consumió y ahora me posee, mientras yo cada vez estoy más cansada de verte así, de vernos así con una pared en medio, una pared que se extiende cada vez que tú gritas, que te enojas, que suspiras.

¿Cómo es que un demonio revive? ¿Yo reviví? ¿Me consideras un demonio? Estas preguntas ya no me las podrás contestar, supongo. Nuestro tiempo ya casi llega a su fin y al parecer tú vas a tratar de hacer todo para dejarme, como todos lo hicieron. ¿No es cierto?

Hablar así no va a hacer que me sienta menos culpable, ya estoy cansada de vivir así y tú me acabas de demostrar de nuevo por qué quiero hacer esto. ¿Qué tanto te costaba deshacerte de mí? Así no habrías sufrido más de lo que te merecías. No te costaba nada y seguirías siendo alguien, no un cadáver que camina tratando de acercarse otra vez a mí. Aunque es irónico, irónico al haber nacido de ti. Supongo que la cadena se repite del infierno a la tierra y de la tierra al infierno…

Solo quise ser libre y encadené a alguien más, ya ni puedo sostenerme en este punto, pues me has destrozado con todo lo que me has dicho, supongo que es lo que siempre has querido. ¿No?

Lo siento, mamá, de verdad lo siento por ti y todo lo que te pasó, pero eso nunca será excusa para que proyectes tu infierno en mí, cuando ya creaste otro. Lo peor es que si tan solo hubieses aprendido a decir que no, todo estaría bien, porque todo es tu culpa, porque ahora tú vives en mí, pero yo he muerto de nuevo.

—Hija mía…

Mamá, déjame ir, estoy cansada y tus garras ya me atravesaron, déjame, por lo menos, descansar en tu infierno.

DELICIOSAS EMPANADAS

Viviana Paola Vanegas Fernández

Ganadora Cuento Directores

Barranquilla, Atlántico

Taller literario Brurráfalos

 

La hoja afilada del cuchillo le pasa cerca de los dedos y esa proximidad peligrosa le encanta. El ruido continuo, el golpe, el corte contra la tabla de picar es fuerte y rápido. Los pedazos de cebolla se amontonan a un lado del mesón hasta que se apoderan del borde e indecisos esperan un empujón certero hacia el vacío. El impulso los hace caer como pequeños suicidas, como pétalos de una flor pútrida e intensa que se estrellan contra el piso de cemento pulido.

Ana mira de reojo los trozos de cebolla que se aglomeran descontrolados, también logra ver a su marido que duerme en la estera. Suspira, decide que es mejor canturrear para amenizar el momento, aunque nada podría distraerla de esa maraña escandalosa de pensamientos que habita en su cabeza. Escucha un rumor de voces que no paran de hablar entre ellas, que no dejan de gritar e insultarse. Corta, corta, corta, corta, corta, corta…

El cuchillo se le resbala de las manos, causando un estruendo que termina despertando a su marido. Lucho trata de levantarse, pero la falta de voluntad y la resaca permanente que padece desde hace muchos años hace que se le enreden las sábanas en el cuerpo como una boa constrictora. Después de la pelea con la colchoneta y el catre, el hombre se levanta con mucho esfuerzo. Tose, escupe en el suelo de su propia alcoba, deja salir esa basca centenaria que le colonizó el cuerpo desde hace mucho tiempo. Grita desde la habitación, como si estuviera lejos, como si no fuera una cortina de flores raída la que separa la cocina de la sala y de la única habitación.

—¡Ana, tú no dejas dormir, nojoda!

Ella sabía lo que tenía que hacer. Siempre que llegaba borracho era la misma cosa. Un plato lleno de arroz con un huevo encima. La carne molida es para las empanadas, para venderlas desde muy temprano, para poder vivir y darle dinero a su marido, para que pueda alimentar sus vicios.

El plato servido es inspeccionado con rigor. El disgusto en la cara de Lucho es evidente.

—Esta comida no tiene ni una miga de carne. Oye, pendeja, ¿ni carne, ni queso? Ana no responde. Sigue cortando cebollas que no paran de caer.

Lucho se aproxima a la mesa, la patea, agarra la silla con fuerza y la estremece, como si quisiera pulverizarla con sus manos. Se sienta, agarra la cuchara y empieza a comer. Mastica con la boca abierta, se le ven todos sus dientes, y mientras sigue increpando a su mujer le salen pedazos disparados de arroz y huevo por todas partes. Ella siente el grito de Lucho en el pecho, en las costillas. Lo mira por un instante, él también la mira y hace un amague con el puño derecho. No sería la primera vez que le pega. Ella ya no le tiene miedo. No dicen nada. El olor a cebolla es intenso, insoportable.

—Te estás poniendo pesada. ¡Te voy a tener que joder otra vez, malparida!

Ana sabe que la amenaza es una rutina. Aún tiene el cuchillo afilado de cacha de madera en la mano, se aferra a él. Ella no se cansa, se libera cuando corta esos trozos toscos. Se detiene y mira fijamente el utensilio que tiene en la mano, la punta, el canto, el bisel. Observa su reflejo amorfo en la hoja y se ve tan distorsionada como se siente.

Lucho empina la jarra de agua de panela. Deja que el líquido chorree y le moje el torso. Ella se fastidia, le da asco, como casi todo lo que él hace. Se dirige al cuarto y la llama desde allá. Ana sabe lo que viene. Le va a dar duro, como a él le gusta. La empuja hacia él, le quita la bata de un solo jalón. Decide enterrarle las uñas en los muslos, le muerde los pezones con crueldad, mientras ella ahoga los gritos, porque a Lucho le molesta. Él se excita al verle la cara agria, resignada. Sabe que su juego de “montar a la yegua” es lo peor que le puede hacer. Él intenta penetrarla, pero es un fraude, ya no se le pone duro. La mira con desprecio, le dice que ya no le provoca nada. Se tumba a un lado y se queda dormido enseguida. Ana se ahoga, reprime el llanto, el grito que quiere estallar. Respira, respira, recupera la fuerza, el aliento. Lo mira en la oscuridad, casi ni espabila, como si lo viera por primera vez. Recorre los tatuajes y las cicatrices malogradas en su espalda. Ve su calva brillante y grasosa que se asoma por encima de la almohada. Sabe que es el mejor momento. Su arma está a unos cuantos metros, el cuchillo afilado que dejó en el mesón, incrustado en una cebolla blanca. Se levanta con cuidado, lo toma, siente el frío del acero, siente el miedo desbocándose en su cuerpo. Piensa en qué clase de corte podría ser el mejor, para que muera enseguida o para que sufra un poco. Piensa en el ruido, en ese grito que debe ser ahogado. Es de madrugada, la gente como ella despierta antes que el sol para poder irse a trabajar. Se muerde los dedos sin dejar de observarlo. Lo piensa mejor, se incorpora, se apura, debe hacer el guiso para sus deliciosas empanadas. Antes de las seis deben estar listas para luego tomar el bus hasta la plaza. Cuando llega al sitio donde siempre monta su puesto, le parece escuchar la voz de Lucho diciéndole cosas para atormentarla. Ana trata de olvidarse de él y concentrarse en su negocio, en alistar los tarros de ají y las salsas. La imagen de su marido se posa irreverente en su cabeza, como una plaga inmunda. La chica que vende mazamorra le ofrece café y le cuenta sobre una vecina entrometida. Habla con ella tratando de ser cortés, aunque no quiere que nadie le hable, que nadie sepa que lo único que tiene adentro es dolor. Antes de las diez de la mañana ya ha vendido la mitad de su producción. Aletargada se mueve en ese pequeño espacio, mientras recoge las servilletas enchumbadas en aceite y espanta los insectos que quieren arruinar su sustento. Su mente está en otro lado; va y viene, entre clientes, entre billetes y monedas que debe contar. Cuando le despacha cuatro empanadas a un muchacho, puede ver a su marido, como si estuvieran transmitiendo en vivo desde su casucha de invasión. Ahí siguen en el suelo las cebollas que no alcanzó a recoger y el plato lleno de sobras de la cena-desayuno. Ve la cortina que separa el cuarto, enloquecida por la brisa que se cuela por los calados. Ve su pobreza, sus sueños sucios. Lucho sigue tirado en el catre con moscas posándose sobre su calva brillante. Lucho se ve como un gran pedazo de carne fileteada.

 

 

NOVELA

 

MIRÍADA DE ILUSIONES

(Fragmento de novela)

 

Irene Cruz Olivo

Bogotá, Bogotá D.C.

Taller Virtual de Novela 2022

 

Capítulo 2. Profecía cumplida

A veces me pregunto a dónde van las almas de los suicidas. ¿Irán a un infierno calcinante donde pagarán su transgresión? ¿El calor de una paila ardiente les hará arrepentirse de su decisión? ¿Van a un purgatorio donde transitan por décadas entre almas penantes sin ningún destino? No, creo que no, los suicidas están condenados a presenciar el desastre que dejaron tras de sí, y las consecuencias que ese dolor inflige en las personas que más querían.

Hace años dejé de orar, me cansé de los sermones en los púlpitos y de las historias mal contadas, de que mi vida sea juzgada y cada pensamiento causal de oprobio, como si el mismísimo papa se presentara ante cada quien a excomulgarlo. Dios aún estaba en mi corazón, pero no era un Dios de amor, era un Dios que no es bueno ni malo, es un padre al que sencillamente no le importamos. Él observa en la lejanía nuestras vidas como si fuéramos el entretenimiento. Cuando nacimos escribió en los astros cada momento de nuestras vidas, y cuando hacemos planes y tomamos decisiones él ríe. No nos juzga si hemos obrado bien o mal, él ya designó nuestro destino y no está dispuesto a reescribir su propio guion.

Las señales nunca fueron claras, pero estuvieron ahí siempre, todas las veces que trató de evitarme, las conversaciones en las que participaba con desgano y otras tantas que se esmeraba por concluir con premura. Todas las noches encerrado en el estudio, nunca supe lo que hacía, asumí que la puerta cerrada indicaba un reclamo de privacidad momentánea. Yo lo permití, pensé que todos tenemos derecho a nuestros propios secretos.

El universo me hablaba y yo callé, sí lo escuché, lo escuché cuando me gritó claro y fuerte lo que venía, pero decidí dudar. Mi intuición bastante oxidada a duras penas funcionaba después de décadas en los más recónditos cajones. Ese día yo desperté y lo vi en sus ojos, sabía que algo estaba mal, pero escogí ir al trabajo por llevarle el paso a la inercia que nos mantiene funcionando. Algo en mí se quebró camino a la oficina.

Estaba en la parada del bus y escuché en mi oído izquierdo un murmullo, ininteligible, fue aumentando su intensidad hasta sacarme del letargo.

—¡Corre! —escuché una voz clara y fuerte, no supe si era de hombre o mujer. Dudé de si estaba en mi oído o dentro de mi cabeza—. ¡No hay tiempo! ¡El balcón!

—¿Cuál? —Miré a mi alrededor, confundida. Todos en el paradero me miraron con estupefacción. El miedo era más fuerte que la vergüenza.

—No estás preparada para lo que viene. ¡Tienes que resistirte a la ruptura! —La voz se escuchaba alterada y ahogada.

Decidí respirar profundamente y controlarme, quizás los medicamentos para dormir estaban regalándome interesantes efectos que no esperaba. Ya lo había leído en algún chat en internet.

Sonó mi teléfono, sentí frío en mi cuerpo por un momento, terror intenso, pero a la vez angustia y curiosidad. Lo saqué lentamente del bolsillo con temor de contestar.

—Te amo, Lucía, quiero que lo sepas, por favor no pienses mal de mí por cualquier cosa que se inventen. Tengo todo en regla, vas a estar mejor, te lo prometo. Ven, necesito hablarte.

—Sí, voy para allá.

Pensé lo peor, Julián pensaba terminarme, esa era la ruptura de la que hablaba la voz, quizás él había conocido a alguien, quizás el sexo era mejor con ella y él estaba decidido a dejarme. En todo caso mi vida cambiaría para siempre. Decidí correr, ¿y si le digo que no me importa? ¿Si le digo que lo olvide y que lo podremos superar juntos? No corrí lo suficientemente rápido, en esta ciudad solo los ladrones corren a gran velocidad; traté de no llamar la atención mientras mis ojos se inundaban de lágrimas.

Me detuve en una esquina mientras esperaba que cambiara el semáforo, no era momento de propiciar un accidente con mi imprudencia. Fue cuando lo vi a mi lado, negro y profundo como mis peores noches, ese humo negro que se materializaba en el éter, nutrido de rabia y miedo, dispuesto a alimentarse de mis lágrimas. En ese momento corrí, las sombras a veces me hablaban, a veces gritaban justo frente a mi rostro, y en ocasiones no las escuchaba. Ese día las oí claro y fuerte.

Venían de todos lados, corrían tras de mí en la acera, escalaban con velocidad las paredes, se abrían paso entre la multitud como una horda furiosa atraída por el olor de mi tristeza, algo estaba a punto de quebrarse, ¿serían pedazos de mi corazón que ellos habían venido a recoger?

Había tenido todo tipo de pesadillas fatalistas la última semana, yo no los iba a dejar ganar, quería pensar que el bien prevalecía y que el amor que profesaba por Julián era suficiente para superar cualquier adversidad. Pero no, no lo era, y la voz ya me lo había dicho.

Las vi llegar por cientos, escuché en mi cabeza un zumbido metálico que se acrecentaba, yo no podía permitirme escucharlo en ese momento, necesitaba estar lúcida para lo que venía. Las sombras merodeaban a mi alrededor y fue cuando lo entendí, ellas eran tan fuertes y veloces, que de haberlo querido me habrían alcanzado en cualquier esquina. No era por mí por quien venían.

Yo rara vez las veía de día, generalmente se presentaban en las madrugadas, una o dos de ellas. Las escuchaba siempre en estado de duermevela, en ese instante en que el cuerpo está a punto de despertar, los sentidos se agudizan y podemos ver parte de la realidad que no nos cuentan. Esta vez eran cientos, gritaban cerca de mí, era un chillido agudo y exasperante como un grito de guerra, como un enjambre excitado listo para luchar. Si la intención era infundir miedo ellas estaban perfectamente diseñadas, o quizás habían aprendido durante milenios cómo atormentar al alma humana.

Llegué a la entrada del edificio, las vi treparse velozmente por la fachada, entraron por la ventana del quinto piso. Mi miedo se hizo más fuerte. Vi a mi alrededor cómo la vida pasaba en cámara lenta, empecé a llorar ahogada y el mundo a mi alrededor empezó a reproducir la película que me habían mostrado tantas veces. El carrito de helados había parqueado en la acera de enfrente, mi vecina Gloria paseaba a su white terrier y él se soltaba de la correa. Un grupo de adolescentes corría en uniformes de colegio, el chico de los helados se acercaba a mí a entregarme un volante mientras sonreía. Grité de dolor, el dolor de lo que aún no ocurría.

Arrastré mi bolso escaleras arriba, supe que Julián me iba a dejar para siempre. Llegué a la puerta del apartamento y lancé mi bolso al piso mientras buscaba con afán las llaves; las sombras me miraban mientras sonreían, el gris más turbio se tornaba negro azabache mientras ellas gritaban. Abrí la puerta, ellas entraron, vi cómo llenaron el apartamento. Julián se había servido un trago y parecía haberse tomado varios ya. Bañado en lágrimas me miró con dolor, extendí mi mano hacia él y corrió. Yo traté de alcanzarlo, estiré mis dedos pensando en tocarlo, quizás nuestro solo contacto aquietaría su tormento. Él corrió más rápido, se estrelló contra la baranda del balcón y lo vi desaparecer en el aire. Grité con fuerza, grité como jamás había gritado nunca. Grité de rabia y de impotencia. Había estado tan cerca.

El universo enmudeció un instante, vi a los vecinos entrar, alguien se agarró la cabeza y yo seguía gritando, una señora se asomó para mirar abajo y se cubrió el rostro lleno de horror. No me atreví a moverme, grité tanto como pude, para que todos oyeran y todos supieran que me dolía. Una chica del cuarto piso entró en pijama, me abrazó con fuerza enterrando mi rostro en su pecho como si así pudiera cubrir mi vista. Era tarde, había visto ya todo. Lo vi correr al precipicio, y decenas de sombras saltaron con él, en un grito de júbilo por la misión cumplida. Ya no podía escucharlas, eran mis gritos lo que llenaban la estancia y nadie se atrevió a pronunciar una palabra en mi presencia.

Escuché de lejos una ambulancia, era mi momento de reaccionar. Los vecinos habían llamado a emergencias y había llegado también la policía. Los ignoré, corrí escaleras abajo y vi que lo movían en una camilla. Subí a la ambulancia con ellos, no hacía nada más que estorbar a los paramédicos, me preguntaba el propósito de todo aquello. Sabía que no había ya nada que hacer.

Escuché la máquina que monitoreaba sus signos vitales. El tormento apenas comenzaba.

 

 

CRÓNICA

 

EL ÚLTIMO VIKINGO

Deiver Andrés Juez Correa

Ganador Crónica Asistentes

Cartagena, Bolívar

Taller de escritura Cuento y Crónica

 

La pesca artesanal ha sido una de las principales actividades económicas en los territorios del Caribe colombiano; durante años, esta práctica ha garantizado la seguridad alimentaria de muchos pueblos y municipios costeros. En ciudades como Cartagena, cuyas áreas de desarrollo se orientan al turismo, la industria petroquímica y el sector portuario, aún se conserva esta práctica artesanal como una actividad que contribuye al sustento y sostenimiento de algunos cartageneros. El señor Santander, conocido como Santa en el barrio La Esperanza, en el sector Puerto de Pescadores, forma parte de un pequeño porcentaje de cartageneros que todavía se dedican a la pesca artesanal. Con cincuenta y ocho años, es pescador en la Ciénaga de la Virgen. Allí trabaja en una lanchita de fibra con trasmallos que él mismo teje. Sin embargo, antes de dedicarse a la pesca artesanal, trabajó como tripulante en los buques de Vikingos S. A., una compañía fundada en 1968, pionera en la industria pesquera en Colombia.

Comenzó a trabajar en Vikingos en 1980, a los diecinueve años. El capitán de un buque de la empresa lo invitó a trabajar con él. Así, Santander decidió embarcarse en su primer viaje. Empezó como ayudante de los tripulantes del barco. Tenía que prestar apoyo a sus compañeros en todo lo que necesitaran: aseo, cocina, mantenimiento, refrigeración, etc. Si alguien necesitaba ayuda, era él quien acudía.

***

La empresa Vikingos practicaba la pesca de arrastre. Las redes se ataban a guayas y winches que, acoplados a una máquina que operaba como grúa, sumergía el equipo de pesca en el fondo del mar. Después de unas horas se subía de nuevo a la superficie para sacar el producto. Como el Instituto Nacional de Pesca y Acuicultura (INPA) tenía prohibido a las empresas pesqueras capturar especies protegidas como delfines y tortugas, las redes se diseñaban de tal manera que los peces grandes, en caso de quedar atrapados, pudieran escapar fácilmente. En casos fortuitos, si alguna tortuga se enredaba, se regresaba nuevamente al mar (de no hacerlo la empresa podía ser multada). Lo mismo ocurría con los delfines; mientras que los tiburones casi nunca se dejaban capturar porque, cuando se enredaban, destruían las mallas.

***

Después de unos años como ayudante, Santander se convirtió en el cocinero del buque. No se le daba muy bien la cocina, pero con el tiempo aprendió a “defenderse”. Como cocinero, tenía que estar constantemente preparando comidas para los seis tripulantes de la embarcación: capitán, jefe de pesca, maquinista, redero, bodeguero y ayudante. Aunque le gustaba su puesto como cocinero, aún tenía mayores expectativas.

Su ascenso en el barco, aunque gradual, era casi seguro. Solo le tomó unos pocos años convertirse en el nuevo bodeguero. Su trabajo consistía en clasificar y organizar los productos en los compartimientos de la bodega: camarones, peces pequeños o grandes, calamares, pulpos, langostas, etc. Como bodeguero, el trabajo era más fácil y exigía menos esfuerzo, puesto que las redes se subían cada cuatro o seis horas, lo que le permitía tener descansos prolongados.

En el buque, los tripulantes comenzaban la jornada a las seis de la mañana. Si no había producido, tenían la mañana y la tarde libre. Entonces aprovechaban para escuchar música en una grabadora (en el barco había casetes y pasacintas), o jugaban al dominó o a las cartas, y retomaban el trabajo durante el atardecer. En la noche, cada tripulante tenía una guardia de cuatro horas. Se turnaban para levantarse y recoger el producto, clasificarlo y llevarlo a la bodega para refrigerarlo.

***

Después de ser cocinero y bodeguero, ascendió a “redero”, lo que le permitió ganar el doble de salario. Como redero, su trabajo consistía en coser y remendar las redes utilizadas para la pesca. Así fue como aprendió a coser. En esta posición disfrutaba de más tiempo libre, ya que mientras las redes estaban en el agua no había nada más que hacer excepto descansar.

En sus viajes, Santander conoció la gran mayoría de los municipios costeros de Colombia. A modo de recuerdo, recolectaba conchas y caparazones de caracol, de tamaños y colores variados, para llevar a su casa. Él y sus compañeros recorrieron en barco pueblos del Caribe o del Pacífico. Los sábados y los domingos, que eran días de descanso, zarpaban a alguna bahía cercana para comprar víveres y conocer el poblado.

***

En ocasiones, cuando iban a la orilla a descansar, grupos de hombres armados les ordenaban bajar, le echaban gasolina al barco y le prendían fuego, o incluso utilizaban explosivos para hundirlo. En ese tiempo se pensaba que era obra de la guerrilla, pero no había certeza de qué grupo delictivo estaba detrás de esos actos.

En una ocasión, habiendo zarpado en el Chocó, en la bahía de Triganá, cerca de Capurganá, Santander vio venir a unas veinte o treinta personas armadas con botas de caucho. Se acercaron, pidieron a la tripulación que saliera del barco y se dirigieran a la orilla; lo quemaron junto con otros cuatro barcos. Afortunadamente, a los tripulantes nunca les hicieron daño. Lo más increíble del asunto era que no se llevaron nada del barco o la carga, los quemaron sin más. Se creía que la empresa se negaba a pagar vacunas o extorsiones para transitar y pescar en ese territorio marítimo, pero ningún tripulante tenía certeza de que la empresa estuviera realmente amenazada, tan solo eran conjeturas.

Cuando llegó la guardia costera, tres guardacostas les pidieron a los tripulantes de cada barco que entraran al agua a recoger lo que quedaba de los barcos incendiados, ya que los restos no podían quedarse en la bahía. A Santander y a sus compañeros les tocó remolcar los cascos que no se quemaron o hundieron por completo.

***

Con el paso de los años Santander ascendió a maquinista. Ya llevaba varios años aprendiendo de a poquito, sus compañeros y el mismo capitán le enseñaban. En este trabajo se encargaba de todas las tareas de mantenimiento y era el responsable de revisar que las máquinas funcionaran en perfecto orden. Para Santander, este trabajo resultaba más fácil que todos los anteriores que había tenido. No tenía que permanecer todo el tiempo en el cuarto de máquinas, debido al calor intenso y el ruido constante, sino que monitoreaba todo desde el puesto de mando. Allí, desde los tacómetros se podía observar todo lo que le sucedía a la máquina. Si surgía algún problema, inmediatamente sonaba una alarma indicando dónde se encontraba el daño.

***

Aunque Santander y sus compañeros ganaban relativamente bien, teniendo en cuenta los extensos viajes, y tenían cierta estabilidad laboral que les permitía mantener a sus familias, en Vikingos no tenían un contrato formal, les pagaban un porcentaje según el producto obtenido; es decir, el pago de los tripulantes, excepto el del capitán, dependía de la cantidad de pescado que atraparan. En este sentido, los trabajadores no devengaban un salario base ni había un contrato establecido. El único documento que firmaban era el zarpe, indispensable para autorizar la salida de los buques en Cartagena. Lo firmaban por cuarenta y cinco o sesenta días, que era el tiempo que solían durar los viajes.

Su trabajo en Vikingos implicaba estar durante meses en mar abierto, lejos de su familia: su esposa y tres hijos. De regreso traía bultos enormes llenos de pescado, camarón, calamar, cangrejos de mar, langostas… que almacenaban en dos congeladores dispuestos solamente para el pescado. Era tanto que su esposa e hijos no podían consumir, así que el pescado se repartía entre la familia y los vecinos.

—Cuando yo llegaba de viaje, mi casa se llenaba de amigos y vecinos que venían a saludar, llegaban con una bolsa a buscar pescados. Por eso la gente me conoce en el barrio.

Durante los años en que Santander trabajó en Vikingos, a él y a sus compañeros les ofrecían constantemente trabajos ilícitos como el transporte de drogas. Pero él nunca aceptó, era un riesgo que no estaba dispuesto a correr.

—No vale la pena cuando tienes una esposa y tres niños pequeños esperándote en casa.

La Armada Nacional de Colombia realizaba inspecciones constantemente. Los protocolos eran muy estrictos al respecto. Además, el buque contaba con GPS y tenían un espacio delimitado del que no podía alejarse. Si el GPS mostraba que el buque estaba en áreas prohibidas o demasiado lejos de la costa, el capitán recibía una llamada directamente de Vikingos exigiendo un reporte. Todos los días se reportaba la ubicación del buque, tanto en la mañana como en la tarde. La Armada Nacional recibía todos estos informes diarios y conocía la ubicación de los buques. Si el barco desaparecía o estaba fuera del perímetro de trabajo, le exigían al capitán que regresara de inmediato. Había un monitoreo constante.

Era normal escuchar historias de tripulantes que transportaban drogas. Algunos nunca tuvieron problemas o lo hicieron antes de que se implementaran tantos protocolos de vigilancia. Pero había noticias de buques pesqueros en los que se encontraban drogas y detenían a los marineros.

***

Después de ser maquinista, Santander ascendió a patrón de pesca. Sacó su licencia y pudo salir de viaje dos veces antes de que la empresa anunciara su inminente quiebra. Así, se convirtió en el jefe de los cinco tripulantes y tuvo la responsabilidad de determinar los destinos marítimos del buque. A veces llegaban a los límites con Venezuela, en La Guajira, o se dirigían al sur, en los límites de Colombia y Panamá. Pescaban en varios departamentos del territorio colombiano, pero nunca en aguas internacionales, ya que el buque no tenía los permisos correspondientes para ello. Hacerlo era gravísimo, puesto que violaba la soberanía nacional de los países involucrados.

***

Cuando Vikingos se declaró en quiebra, contactaron a sus trabajadores y les notificaron la situación. Desde ese momento empezaron a vender los buques. El lugar donde estaban las instalaciones de Vikingos S. A. se convirtió después en un astillero para reparar y fabricar barcos y lanchas. De ahí que Santander y sus compañeros se vieran obligados a trasladarse a otras empresas más pequeñas que Vikingos, como Océano, Antillana y Pesquero. Pero trabajar como tripulante en estas empresas no era confiable porque no se firmaban contratos, así que, a menudo, les decían a sus trabajadores que no se había obtenido ningún beneficio o que el viaje había tenido pérdidas, y se negaban a pagar.

***

Después de veintisiete años trabajando en Vikingos, en 2007 Santander toma la decisión de no trabajar más en la pesca industrial. En cambio, decidió conseguir su propio equipo y dedicarse a la pesca artesanal. Adquirió una lancha y sus propios instrumentos de pesca, y empezó a trabajar de forma independiente en la Ciénaga de la Virgen. El cambio ha sido notable. Antes trabajaba en altamar, ahora lo hace en una ciénaga.

El trabajo es más duro ahora. Antes su lugar de trabajo era un buque con suficiente espacio para descansar, cocinar etc. En la lancha, en cambio, es todo lo contrario: el espacio es reducido, no hay baño, cama o tripulación. Incluso el producido de la pesca es diferente: hay caracoles, jaibas y camarones, pero los peces no son los mismos. El agua no es la misma.

Cuando va a pescar, Santander prepara su comida y la lleva en portas; lleva también frutas, jugo y pan para merendar. Al día siguiente va al mercado de Bazurto en Cartagena a vender el producido de la pesca. En su casa, aún guarda las conchas de caracol que recolectaba en sus viajes. A veces, el olor de los trasmallos y el pescado le recuerda los días y las noches en que navegaba por el mar Caribe como un vikingo.

LO QUE LA AVALANCHA
SE LLEVÓ

Carlos Arturo González Díaz

Villavicencio, Meta

Taller Virtual de Crónica 2022

 

En 2011, la ciudad de Villavicencio se acostó inundada por el miedo, culpa de una noticia falsa divulgada por mensajes de texto. Al siguiente día se levantó muerta, pero de la risa. Así lo recuerda el escritor Carlos González.

Brenda y yo nos estábamos amando. La evidente diferencia de edad no era inconveniente, ella era una mujer que hacía poco se había convertido en adulta, yo, un señor que le llevaba más de veinte años. Sabía que ese amor estaba condenado a ser imposible. La magia del deseo y la fantasía nos unía, sin dejarnos atrapar por ataduras sentimentales o de cualquier otra índole. Aprovechábamos al máximo las cortas y furtivas visitas que ella hacía en mi apartamento. No porque estuviéramos comprometidos, sino porque ella tenía una hija: Catalina, de seis años. Dos casas nos separaban, y solo cuando ella la dejaba al cuidado de su madre amanecíamos juntos. No era frecuente. Por eso, cuando nos veíamos, vivíamos con mucha intensidad nuestra relación, disfrutábamos el momento, escapábamos de nuestras monótonas vidas.

Ese día, viernes 2 de diciembre de 2011, a las diez de la noche, se despidió. Me dio un beso y me dijo que me amaba. Ya en la soledad de mi habitación me quedé pensando en sus palabras. En nuestros códigos había palabras prohibidas, sobre todo si sugerían necesidad o compromiso. Tal vez lo olvidó y no se dio cuenta de lo que dijo.

Revisé el celular. Una treintena de llamadas de mi hermana y de mi amigo Guillermo estaban sin contestar. ¿Qué podía ser?, ¿qué habría pasado? Marqué, y ninguno contestaba. Sus teléfonos sonaban ocupados.

No tenía sueño. Encendí la televisión, busqué una película. Nuevamente les volví a marcar. Los teléfonos seguían igual. Marqué el número de Brenda, y tampoco contestó. De repente, mi celular sonó. Era mi hermana:

—Caliche, sálgase de allá, venga para acá. La represa de Chingaza se rompió; el río Guatiquía se desbordó y va a inundar medio Villavicencio.

La oí desesperada, poseída por el miedo y la angustia. Confieso que me preocupé. Empecé a hacerle preguntas, como un periodista desesperado por una chiva noticiosa: ¿cómo se enteró?, ¿quién se lo dijo?, ¿hace cuánto? No contestó. Ella, afanada, solo dijo que me saliera, y colgó.

Revisé mi BlackBerry, en ese momento ese aparato era mi conexión con el mundo virtual. Un mensaje decía: “Favor avisar a todos, parece que hay amenaza de avalancha de la represa de Chingaza, por favor estar pendientes de las sirenas de los bomberos ¡Señor Dios, protégenos!”.

Además del texto oí los audios de personas desconocidas, con voces que parecían inundadas por el llanto, suplicando buscar sitios altos para resguardarse del inminente peligro. Pensé: “seguro las noticias tendrán información más clara”, encendí el televisor, busqué y rebusqué en los canales regionales y nacionales, la radio tampoco parecía atenta a esa catástrofe. A pesar de ese mutismo de los medios de comunicación, las líneas telefónicas estaban colapsadas. Insistí con el número de Brenda, y no lo logré.

Salí hacia la casa de ella. Estaba seguro de que me diría algo. Si me amaba como aseguraba, no se condenaría a la viudez de su corazón. Golpeé duro en su puerta. No salió. Las luces estaban encendidas. Miré por las rendijas de la ventana y descubrí todo revolcado: pantalones y camisas en el suelo, zapatos alejados de su par y una maleta pequeña encima de la cama con ropa sin arreglar; también vi vestidos y juguetes de la niña. Quizá el miedo no le dio tiempo de avisarme y prefirió tomarle la delantera a la tal avalancha. Nuevamente la llamé a su celular. Ya no repicaba.

Yo vivía a doscientos metros del río Guatiquía. En caso de desbordamiento sería uno de los primeros en ser arrastrado por el caudal. Los habitantes del sector, conscientes del mismo riesgo, salieron con niños, maletas, electrodomésticos y gritos. Una estampida humana se tomó las vías. Carros, motos, bicicletas, gente corriendo. Caminé entre el gentío y logré llegar de nuevo a mi hogar. La radio seguía con su programación de fin de semana. En una emisora alcancé a oír un fragmento de una canción que decía: “Aquellos diciembres que no volverán…”. Revisé mi teléfono, y nadie más había vuelto a llamar.

El miedo es un virus difícil de controlar y fácil de propagar. Sin maletas, y apenas con unos audífonos puestos, volví a salir. No quería cargar mi hogar al hombro para no quedar como un histérico en caso de ser falsa la noticia. Ya estaba algo contagiado por el pánico.

La avalancha ya había llegado, pero no la del agua sino la de miles de personas que llenaron las calles, y se arrastraban unas con las otras formando una ola gigante que rezaba e imploraba. Los carros pitaban y hacían sonar los motores amenazando con pasar encima de los asustados. Una imagen similar a las horas que antecedieron la tragedia de Armero, el 13 de noviembre de 1985, cuando una avalancha de lodo y lava descendió del cráter Arenas del volcán Nevado del Ruiz aumentando el cauce del río Lagunilla, que provocó la muerte de más de veinticinco mil personas.

Ese 2 de diciembre de 2011, los cálculos enviados en los mensajes anunciaban la muerte de más de cien mil personas. La represa de Chingaza tiene una capacidad real de veintidós millones de metros cúbicos de almacenamiento; con su ruptura todo caería al río Guatiquía que recorre casi la mitad de Villavicencio, y de ahí, la tragedia.

—Súbase, viejo, se va a ahogar —gritó alguien desde una camioneta de estacas a punto de pararse en sus llantas delanteras por el peso de la gente.

No hice mucho esfuerzo para subirme. Los vehículos pasaban a dos kilómetros por hora. El trabajo era encontrar un espacio en los estribos. Aparte de personas, observé perros, gallinas, platones, un televisor grandísimo en su respectiva caja.

—Eso es un castigo de Dios —dijo una vieja gorda con el cabello desordenado como las mechas de un trapero; iba al lado del chofer, incomodando a las seis personas que estaban dentro de la cabina. Tal vez por eso la camioneta no se paraba en sus llantas delanteras. Recitaba el padrenuestro y el avemaría, llevaba una camándula en sus manos.

—Recibimos este castigo por desobedientes, perdónanos, padre santo, por nuestros pecados. —Y afuera un hombre de rodillas parecía seguir las plegarias—: Tuya es la gloria, tuyo es el poder.

El vehículo se movía lentamente. Estrelladas de toda índole se producían por el afán de ser los primeros. Detrás de nosotros venía una moto Yamaha ochenta. Conté seis personas subidas en ella entre niños y adultos. Además, una persona traía un platón en la cabeza; entre otros dos traían un colchón. Dos perros peludos y cansados los seguían.

—La avalancha debe venir en el barrio Galán —gritó alguien sin certeza. Por momentos me dejaba alucinar hasta el punto de creer que la tal avalancha era verdad. Imaginaba cómo un aluvión sepultaba la ciudad.

Unos se persignaban, otros rezaban en voz baja, y me sorprendió ver amigos ateos pidiendo perdón a Dios por sus pecados, unos pecados que yo bien conocía y que antes se jactaban de haber cometido.

Allí sentado y rodeado de esa histeria recordé el último día del año, cuando faltan cinco para las doce, y con ánimo festivo corremos para dar felicitaciones y nuestros buenos deseos. Era una algarabía propia de esos instantes, pero sin pánico.

Los pitos de carros y motos hacían del ambiente algo tenebroso. Veía casas donde no había nadie; aun así, sus puertas y ventanas estaban abiertas.

“¿Qué será de Brenda?”, pensaba y trataba de buscarla entre la muchedumbre, o encaramada en un carro o en una moto. Me la imaginaba desconcertada, huyendo despavorida llevando a su hija alzada, dando voces de pánico igual que todos los demás.

Mi radio seguía transmitiendo música de fiesta. No hay ningún reporte de afectación de la represa, y si hubiera pasado algo se habrían activado las alertas y los protocolos, pensaba.

—Raro que la emisora no esté dando la noticia —dije en voz alta, dirigiéndome a todos los de la cabina.

—Entonces ¿qué hace aquí subido? —refunfuñó la vieja gorda dejando de rezar. Me sonó a regaño—. Este mundo está perdido, esto se veía venir. El hombre ya no tiene temor de Dios —espetó como si echara la culpa a los demás.

—Sí, hombre, ese es el precio que tenemos que pagar por la desobediencia —intervino el chofer, mirándome por encima de las cabezas de los demás.

El miedo vuelve a las personas sordas.

—¿¡Hasta dónde vamos!? —pregunté, arropando a todos con la mirada.

El chofer se volvió y me buscó por encima de los ocupantes.

—Hasta la puta mierda, donde la avalancha no nos alcance.

Inmediatamente imaginé dónde quedaba ese lugar.

Una señora muy bonita iba corriendo en ropa interior y mostraba ciertos detalles. Sus senos descansaban sobre sus manos abiertas, como si llevara dos melones para la venta. Así podía correr más rápido, supuse.

Se oían gritos desesperados llamando a Matías, a Mateo, a Lorenzo, a Manolo. No sabía si eran personas o animales. Toda la ciudad se había volcado a las calles. El llanto de los niños no era ajeno a la situación. Nadie reía. Había en sus rostros una mueca propia de una tragedia griega.

Un carro varado impedía el paso de autos y motos. Una turba que iba a pie lo empujó para orillarlo. Sus ocupantes buscaron otros carros donde treparse.

Según las autoridades hubo más de treinta heridos, diversos accidentes de tránsito, saqueo de casas y hurto de vehículos.

En la camioneta en la que yo iba trepado, un hombre flaco de bigote dijo:

—Oigan, oigan, ya se oye el ruido de la corriente arrastrando piedras, escuchen.

Todos movimos nuestras cabezas, como antenas parabólicas, en distintas posiciones, tratando de captar el ruido de la avalancha.

—Sí, ya está cerca, y viene con mucha fuerza. Ese río no sonaba así.

Yo no oía nada.

—Los ríos son muy traicioneros —dijo alguien. Pensé en mis hermanos, una cascada de imágenes vino a mí viéndolos correr desesperados. La impotencia y la desesperanza que todos compartíamos me invadió, mis ojos se inundaron de lágrimas, que sequé con las mangas de mi camisa.

Llegamos a un punto donde no se pudo avanzar más. Había cuatro vehículos estrellados. Sus dueños se tranzaron en discusiones banales y se negaron a conciliar. Uno de los implicados decía que iba a llamar a un agente de tránsito porque su carro era nuevo y él tenía la vía. Desde su celular hacía llamadas, pero no le contestaba nadie. Los ocupantes de los carros se salieron y se treparon a otros carros, de modo que solo se quedaron los dueños arreglando el percance. Atrás, carros y motos pitaban desesperados para que dieran paso. Alguien alentó a la muchedumbre: en masa quitaron y orillaron los vehículos implicados, en contra de la negativa de sus dueños. Nada pudieron hacer. Una muchacha como de treinta años se bajó rápidamente de la cabina donde yo venía trepado; arrancaba gritos de dolor a los demás a medida que salía. Alguien le preguntó que por qué se bajaba.

Ella respondió desconsolada:

—Se me olvidó traer la libreta en la que tengo anotados a los que me deben. Yo vendo perfumería a crédito.

Ahora era imposible no sentir miedo. Encaramado en ese vehículo, iba atrapado en una disyuntiva de verdad o de mentira. Tenía un poco de miedo, pero a la vez me armaba de valor. Mis ojos veían desconcierto y caos, y mis oídos oían música de fiesta.

Con mis audífonos puestos, la emisora que escuchaba suspendió su programación musical y dio un avance informativo. El locutor, desesperado, decía que era una falsa alarma; que la noticia difundida por las redes sociales carecía de veracidad; que las compuertas no se habían roto ni el río se había desbordado. Inmediatamente emocionado, iba gritando y repitiendo a los que iban en el carro una a una las palabras que decía el locutor. Nadie me escuchó. Los rezos eran más fuertes, como si quisieran que Dios los escuchara en el cielo. Busqué otra emisora en el dial: estaban diciendo lo mismo; estaban entrevistando al director de la Defensa Civil.

Me bajé del vehículo. Nadie se dio cuenta. Regresé a pie y continúe enterándome por la radio en una emisora local. Ya en mi cuarto solté una carcajada, y con el sonido del pánico dormí tranquilo.

El sábado me levanté a las seis de la mañana. Rápidamente revisé si había rastros de agua en el piso. No vi nada. Salí y vi las calles. Todo estaba normal. Carros, motos, gente sin prisa, como si nada hubiese pasado. Por un momento tuve la idea de que había sido un mal sueño. Me asomé a donde vivía Brenda. La llamé, y no me respondió. Fisgoneé por la ventana y vi que la habitación seguía vacía. Suspiré profundo y me entré.

Libre de preocupaciones y con una taza de café en mi mano, pensé por última vez en Brenda. Todo estaba claro. La avalancha de la desdicha se había llevado nuestra relación. Nos habíamos prometido que cualquiera podía terminar la relación sin dar una explicación.

LA MAÑANA EN
LA QUE MORÍ

Daniela Arias

Mosquera, Cundinamarca

Parche Literario Crónica Mosqueruna

 

El 1.º de junio de 2023 pinta como los seis días anteriores: gris, triste, vacío, ansioso y miedoso. Son las siete horas, la mañana está fría. Me decido a empezar mi rutina, porque en una hora entraré a trabajar. Antes de bajar a hacer el desayuno, miro fijamente el techo de mi habitación, casi rogando por un milagro, aunque no sea creyente.

Rumbo a la cocina, me detengo para saludar de lejos a mi abuela. ¿La razón? Hace unos días, exactamente ocho, la diagnosticaron, junto con mi abuelo, positivo para covid-19. A pesar de ser tan cuidadosos, ellos se contagiaron primero que yo, por tal razón, me estoy haciendo cargo de todo en la casa, pues somos solamente los tres.

Al llegar allí, lo primero que hago es calentar café para las dos, pues soy fiel creyente de que las bebidas calientes llegan también al corazón. Luego me dispongo a hacer el desayuno y llamo a mi pareja para que desayune conmigo. A mi abuela la llevamos a su cuarto, y desde el mueble que queda en el otro costado nos hacemos compañía.

8 a. m. Ya está saliendo más el sol, y empieza mi jornada laboral. Paradójicamente, en mi rol como profesional en trabajo social, estoy cumpliendo con labores en el área de la salud, algunas como llamar a pacientes y sus familiares contagiados con el mismo virus, para verificar que tengan toda la información necesaria para su estancia en la clínica. Otras veces, llamo para avisar a las familias que los pacientes van a ingresar a la unidad de cuidados intensivos, lugar donde también está mi abuelo. Pero nada, ¡a seguir!, me digo, pues no puedo hacer algo más que eso.

9 a. m. No he realizado muchas llamadas, pues la gente no suele contestar tan temprano. Entra mi gata, y sin medir distancias salta encima del armario de mis abuelos, pasa por detrás del televisor y empieza a maullar de una manera desconsoladora. También rasguña con sus dos patas delanteras el cenicero de mi abuelo, donde están sus cigarrillos y las llaves.

Mi abuela y yo tan solo nos miramos, con eso nos decimos muchas cosas, pero ella toma la delantera y me dice:

—¡Eso no me gusta! Los animales sienten mucho, ¡no me gusta!

Yo no puedo hacer más que agachar la mirada y suspirar, sabiendo que es verdad.

Nueve y media de la mañana. Empieza a sonar “RINGGGG, RINGGG”. Hasta el día de hoy creo que ningún timbre ha sonado como ese. Mi abuela se levanta de la cama, mira su celular y me lo pasa de inmediato:

—Es del hospital, yo no quiero contestar —por lo cual, me dispongo a hacerlo en altavoz:

—¡Buenos días! ¿Me comunico con Inés?

—¡Buenos días, doctor! No, señor, soy la nieta de Inés y la nieta de Álvaro.

—¡Buenos días! Mi llamada es con el motivo de informarles que lamentablemente don Álvaro acaba de fallecer…

En este momento pienso: “él no falleció, ¡fallecí yo! ¡Porque en esta mañana me acaban de decir que me morí!”.

Pero no lo digo en voz alta. Me dispongo a salir del cuarto mientras mi abuela grita y mi novio la sostiene en sus brazos. Le pregunto al médico acerca del proceso a seguir, porque además de no poder despedirnos en vida, tampoco lo haremos en la muerte; nos han privado de tanto, que nos privaron hasta de tener un ritual de despedida. ¡Y ahí estoy yo! Llamando y contestando, sin estar segura de quién me llama, sosteniendo tres teléfonos a la vez, y respondiendo a todos: “Sí, es verdad, ¡falleció!”.

Me pongo a llorar en el piso y pienso en que nada se podría comparar con unos días atrás, cuando él estaba conmigo. Y siento que mi mundo se derrumba. No hay palabras ni abrazos que reconforten. ¿Será un sueño? ¿Estoy loca?

Entre parpadeos y parpadeos, medicamentos, suspiros, risas y llanto, ahora son las 9:00 p. m., pero del 14 de julio de 2023. Y, a veces, creo que seguimos siendo tres. Aún me pregunto si sigo en un sueño, si estoy en piloto automático, o si en verdad confirmo lo que pensé aquella mañana en la que morí.

VELADA POÉTICA

Pedro Hubher Zambrano Aguirre

Ibagué, Tolima

Taller Ibagué Escribe y Cuenta

 

26 de julio de 2022. Martes como los anteriores en el taller Ibagué Escribe y Cuenta. Seis y cuarenta y cinco de la tarde. El director inicia la sesión de creación literaria, esta vez con una misión especial: componer versos. Los participantes saben que asisten a uno de los talleres más esperados. Así lo ha indicado el director a través de un mensaje:

—Nuestra invitada es la poeta Gladys Buriticá, una de las nuevas voces del Tolima.

Después del saludo, el director presenta a la invitada y le propone las preguntas que son punto de partida: “¿Quién es Gladys Buriticá? ¿Cuál es su método de composición?”, entre otras que resultan necesarias en un contexto como el de la creación literaria.

Se apagan los micrófonos y aparece en la pantalla de los dispositivos la figura de una mujer que evoca la poesía. Su voz suave declama:

 

MONTAÑERA

Crecí en cordillera,

mis pisadas cruzaron matorrales y arroyos,

me arrullaron conciertos de grillos y ranas.

Sobre mi torso las nubes lloraron.

Mi piscina fue un tanque con musgo,

mi sauna, el cielo ardiente;

mi medicina, unas ramas;

mi enfermera… mamá.

La aritmética asomó a mi vida

tras las grietas de un espejo:

Una maestra me enseñó de sumas,

la vida misma me enseñó a restar.

 

La lectura hace que afloren sentimientos variados en los rostros de los talleristas. Seguidamente lee su breve autorretrato. “Docente de escuela, licenciada en educación y especialista en poesía”, y relata sus logros literarios, su largo recorrido hasta llegar a consolidar un estilo que la hace distinguirse entre la gran pléyade de escritoras tolimenses. Se escuchan las voces de felicitación. Surgen los aplausos producto de la admiración por sus versos y su trayectoria.

—El método de composición tiene su raíz en las motivaciones cotidianas conscientes e inconscientes; las primeras son sentimientos y emociones, nacen de un viaje, del encuentro con alguien, de una petición, de una crítica. Las segundas, de una idea, de intentar explicar realidades —expresa ella.

La conclusión es que el poema inacabado se compone de versos libres, blancos y sueltos, y que resulta importante tener en cuenta el silencio entre las estrofas, tan importante como el punto aparte.

Su apreciación en la lectura y la forma de escribir poemas se refleja en la estructura de las palabras que utiliza en su poema “Montañera”.

El director pide la palabra y explica algunas de las clases de versos.

—Los versos libres son aquellos que forman parte de poemas que no se ajustan a ninguna norma métrica, no tienen rima, ni medida, y se amoldan a una estrofa concreta. Ejemplo:

 

Agua en movimiento,

vida que demora a la muerte,

designio extraño del que medita

al influjo de las gotas despeñadas.

 

Luego habla del acento prosódico y su música casi matemática; de los versos blancos y su rebeldía frente a la rima y de otros más que evidencian un amplio conocimiento de las normas de versificación.

El director termina su intervención leyendo el autorretrato de Nicanor Parra, el antipoeta, y solicita a la poeta Gladys que explique la diferencia entre poema y poesía.

—Son dos elementos diferentes —explica ella—. Un poema es el arte de composición poética. Poesía se refiere a la forma de expresión literaria, uno de sus géneros. Poema y poesía pueden ser sinónimos cuando se refieren a una composición poética. La economía del lenguaje consiste en que, entre menos palabras uses, se escucha mejor. Un poema es un milagro y los milagros no suceden todos los días.

Para ilustrar la definición cita como ejemplo su poema “Naturaleza humana”:

 

¿Qué somos si no brasas ardientes?

¿Qué somos si no emboscamos el frío?

Somos candelabros, antorchas…

El fuego que funde y bendice la noche.

 

“¡Felicitaciones, poeta!”, se escucha por parte de los asistentes. En efecto, en el transcurso de la sesión se han logrado corroborar algunos de los elementos del método de composición de los poemas:

 

- La idea, que es la revelación.

- Aproximación a la idea, que invita a investigar.

- La libertad creativa para dejar que las palabras fluyan.

- No detenerse a corregir.

- Hacer ejercicios de escritura por medio de diseños y borradores.

- Reconocer que la corrección se centra en la parte formal, no en la idea.

- Evitar retóricas y limpiar los versos.

 

—Corregir en lírica significa medir los versos, que fluya la belleza de las palabras, atender a la música del poema y subdividir en versos, estrofas, utilizar la métrica y la rima —concluye el director del taller.

Con esta intervención se da por concluida la sesión remota del taller sobre escritura de poemas. Los asistentes dan su agradecimiento a la poeta invitada por sus explicaciones y por la excelsa lectura.

Se llega al acuerdo de realizar una sesión presencial la tarde del 26 de agosto en la casa de uno de los compañeros de taller, que se ofrece para servir de anfitrión. La idea es llevar a cabo una velada poética, de esas que cada vez resultan más escasas. Por todos lados se hacen reuniones de diversa índole, pero son pocas las que se realizan para celebrar la poesía. Es una ocasión para reafirmar la inmortalidad de la palabra poética, además de convertirse en oportunidad para leer los escritos de los asistentes al taller y tener el privilegio de escuchar a la poeta Gladys Buriticá recitar de viva voz los versos de Poemas del sol bajo la lluvia, el libro en el que recoge varios años de arduo trabajo.

En la fecha indicada se da curso a la velada poética, la cual inicia con un sentido brindis con copa de vino. Dos consagrados poetas y el anfitrión, un inexperto autor de versos, se reúnen alrededor de la palabra. Los demás integrantes del taller hacen presencia espiritual. Hubiera resultado apropiado que estuvieran presentes de manera física, pero la poesía elude la multitud, es solo para paladares literarios exclusivos.

Unidos por la lírica, los contertulios adornan la tarde con palabras y crean una atmósfera de sana bohemia. Se hace evocación de grandes poetas como Julio Flórez, Pablo Neruda, Julio Cortázar, Porfirio Barba Jacob, entre otros. Se recitan versos del Cantar de los Cantares, el Cancionero de Petrarca y “El cisne” de Miguel Ángel.

El director declama algunos versos del poema “Leda y el cisne”, de Butler Yeats:

 

Un golpe inesperado: las grandes alas baten

en la aturdida joven, las oscuras membranas

le acarician los muslos, siente el pico en su nuca

y la opresión del pecho en su pecho indefenso.

 

Poema que eriza la piel y que motiva un nuevo brindis. Emerge de nuevo la voz de Gladys Buriticá en su excelsa creación “Poema y flor”:

 

El poema es una flor exótica;

germina el corazón humano,

con sus espinas, rasga la piel,

su tallo perfora las vísceras,

las células llevan su aroma,

los sentidos dibujan sus pétalos.

El alma del poeta siente alivio

cuando algún lector, con sutil arrebato,

deshoja el capullo.

 

Letras transformadas en canción que perfuman la tarde con el aroma de una flor exótica; el susurro de la voz tierna al oído y el alma inspirada de la poeta se convierten en palabras que incitan a catar de nuevo el vino.

 

MI MADRE

El coraje de mi madre canta su victoria.

De niña, montaba a “Lunares” el corcel del abuelo.

A galope, valiente y errante, aprendió a llegar a sus

metas.

Sus manos estoicas tejen calor bendito

Y su risa alegra el hogar.

 

“¡Grande maestra, elocuente en versos!”. Siguen los aplausos.

Le corresponde el turno al anfitrión. Lee “Hoguera”, uno de sus proyectos de poema, que da espacio al debate, las recomendaciones y la corrección. Luego de las intervenciones, el anfitrión vuelve a leer:

 

HOGUERA

Desnuda

bronceada por la luna.

Mis ojos

se intimidan ante tu belleza.

Mi pie

arde entre tus brazos.

Tus besos…

Queman.

 

Se siente afortunado entre los escritores del taller de creación literaria Ibagué Escribe y Cuenta. Tiene el honor de recibir clase personalizada de poesía por parte de dos grandes y respetados poetas, Gladys y Miguel, de escuchar sus voces autorizadas para reconocer la profundidad de los versos y la forma correcta de invocar la poesía.

Se acaba la tarde de velada poética. Se acaba el vino. Solo la poesía se hace inmortal.

OFELIA DETRÁS
DE LAS TABLAS

Ximena Ruiz Salas

Bogotá, Bogotá D. C.

Taller Distrital de Crónica

Soy vertical.

pero preferiría ser horizontal.

Sylvia Plath

 

El primer día que la internaron en el hospital psiquiátrico sintió ganas de nunca más volver a hablar. Miró alrededor y era un sitio blanco, tanto, que le parecía que contrastaba con los rostros pálidos de las monjas del Perpetuo Socorro: quería pedir justo socorro, pero sabía que ahí no había eso, que era una perdición más grande que la suya y que la iban a intoxicar a punta de sustancias dañinas; como a la Ofelia que había dramatizado tantas veces y por la que ganó reconocimiento y una alegría que jamás había sentido con sus pacientes del hospital: cuando estudiaba enfermería sentía que su alma no era esa, no era, no. Recordó el escenario de Ofelia que le parecía menos patético que el de ahora: “Una casa de blancos muros / Tal vez un hogar adinerado / Una blanca mansión en el Caribe / Tal vez un hospital / Una clínica de desintoxicación / Una piscina / O una bañera de hidroterapia / Tal vez un arroyo / Palmeras / La sensación de estar rodeado de acantilados”. Cale evocó su primera vez de encierro: “Abrí los ojos y me encontré en un cuarto chiquito, con una celdita arriba, en una camilla de las antiguas: de hierro, con baranditas y ahí amarrada a esos tubos. Horrible, drogada. Con todos esos medicamentos que me daban se me secaba la boca, la garganta, la lengua pegada al paladar —pronunció cinco veces la palabra horrible como si retornara una vez más a ese espacio—. No podía hacer nada, acostada y totalmente inmovilizada. Una sensación desesperante. La pobre Ofelia igual, cuando estaba atrapada en su delirio y además en las escenas cuando estaba con camisa de fuerza, luego me pasó en la realidad; fatal, imagínate cómo fue eso”.

Fue en 1999 cuando conocí a la gran Calena. Me sorprendió el fulgurante brillo de sus ojos pardos, su cabello de un tenue color cobre y su bufanda café, de piel, al estilo de las actrices de películas que tanto me gustaban. Era pura sonrisa, con sus dos hoyuelos en las mejillas y su voz extrañamente cantarina y metálica. Su imagen es la de una mujer magnética: de una belleza conmovedora por su energía vital, como la del volcán Galeras que es nuestro abuelo y manto de todos los días. En esa época estaba de vacaciones del colegio y trabajé para el Festival Internacional de Teatro en Pasto, se supone que era guía de los teatreros que venían de otros hemisferios; algunos de ellos muy singulares, pero esos son otros personajes que se quedarán en el entramado de mi memoria. A Cale la conocí por una amiga que trabajó en el Festival y las dos se convirtieron primero en entrañables amigas y luego en amantes: ya pueden imaginar el escándalo que producía en esa época ver a dos mujeres tomadas de la mano o dándose un beso. Ese era el terror, sobre todo de la mamá de Cale, que prefirió meterla a un psiquiátrico antes que soportar ese “desvío” de la moral. Recuerdo que, por orden de la mamá, las monjas del Perpetuo Socorro le tenían prohibidas las visitas a S. La primera vez que la visitamos, S le llevó un carrito de madera (estilo antiguo) y un cuaderno. Ni se imaginan todo lo que hacíamos para lograr entrar cada domingo, nos inventábamos nuevas maneras de engañar a las monjas; esto se convirtió en una suerte de puesta en escena: actuábamos, nos vestíamos diferente para no ser reconocidas, teníamos emisarios para distraer a la monja portera y colarnos al famoso Pabellón C. Al entrar al blanco e impoluto pabellón, ella venía a nuestro encuentro con su menuda sonrisa y sus ojos un poco alucinados, parecidos a los de otras pacientes que la rodeaban con admiración, como si fuera una aparición, la líder de todas; la seguían a todos lados como si interpretaran un papel, ella, la directora de sus días.

Recuerdo que decidí cortarme el cabello al estilo Nosferatu, como me decía mi madre. En vez de indignación sentí un gran halago; Herzog es un director que admiro por su extraña manera de contar cualquier historia. En este caso, el detalle en primer plano de los ojos del vampiro, sumergido en la melancolía de su vida eterna, y su pasión desbordada, etérea. Surca y socava las profundidades de nuestra existencia, de la existencia de ella, en aquel lugar lúgubre donde la encerraron tantas veces, no sé cuántas. A Cale le impresionó tanto que me dijo:

—Hola, Ximena Blue, qué bella estás. —Me contempló durante unos segundos, al igual que yo contemplé su rostro hechizado; toda la sangre recorrió mis mejillas y mis ojeras. Lo que más me sorprende es que aún me llama igual después de tantos años; un gesto conmovedor que me regresó al pasado que ahora estoy relatando.

No puedo imaginar a Calena sin Ofelia, personaje que dramatizó un año antes de ser recluida por primera vez en la clínica psiquiátrica. Un papel que conmovió a todos los que tuvieron la oportunidad de verla: Ofelia o la madre muerta, del escritor chileno Marco Antonio de la Parra. En esta obra se le da voz a la mujer, un protagonismo que en la tragedia Hamlet de Shakespeare no sucede. Se dice que Calena, después de protagonizar a Ofelia, quedó marcada por este personaje, hasta el punto de sentir que ella era la misma Ofelia fragmentada, delirante, anoréxica, que pasa sus días en una clínica psiquiátrica donde es sometida a la cura con fármacos para aliviar su “enfermedad”.

El espacio físico de la obra estaba compuesto por escenarios móviles, ahí Cale era un pez en el agua, en medio de una bañera, con una simple trusa negra y en algunos momentos con una camisa de fuerza blanca. Había ventanas, puertas y algunos elementos de decoración: un florero, una mesa, una lámpara y un paraguas. En Ofelia o la madre muerta, el agua es el elemento que acompaña la mayoría de escenas por donde se mueve. El lugar de sus delirios lúcidos. La otra Ofelia de Shakespeare se suicida en el agua, se deja ir, rema con su locura hasta cristalizar su propio cuerpo en la transparencia: “Mientras, cantaba estrofas de antiguas tonadas, como inconsciente de su propia desgracia, o como una criatura dotada por la Naturaleza para vivir en el propio elemento”, le narra la reina a Laertes, hermano de Ofelia.

Los bastidores eran conducidos por cada actor que entraba en escena, cada uno tenía el propósito de describir los espacios donde se funde la vida de Ofelia, la vida de todos: Polonio, Hamlet, Gertrudis, Claudio, la madre muerta y la estrella de cine.

Calena cambió de escenario en su presente, estudió gastronomía, y reía con sus dos hoyuelos, que siempre atraviesan su sonrisa, por “la locura de ahora estar trabajando en un restaurante vegetariano”. Las dos acudimos a la mueca de nuestras bocas para celebrar las vueltas y revueltas de la vida, su inquietante movimiento, como la sentencia de Heráclito, que desde 540 a. C. anunció que nunca se pasa dos veces por el mismo río. Nunca, jamás. Sin embargo, los recuerdos se quedan instalados en algún recodo del hipocampo; los científicos describen estas regiones del cerebro como si fueran caballitos de mar, justo el elemento acuático de Ofelia y la gran Calena: una vez pude ver que jugaba con un pedazo de espejo que se había encontrado en el río más maltratado de Pasto. Estaba descalza y llena de fango que desprendía un olor azufrado. Ella deliraba con su rostro enrojecido por tantos días de calle, sol, lluvia, frío; todo el tiempo disertó sobre la imagen de su propia imagen.

En la entrevista me nombró de nuevo como Ximena Blue, me sentí azul por los recuerdos que las dos transportamos: recordó la ambigüedad de este tiempo, enfermera y teatrera. En nuestro reencuentro bostezó y le pregunté si tenía sueño, me dijo que más o menos, que todos los días madrugaba a las 5:00; buscó ese trabajo porque en las mañanas después de llevar a su hija Sarita Urania al colegio no sabía qué hacer, en cambio ahora tiene el “espacio agarrado y gana algo”.

Lo más apasionante del papel de Ofelia o la madre muerta, para Cale, fue “la locura del personaje, cuando hice el casting le metí todo el entusiasmo, me puse loca, bien loca, para poder interpretar esa rareza y me lo gané”. Hablamos de que Ofelia es un personaje oceánico, y la trusa, la vestimenta, le iba a la perfección. Ver a Ofelia desde el aspecto femenino es revolucionario, “mujer con mucho ímpetu, ella va en contra de todos, el caos de la vida, quería salir de ese medio en el que estaba, huir y liberarse”. Esta Ofelia —pensamos— al menos intenta responderle al mundo con su rebeldía de mujer, no como la versión de Shakespeare, que es una enamorada suicida, sometida a las argucias de su mundo. La Ofelia que interpretó Cale, en cambio, es la que descubre la maldad de todos los que la rodean, ella no idealiza a Hamlet, aquí Hamlet es el enamorado, pero igual que todos, al final la traiciona.

Una vez fuimos a buscar a Calena a un hotel cercano a la plaza del Carnaval. Entramos a este lugar de dos pisos de cemento agujereado, oscuro, de aire rancio, sórdido. Nos atendió una mujer con unos tacones altos y una peluca rubia; se portó adusta, desconfiada. No nos miró a los ojos. Respondió en un tono seco que ahí se hospedaba, pero no estaba. La intención de S era sacarla de ahí, pues las noticias que rondaban no eran alentadoras. S le escribió una nota que deslizamos por la puerta de su habitación. Salimos con los rostros abatidos. En la noche decidimos buscarla por los sitios que frecuentaba, pudimos verla descontrolada, con sus ojos eternamente brillantes. Tratamos de “rescatarla”, no logramos hacerlo, ella quería más. Quería ser Baco, Dionisio, Safo, Eros. Quería delirar ad infinitum: se fue, nos dijo adiós con sus manos y las desplegó como alas.

Me enteré de que a Cale la recluían cada año y cuando le daban salida se encerraba como una mística en su casa, se preparaba casi trescientos días para salir en la época del Carnaval de Negros y Blancos. En ese momento, cada uno vive su propio acontecimiento, con el aguante del trasnocho, con la embriaguez de los cuerpos y la mente, o con la soledad, detrás de cada muro, planta, casa. Todos los años ella salía a enfrentar el mundo al que amaba y al mismo tiempo temía. El fulgor del baile y el llanto, la locura que cada uno posee, proyectada con las pintas de colores; por primera vez se puede ser blanco, negro, azul o transparente, cada uno puede alucinar con sus delirios. Ella y yo fuimos a orinar a un árbol primordial, en esos días el contacto con la tierra es particular y, si uno quiere, puede ser impúdico. Me mostró una especie de faja, como las que usaban en el pasado las madres para proteger el plexo solar de sus hijos. Me contó que la tejió durante todo el año, ese tejido relataba su vida, su aflicción y todas las preguntas que se hacía cada día. Lloraba embriagada de la angustia de la vida, pero también reía. Era su propia magia elaborada con las manos del encierro, de la frustración de ser o no ser. Ella quería ser lo que su familia no quería que fuera, de ahí su ansiedad.

Shakespeare escribió Hamlet en 1602, época donde Dios y el cristianismo dejan de ser el eje central del pensamiento, para darle cabida a la ciencia y la razón. Hamlet se representa como un loco, su intención es destapar el asesinato de su padre a manos de su madre y Polonio: “Yo solo estoy loco con el Nornorueste; cuando el viento es del Mediodía, sé discernir el halcón de una garza”. En cambio, Ofelia sufre una especie de metamorfosis por todos los acontecimientos que la van destrozando y al final canta en el agua la locura de vivir.

El mito de la nave de los locos aparece en este tiempo remoto: un barco lleno de “locos” que navega por los ríos, sin ningún norte, expulsados y marginados de las ciudades. En la Antigüedad el loco representa un peligro, el de la sinrazón y la fragilidad humana. Este compendio de 1994 de Sebastián Brand sube a su navío ciento doce vicios: el necio, el bebedor, la pasión, entre otros. A propósito, hay una pintura de El Bosco que la retrata: sus personajes más visibles son un cura y una monja tocando la guitarra; esta embarcación navega delirante en la tierra. Aparece el símbolo de la luna en una bandera atada a un árbol de mayo, aquí se esconde el misterioso Diablo. Hay muchos cántaros de vino. Todos los personajes retratados hablan al mismo tiempo.

Ofelia o la madre muerta transcurre en un psiquiátrico, en este lugar se desarrolla escena tras escena. Todo se llena de luces y pantallas con imágenes marinas. Ruidos y de vez en cuando el sonido del mar y las olas chocando incesantes. Las insondables luces nos sumergen en los miedos y pasiones de los personajes: “Solo el mar es tolerante, el río, la piscina. En mi cabeza las cosas dan vueltas, confundidas” —dice Ofelia—. Antonio de la Parra nos hace sentir con ironía que los centros psiquiátricos son un reducto más del capitalismo. Hamlet le cuenta a Ofelia que sus padres lo internaron en una clínica privada, que ahora solo se le nota un pequeño temblor en la mandíbula cuando está nervioso. En la modernidad los tratamientos psiquiátricos no solo se reducen al encierro, se utilizan fármacos de todo tipo. En Ofelia se mencionan algunos: zopiclona, temazepan, tiodarizina. Cale me contó que en la clínica donde estuvo recurrían a terapia electroconvulsiva: un procedimiento de estímulo para el cerebro, es decir, electricidad, en los pacientes con síntomas de gravedad. Recordó a una mujer con delirios místicos, dijo que en otra época aquella mujer podría ser declarada santa: “Ella miraba a Dios, a la virgen y querubines, entraba en trance. Lo que hacían era darle terapias electroconvulsivas, una terapia impactante de los hospitales psiquiátricos. Les pasan corriente, les dan corriente, corrientazos que producen convulsiones. Cuando salen de ahí, salen olvidados de hasta cómo se llaman. La mayoría de las mujeres que recuerdo estaban en el Perpetuo porque no podían dormir, otra cosa que me impactó fue ver a niñas en ese lugar”.

La última vez que nos encontramos fue hace siete años. Confieso que los fragmentos de la conversación que tuvimos para esta crónica la hicimos por videollamada, así que relatar el espacio me cuesta, solo pude ver que detrás de su cabeza estaba pegada la cabeza de un gato, parecía que lo había hecho Sarita por el estilo de la figura y los trazos de colores como líneas de fuga. Vuelvo al pasado, nos encontramos en la calle del Colorado, frente al parque de la iglesia de Santiago. Nos dimos un abrazo y relatamos partes de nuestras vidas. Hablamos de la masacre que se cometió en esa calle a manos del supuesto libertador Bolívar, la famosa noche de la Navidad Negra. Se llama así porque por ahí corrían cántaros de sangre. En esa misma calle, en los carnavales, se celebra “Arcoíris en el asfalto”, día en el que los ciudadanos salen a pintar en el cemento figuras hechas con tizas: hay pinturas majestuosas dibujadas por artistas, también participan niños, ancianos, familias enteras. Quizá este arcoíris que se funde en miles de figuras ayuda a exorcizar la infamia que se cometió en 1822, un 28 de diciembre. Sentimos la calle; la historia que no cuentan los libros de historia y que solo un novelista, Evelio Rosero, se atrevió a contar en La carroza de Bolívar.

De los momentos más recordados de Cale cuando interpretó Ofelia es el inicio, cuando se menciona la famosa pintura prerrafaelita: aparece Ofelia en el agua, ataviada con plantas y flores, a la orilla de un río majestuoso. La última pregunta, que apareció por azar, fue que si entre Ofelia y ella encontraba rasgos similares; la respuesta fue afirmativa: “El entusiasmo de la juventud, a mis veintidós años tenía la misma vitalidad de Ofelia. Se la pude transmitir. Un momento de la vida muy similar. Luego también le echaron la culpa de la demencia a Ofelia. Más bien, mi gusto por el teatro me llevó a sentir el choque de estudiar enfermería, la realidad: me tocaba ser enfermera. Seguro en algunos momentos de delirio recitaba frases del personaje. Y ese mito se propagó en la época. Recuerdo una escena donde me tiraban jeringas, un bulto de jeringas que me llovían y esas jeringas simbolizaban todos los fármacos del universo”.

El momento más divertido que Cale recordó fue la escena del canto; Ofelia canta y canta con la alegría de los días. Tiene agarrado un paraguas que la cubre de tanta tragedia: “Esta es la historia de días felices / Todos muy juntos / Mirando el mar / Soplan los vientos / Más tibios del alma” —tarareó con dulzura esta corta estrofa—. Me contó que salía bailando con sutiles gotas de agua que regocijaban su alma.

La voz de Cale hoy es de tierra y laguna. De alguien que pudo percibirse desde otra esfera, la literatura: el registro de letras milenarias que todavía retumban en nuestros oídos, Ofelia, la gran Ofelia que traspasa las barreras del tiempo. La otra Ofelia, la contemporánea, la que Cale tuvo el gusto de dramatizar, se instaló en ella como una voz en off, le habló a sus oídos lluviosos, nos habla a nosotras, a nosotros.

EL VIAJE DEL HINCHA

Carolina Calle Vallejo

Ganadora Crónica Directores

Medellín, Antioquia

Taller Cartas a la Carta

 

1

Era el hombre más feliz del mundo en esa ambulancia. Aunque no estaba enfermo, Diego iba en la parte de atrás con urgencia, con ansiedad de volver a Medellín después de diez años de lejanía. Mientras salía del desierto, pensó que era un tipo afortunado. Pocos entran y salen ilesos de la prisión más temida de Colombia. Al penal de Valledupar lo conocen como la cárcel del cuchillo, le dicen la Tramacúa, la Gorgona del siglo XXI. Salir sano y salvo de allá es una hazaña.

Cuando le notificaron que quedaba en libertad, contuvo la felicidad para evitar una implosión. Le tomaron las huellas, las firmas, las fotos y, como solo había una ambulancia disponible, el comandante le pidió al conductor del vehículo que lo llevara a la terminal de transporte. Después de cruzar todas las puertas del perímetro de seguridad, Diego en sus adentros le gritó a ese sitio: “¡Hasta nunca, Tramacúa!”. Y salió victorioso de esa mole gris clavada en esa esquina perdida del país.

Ya no era el necio, la plaga, la papeleta, el rebelde, el buscapleitos, el hincha del Atlético Nacional que recorrió el país de estadio en estadio sin un peso, montando en mula, aguantando hambre, frío, peligro, sueño. Ese hombre ya no era el mismo joven que fue capturado el 13 de octubre de 2009.

Cuando Diego tenía veinticuatro años, el fútbol le programaba su tiempo. El Atlético Nacional era su punto de partida y su meta. Antes de ser barrista, Diego tenía el sueño de ser marinero. Pero conoció el estadio, la tribuna, la marihuana, la navaja y se volvió “pirata”. Así les decían a los integrantes del grupo más desadaptado de todas las tribunas a finales de los noventa. Lo conformaron los expulsados de todas las barras que hacían parte de la tribuna Sur.

Diego terminó el colegio y trabajó como aseador de sofás, mecánico, mensajero, en oficios varios. Todos los empleos los perdía por ausente, por ebrio. Su prioridad era el verde. Era tanta su fiebre que empezó a viajar para verlo jugar de visitante. Como no tenía dinero para financiar las excursiones, aprovechaba los peajes para montarse al escondido a mulas, camiones, planchones, containers, jaulas, cualquier vehículo del cual pudiera colgarse.

2

En la terminal de transportes de Valledupar reclamaría un giro que le hizo su familia y con ese dinero compraría los pasajes para regresar a su tierra. Le esperaban más de doce horas de carretera. Llevaban diez minutos de camino cuando el conductor de la ambulancia frenó de repente, lo rodearon un par de motocicletas y cruzó algunas palabras, números y códigos con varios uniformados.

—¿Para dónde va? —indagó Diego perplejo cuando notó que el hombre al volante estaba reversando.

—Me dieron la orden de regresar —respondió el conductor. Diego quedó frío en ese infierno. No podía ser. Ya se había despedido del presidio y en cuestión de minutos estaba de vuelta, otra vez la Tramacúa estaba abriéndole sus rejas. “Dios mío bendito, no lo puedo creer. ¿Qué es esto?, ¿qué pasó?, ¿ahora qué hice”. Lo sacaron de la ambulancia y lo metieron a un calabozo. Nadie le daba respuestas. Después de un rato apareció un dragoneante.

—Carmona, vamos, venga yo lo llevo.

Le explicó que se había presentado una emergencia en un patio y necesitaban la ambulancia para un reo rebosado de sangre y con pocos signos vitales. Esta vez salió en moto y no se despidió de la cárcel, ni le dijo adiós. Por prudencia, por miedo de tener que volver. Cuando por fin llegó a la terminal de transporte, la empresa de giros estaba cerrada. Le tocó esperar a que fuera el día siguiente para reclamar la plata y poder comprar el pasaje de vuelta.

Pensó en devolverse en mula, como en los viejos tiempos. Pero no. Ya no era el joven de las aventuras. Lo que otrora era vértigo en ese instante era un riesgo que no valía la pena correr. Cuando era joven recibió propuestas del Ejército, de la Iglesia o del combo del barrio.

En esa época, Diego encontró su lugar en la tribuna. Solo quería entregarse a un escudo, a una bandera verde y blanca, a su equipo verdolaga. Gracias al fútbol conoció la pasión, la fe, la aventura, la amistad, otra familia. Sintió por fin que pertenecía a algo, que era miembro de un espacio que lo esperaba cada semana. Asimismo conoció en vivo y en directo, de frente y por la espalda, la violencia, la droga, el exceso. Se sentía como un toro de lidia, no podía ver nada rojo porque tomaba impulso, corría, embestía. Convertía cualquier espacio en un rin de pelea. Se hizo hincha del insulto, de la revancha, del puño. De los viajes solía volver con un ojo cerrado, con el pómulo morado, con la camisa rota o manchada de sangre, con una navaja escondida.

3

Le suplicó al sol para que saliera pronto en el norte de Colombia. Al día siguiente ese hombre recién salido de la cárcel quiso hacer una escala en Santa Marta para cumplir el sueño de volver a tocar el mar. Cuando llegó a El Rodadero guardó sus contadas pertenencias en una tienda, corrió sobre la arena ardiente, se tiró al agua y abrió los ojos por debajo aunque fuera salada, aunque fuera turbia, aunque después de tres horas de nado saliera con la mirada roja. Miraba al cielo cada tanto como los futbolistas cuando meten un gol. Agradeció, lloró, gritó, saltó, chapaleó, celebró, jugó, sintió la plenitud a solas delante de extraños en la playa que no se imaginaban de dónde venía. De lejos parecía un niño, de cerca, un señor. Solo él sabía con cuánta juventud contenida.

Cuando el sol lo recargó, se salió, se vistió, se tomó un consomé de pescado y se despidió de esa bahía. Yendo a la terminal escuchó sirenas, tambores, trompetas a la redonda. Se acercaba una multitud, el carro de bomberos, una caravana celebrando el ascenso del Unión Magdalena. Cuando los hinchas rojos vieron a Diego caminando con una gorra verde empezaron a gritarle: “Paisa marica”, “verdolaga hijo de puta”, “sureño cagado”, “tu equipo no vale una mondá”. Diego los miró, los escuchó en silencio, respiró, siguió su camino. Diez años atrás su reacción habría sido otra. Con el tiempo, con la experiencia, con una condena encima, aprendió que también es de varones esquivar una riña callejera. Esta vez no iba a caer en la trampa, su destino era Medellín en flota y no Valledupar en patrulla.

4

El día que Diego condenó su futuro tenía puesta una gorra con el escudo del Atlético Nacional. En la cuadra de su barrio había otro hincha del verde. De él se decía que le pegaba a la mamá. La primera vez que Diego lo vio fue en la mitad de la calle dándole patadas a una señora. Diego lo interrumpió con una seguidilla de golpes. Desde esa paliza, el Flaco buscaba a Diego con ánimo de bonche, en busca del desquite. Le mandaba razones, que la venganza era dulce como el aguardiente. Como Diego se mantenía viajando casi nunca lo encontraba. Pero cuando coincidían Diego lo ahuyentaba, siempre estaba preparado para sacar pecho, mover la cabeza y palmotear. “¿Qué hubo?, ¿qué?, ¿qué quiere?, ¿qué se le perdió?”. El Flaco siempre se retiraba con una mirada de amenaza. Un domingo de junio, Día del Padre, Diego llegó a la tienda de la esquina. Traía tos de tanto aguantar frío en la carretera.

—Por ahí está el Flaco buscándolo todo loco desde anoche —le advirtieron.

—Ah qué pereza, en un rato me abro —respondió.

Al mediodía apareció el Flaco en la esquina. Diego estaba sentado en la acera, junto a la puerta de una casa. El Flaco pasó por la calle del frente. Le ladró con la mirada, Diego le respondió con la suya, el Flaco se acercó escoltado por dos acompañantes que lo alentaban: “¿Ya está decidido?”.

Mientras cruzaba la calle, el Flaco sacó un cuchillo de cocina. Diego esquivó el primer golpe afilado con los tenis. Se paró y logró meterse en la tienda. Allá encontró refugio, los vecinos hicieron una barrera. Hubo un cruce de insultos, de afuera hacia adentro y viceversa. “Salga, deje de esconderse”, gritaba el Flaco. Se cansó de esperar y partió.

“Ya se fue, déjenme salir”, les dijo Diego a los que estaban en la tienda escudándolo. Apenas salió escuchó un grito que rompió el aire: “¡Cuidado!”. El Flaco estaba escondido, atento a su salida, iba directo a su espalda. Diego corrió. Se quitó la camisa, la envolvió en la mano, sacó su navaja y comenzó el duelo. El Flaco le tiraba y Diego le respondía. Ambos estaban calientes, las gotas de sudor y de sangre se las tragaba el asfalto. Diego sacó un derechazo que le llegó directo al corazón. El Flaco lo miró, blanqueó los ojos y cayó bocabajo. En ese momento todo el corrillo se dispersó. Los escoltas del Flaco huyeron. Diego salió de la escena del crimen que había protagonizado. Entró a su casa tembloroso, se fue para la terraza. Lavó la navaja y la escondió entre un ladrillo del tejado. Empezó a fumar, a caminar de un lado a otro, tenía taquicardia, los pensamientos revueltos, no sabía qué hacer. La mamá de Diego subió llorando.

—¿Qué hiciste, Diego León?, ¿por qué un policía vino a preguntar por vos?

Su primer reflejo fue saltar al tejado y escaparse de techo en techo. Hasta que encontró un árbol, se trepó y ahí se quedó hasta que llegó la noche. “¿Estará vivo o muerto?”, pensaba. “Me calenté”, “si no es con la autoridad es con los del barrio”, “qué güiro tan hijueputa”, “me tengo que volar”. Y en esas horas de turbulencia planeó el itinerario de su fuga. Así como la primera vez que viajó sin un peso, se iría en mula hasta Pasto, cruzaría el Puente Internacional de Rumichaca, pasaría la frontera hacia Ecuador, luego a Perú y de ahí se perdería en una selva a vivir con chamanes unos años mientras pasara la calentura. No se escapó en ese momento porque estaba sin camisa, con cachucha, pantaloneta, sin billetera, salpicado por sangre ajena.

Regresó a la casa como un gato por el tejado. Ya era de noche. Entró a su habitación empinado, empacó una muda de ropa, agarró la billetera. Volvió a subir a la terraza. Ya estaba listo para volarse. Pero tanto silencio, tanta oscuridad, tanta soledad lo detuvieron. Bajó las escalas de nuevo. Entró con sigilo a la pieza de su hermana, después a la de sus padres y no encontró a nadie. Era extraño tanto vacío. Se asomó a la sala y en el pasillo encontró un cuerpo tirado. Era su mamá sobre el piso. Soltó su equipaje de plástico. Corrió hacia ella, le gritó, la movió, le dio golpes en el pecho como si fuera un salvavidas. Sintió terror. Volvió a gritarle, a moverla, a suplicarle que reaccionara. Hasta que abrió los ojos.

—Ma, ¿qué le pasó? —le preguntó Diego nervioso. Ella solo lo abrazó y empezó a llorar.

—¿Qué hiciste, Diego León? —le reclamó al oído—. ¿Qué hiciste?

Diego guardó silencio.

—¡Entréguese!, ¡por favor!, ¡entréguese a la Policía! —le rogó.

—¿Qué creés, ma?, ¿que me voy a podrir en una cárcel? —le respondió angustiado deshaciendo el abrazo—. No, yo me vuelo, yo me voy.

La reacción de doña Amparo fue jalarse el pelo con tanta fuerza que se quedó con un par de mechones en las manos. Le corría la sangre por la sien, por las mejillas, por el cuello. Mientras lloraba empezaba a arrancarse otro tanto desde la raíz. Diego, acostumbrado a riñas, golpes, accidentes, caídas, fracturas, no resistió ver a su madre arrancándose las canas.

—Pare, hágale pues que yo me entrego —le dijo Diego impresionado, desesperado, abatido—. Pare, me entrego ya, pero deje de lastimarse.

Doña Amparo se detuvo. Retomaron el abrazo. Antes de llamar a un abogado, Diego llamó a un parcero de confianza para saber si de pronto el Flaco había sobrevivido.

—Parce, ábrase que está es caliente. Ese man se murió.

5

Los que “cuidaban” el barrio no dejaban que nadie se metiera con la familia. “Pero si lo cogemos afuera nos lo fumamos”, fue la razón que le mandaron a Diego. La Policía ya no lo buscaba porque el abogado notificó su intención de entregarse a la Justicia. Le asignaron una cita para hacer su confesión.

Llegó puntual a la audiencia. Confesó lo que recordaba. Cuando le leyeron los cargos se enteró de que, en total, fueron 5 puñaladas las que dejó en el cuerpo del Flaco, también joven, también verdolaga. Escuchó cientos de meses de condena. Hizo cuentas, dividió por 12. “Marica, no me imaginé que fuera tanto”, se dijo. Estaban hablando de una pena de 38 años.

Por haberse entregado le rebajaron la mitad. Por tratarse de una defensa propia le disminuyeron un poco. La pena quedó de 208 meses, es decir, 17 años, 4 meses de prisión. Lo esposaron y, un viernes 13 de octubre de 2009, Diego se despidió de la familia, del estadio, de Medellín, de la libertad, de la juventud que le quedaba.

6

El 16 de noviembre de 2018 llegó a la terminal de transporte de Santa Marta tranquilo, plácido, imperturbable por esa dosis de mar. Compró el tiquete de ida. No durmió un solo minuto en el trayecto. Como el bus iba casi vacío rodaba de puesto en puesto para ver el paisaje a través de ventanas diferentes. Cuando la noche pobló la ruta de oscuridad, siguió despierto. Le quedó el hábito de no dormirse en carretera. Cuando viajaba pegado de camiones tenía que estar pendiente de cada segundo. Muchos compañeros perdieron la vida en el camino. A algunos los levantó un árbol, a varios los venció el sueño y los tumbó una curva, otros cayeron porque iban ebrios, algunos se tiraron en medio de un vuelo alucinógeno, a bastantes los acuchillaron otros hinchas viajeros.

El sábado 17 de noviembre de 2018, Diego llegó a primera hora a Medellín. Descendió del bus, miró para todos los lados, estaba asustado, aturdido, nervioso, feliz. “¡Por fin, por fin, por fin!”, celebraba por dentro su regreso a Medellín. De todos los pasajeros Diego era el más ligero de equipaje. Solo traía consigo su documento de identidad, sus recuerdos, sus ansias de retomar la vida. Pero esta vez de local y con la hinchada de siempre, la que lo apoyó en el tiempo más adverso, por la que resistió esa condena: la familia. Su hermana lo reconoció solo de cerca después de mirarlo por varios segundos y lo abrazó como a un campeón que por mucho tiempo no ha conocido la victoria.

 

 

POESÍA

 

LA TROJE

Luis Garay Guevara

Ganador Poesía Asistentes

Bogotá, Bogotá D. C.

Taller Distrital de Poesía

 

inspirado en las historias que nos contaba Narly

 

En medio del camino

entre Quibdó y Tutunendo

una comunidad crece hacia abajo:

mineros y muertos

por la extracción del oro.

***

Zona de colina

casas con acabados de bloque y madera

piso en barro y cubierta de zinc

doscientos cuarenta y seis habitantes

balnearios - kioscos - discotecas sobre la carretera

río Duatá vigilando el sueño:

podría ser tan linda La Troje,

aunque no hay alcantarillado

podría.

***

De La Troje a Quibdó

hay nueve mil trescientos pasos

para una niña de doce años

que son dieciocho mil

cuando hay un bebé en el vientre,

que son cuarenta mil

con el dolor del desgarro

producto de hombres convencidos

de ser dueños del oro

de la selva

de ella.

Al menos se camina cuesta abajo.

***

Cerca de La Troje

Tutunendo: paraíso pluvial

donde el llanto es lenguaje.

Debes hablar en voz baja

o te callan

otros pronuncian tu dolor

en sus lágrimas.

***

Puedes conseguirte una draga de extracción

acompañar a tu papá a la mina

transar con los gringos

hacerte unos pesos

o entrenar

y dejarte reclutar

por alguna fuerza armada.

Pero tú sigues rapeando

improvisando un freestyle

cantando

en el polideportivo

y en el río.

***

Ese que va con un machete

ya no es maderero

tala cuerpos

y los árboles testigos

protestan.

Sus aullidos son

cada día menos frondosos

nadie los quiere escuchar.

***

Para usar el celular

hay que llegar a Quibdó

(un tramo a pie o en moto)

levantar el brazo

pillar la señal y recibir

otro rechazo laboral

llamar a tu mamá que te cuenta

historias del tamaño de Bogotá

y la velocidad de la gente del centro;

volver a recluirte en La Troje

ver a tu padre hundirse en una mina

tomar una cerveza

jugar candy crush o leer unos poemas

mientras la batería aguante.

***

Su voz resuena

llega a su corregimiento como un canto

o una maldición

y se esparce por Chocó

en periódicos y radios:

“en alguna calle de Medellín

salía de su boca

Yegueraú plan plan

un rap rítmico

que se atoró en su garganta

cuando un ajuste de cuentas

se equivocó de fisionomía”.

 

Hoy lloran en procesión

los habitantes de La Troje

recorren su colina

que es la cola del país

un agujero negro

allá en la punta izquierda

cerca de dos mares

entre Quibdó y Tutunendo.

EVOCO

Ana Cecilia Hoyos

Tenjo, Cundinamarca

Escrituras Creativas de Tenjo

 

Evoco los momentos de mis fantasías,

aquellos que son solo para mí.

Evoco mis más profundos deseos,

aquellos que ni siquiera espero compartir.

Evoco lo que quiero encontrar,

lo que puedo imaginar.

 

Evoco emociones,

solo las que quiero experimentar.

Evoco mis sueños,

aquellos que quiero realizar.

Evoco mis recuerdos,

aquellos que quiero memorizar.

 

Evoco mis alegrías,

evoco mis tristezas,

evoco momentos,

ninguno en particular,

luego vivo mi realidad.

 

Ahora ya no evoco,

vivo mi momento actual,

ya no evoco,

presente voy a estar.

Ya no evoco, vivo mi felicidad.

FRÍO DE MADRUGADA

Andrés Felipe Guerrero González

Bogotá, Bogotá D. C.

Taller El Lenguaje Secreto

 

Los músicos han salido…

I

Los músicos han salido de nuevo a la calle

se han mudado de esquina

arrastran entre escaparates

su ruidoso corazón de bota ancha.

II

Con puntapiés

los músicos de ojos desorbitados

de cuencas tan oscuras

como la boca de un instrumento

despiertan a los vagabundos que viven

bajo los puentes

o las alcantarillas.

III

Es de madrugada

y el frío entume los dedos de los músicos

que han salido de nuevo a la calle

que han venido a golpear sobre mi frente

y a redoblar sobre mi pecho.

IV

Les duele tanto las manos

de hacer la vida

y sonríen

porque saben que su canto

siempre tiene algo de doloroso.

V

Hoy han salido los músicos…

Arte poética

Desde un rincón del oscuro vacío de esta nada

contra la muralla dentada de mi boca

contra este castillo de tierra de cementerio

este aire de osarios entreabiertos

me obliga a cavar mi propia tumba.

No hacerlo para que después

de espalda

clave su daga venenosa en mi carne

de ciudad sitiada

de este cuerpo pálido de sangre y semillas

de este cuerpo péndulo

que obstinado se persigue a sí mismo

que se ve en la distancia

y corre tras de sí

y casi se tocan

y casi lo toma de un hombro

y lo besa en la mejilla

como una mañana de labios morados

en el patíbulo del frío.

¡Moriré pronto!

Y mientras eso

me dedicaré a hacer un origami inexistente

con su frío de madrugada

con su luz tenue

pegada a los ladrillos del suelo de la plaza

con su luz que me asalta levantando los brazos

cayendo de rodillas

rompiéndome el cuello

para aferrarme a los fulgores de las muñecas del sol.

Parece ser que

en definitiva

el poema y el poeta

muerden más de lo que pueden tragar:

A veces

la poesía no hiere

pero deja una herida abierta.

Fotografía familiar

Era el pinchazo de una piedra sobre la ventana

la que anunciaba la llegada de mi hermano    (el mayor).

Era su manía de atraparla en el aire para lanzarla de nuevo al vuelo

la que incendiaba mi pereza rabiosa de adolescente

y era el espectáculo de unos dientes montados sobre otros

con lo que me desarmaba mi hermano, el festivo.

Fue, sobre todo, el tintineo seco de las llaves estrellándose sobre su pecho.

Eran los juegos de pistoleros detrás de los muebles y las paredes de la sala

los de mi hermano, el furtivo.

Era mi jadeo en la cancha de un barrio

siguiéndole los pasos al jadeo de mi hermano, el atleta.

Era su honor en el alimento del domingo en la mañana

el que yo comía para guiar mis tardes.

Aún vibra dentro de mí el consejo de mi hermano (el sabio).

Es la sombra que se posó en los ojos negros y las cejas espesas de mi hermano, el grande

la que ahora llevo en el bolsillo.

Es el cabello rizado de su padre el que quiso abandonarlo

aunque mi hermano, el noble, lo cargara pleno en la frente.

Es el mismo cabello el que yo cargo y que quiere abandonarme.

Fue su peso ligero el que yo cargaba entre las manos cuesta arriba

fue la dificultad para respirar la que menguaba la luz de mi hermano, el guía.

Fue mi falta de estética y formalismo lo que me castigó

al no estar vestido para el momento

pero todos olvidan que fue mi único traje, el de bautismo y primera comunión,

el que se llevó en su último viaje mi hermano, el muerto.

Cuando se salga a la calle

La esquina de la casa de una casa esquinera

es un ombligo

un alfiler

un punto de fuga.

Se subdivide en inquilinatos

Infinitos

concéntricos

cuarticos habitados por órganos en desuso.

Esta posada que es la vida

cobra un alto precio por noche.

VEO A LA MUERTE

Aura Lucía Torres Niño

Sibaté, Cundinamarca

Taller La Chiva Loca

 

En muchas de sus formas,

escucho contemplativa y callada la ausencia del palpitar

mientras siento cómo se detiene el aire

consumiendo poco a poco las capas de piel

°

Ella nos sigue

a veces nos abraza con cariño

absorbiendo ese frágil organismo

que alguna vez creció en la tierra

con la misma paciencia con la que hoy se desvanece

A veces escucho

susurros,

cantos y voces

de aquellos seres que me piden que los recuerde

°

Voy contando los segundos descifrando

el proceso exacto del colapso,

cuando todo se pausa, se detiene

o se marchita

Siento un nudo en la mente,

no encuentro las palabras

regresan las náuseas que recorren desde la primera cavidad del estómago

hasta el ácido viscoso que se adentra en la boca

°

Y luego,

de golpe

sin poder escapar

siento ese profundo hueco en el corazón

Me ha dolido bastante

y cuando intento atraparla

entenderla y confrontarla antes

de que se

 

muestre

°

Ella vuelve, me

atrapa,   me

envuelve

y me desgarra desde adentro

Con ese puñal afilado que me atraviesa sin piedad

dejando a su paso solo sobras de coraje

que vuelan como esporas y se

transforman en miedo

°

Acechando mi vida pidiéndome

respuestas

a cambio de esos ojos dilatados

que permanecen vacíos

 

(Léase en el orden que sienta)

PLATOS VACÍOS

Cristián Camilo Orozco Piedrahíta

Itagüí, Antioquia

Taller El Sueño del Árbol

 

En el ventanal, mientras las luciérnagas bailan dentro del pimentero, le amarro un delantal a la luna para que me ayude a cocinar. Una melaza obscura se escurre entre el manto humeante de las ollas. Las cebollas, cortadas al estilo Saturno, se saltean dentro de una noche circular hasta que suene el canto de los grillos. Se rebana un aullido de tres montañas de alcance, hasta que la ternura sea tan menuda, que quede dulce. Mientras está, se carameliza en el tiempo, en un sartén se estrella un sol y se le retira su yema de oro… Ya saben, para no engordar de avaricia.

No dejo de mecer la cuchara de palo en la neblina, en las hojas que muele el viento, en la soledad de la cocina; cuando siento bien de sal las propias lágrimas y se hace espeso el recuerdo, dejo reposar el alma hasta que se hace medicina. Bajo el fuego lento de unos ojos titilantes, la luz argenta sella mis párpados. Tengo sabor a oscuridad florecida en la nevera de la lluvia. Al despertar, con los cabellos que quedan en la almohada, ato las patas de las pesadillas, cazadas anteriormente en praderas oníricas. Les abro el pecho y las paso por agua para limpiar cualquier rastro de ocultas memorias, me asomo a la ventana, las ahúmo en tabaco y, finalmente, las marino en un trago de ron para comerlas acompañadas de soledad.

NOTICIA EN DESARROLLO

David Martínez Martínez

Santa Marta, Magdalena

Taller Grupo TA.LI.UM

 

Judiciales: “Capacho salió en primera plana”

En Altos de San Jorge hallan muerto a un hombre en su vivienda; un castillo de naipes cotidiano se derrumba.

 

Anoche florecieron los muertos

desde su esquina, Capacho tenía la primicia lista

para que el chancero y el mototaxi

comadrearan toda la mañana sobre el prontuario del criminal

y el cantado descenso del Unión Magdalena.

Bajo lluvia o sol, cuentan los testigos que

una vendedora de tintos acaparó sus palabras,

y él le resolvía crucigramas, las confidencias:

 

—Ya casi completo para lo del techo.

—¿Cuánto te falta, Capa?

 

La mañana del 26 de marzo

no amanecieron ni los termos de café, ni las noticias

 

POR SUS AHORROSCAPARONA CAPACHO

Reza el titular, la espantosa calma del chancero.

Según el mototaxi, tuvo que ser ella:

Siempre estaba pidiéndole plata

y en la portada, las piernas se asomaban por la puerta

Hoy floreció el hombre del chaleco azul.

 

Sobre el voceador se supo que no tenía familiares

Solo dos amigos,

quienes aseguraron que antes de noticia se es persona,

palabrero, maestro del crucigrama,

tensa opacidad en una esquina sin periódicos,

Se llamaba Gabriel Macías. Aunque vendía el “Ajá y qué”

nunca fantaseó con salir en la primera plana.

Crónica: ¿Por qué mataron a Maritza?

En San Isidro, corregimiento de Bonda

llora un niño,

La Sombra volvió con azotes y dos tiros

tropiezan las rocas sus pies descalzos

la oscuridad tiene forma de árbol,

sisea una cascabel entre las ramas

un niño corre despavorido y el colmillo memorioso de la Sombra

rasgó las carteleras con las que Maritza recobraba

la humanidad de los desplazados.

 

Por muy humilde, una campesina tejía comunidad

cuando la luz perpetua no brilló para los muertos

y ansiaron justicia como el bálsamo de los eucaliptos.

Maritza consolaba cuando desesperábamos,

asustó a la Sombra, entonces reveló su nombre: Silenciador.

 

Hacia la madrugada, el niño encontró “ayuda”

se crea la denuncia,

la estadística descompone la memoria.

Silenciador manipula los términos

El Tiempo se cansa de inquirir; marchita los interrogantes.

No hay entendimiento que guarde tanta lucha anónima,

una cifra lo hace más sencillo,

pero Luis Camilo

vio a Maritza juntar grano a grano la tierra asesinada,

Duele más el olvido que rememorar a una mujer de sierra y café;

Cansa más el silencio que lamentarse cada 5 de enero

¿Por qué mataron a Maritza? ¿Por qué a ella?

Opinión: Donde habita la violencia

En los ojos de Piedad anida el homicidio de su esposo,

Lázaro.

En la promesa que nada remedia,

en palabras que no recobran el cuerpo del cafetal

habita la otra violencia.

 

El antropólogo, a veces poeta,

sugiere mesura hasta que los fusiles encuentren su corazón

y los casquillos se hagan espuma de arroyo.

También ofrenda respuestas que no tiene;

cuarzos y píldoras no desagravian a una anciana.

Quien hurga en Piedad no levantará de las raíces a Lázaro,

a tiempo para las noticias.

 

¿Qué le dirías si lo volvieras a ver?

Esa boca baldía remueve alquimia de ráfagas, átomos del marido,

las matas de café sangrando humanidad

y bajo un palo de mango, Piedad solloza.

 

Escarbar en el horror, multiplicarlo, allí habita la violencia.

Como espejos en un cementerio, las palabras eternizan la muerte.

LOS QUE NO ESTÁN

Édgar Alfredo Quecedo Chávez

Cartagena, Bolívar

Taller Héctor Rojas Erazo

 

A los 6402 y los que no hemos cantado

 

Qué será del llanto de los anónimos

cuantificados en los informes oficiales

si no se llora en los sueños

 

Si no encuentran pista de aterrizaje

en nuestra tristeza

en nuestro fragmento de ser espectral

qué será

 

Qué será de nosotros sin el cajón donde

descansan sus fotos

sin el alivio que ofrece el olor de su ropa

dejada

vacía

sin su plato favorito

sin la convicción de que nunca se irán

de que su recuerdo se pone nuestros zapatos

todas las mañanas

de que un día caerá sobre todos el caudal

de sus huellas

aunque ya no seamos nada

ni el soplo que eche a volar sus cenizas

Las amigas

a Diana, Elomary, Andrea Y., Andrea B., Naylin, Alexandra

 

Los años que se han ido ya son su sombra

qué hermosos sus pasos

enormes / Todas crecidas

con su fuerza mutua

acompañadas por la otra

cicatrizando el tiempo

Sus años / bien movidos por sus dolores

de los que a veces tengo noticias

se rinden ante la causalidad del presente

Estoy a su lado, lejos

soy otro, como ustedes

los años han pasado por mí

y aquí estoy

sonriendo profundo por verlas tan grandes

y certeras

con una mirada suya

como si el mundo fuera un horror soportable

Mudanza

Qué vaina, perder siempre un par de camisetas en cada mudanza

Olvidar alguna media que deja sin par a la otra

Pintar cada casa nueva de forma que no recuerde la anterior

De blanco, de que no hay nada sino el presente

en un intento de borrar las posibilidades

de aquellos que habitaron esta casa

y en ella dejaron sus olores

sus misteriosos secretos

¿Qué tendrán que decir estas paredes

—atravesadas por un ritual sin sosiego—

de los antepasados que fueron su sangre

venas y espíritu?

Qué tendré para contarles

en esta nueva trifulca diaria

que no hayan visto antes

Qué vaina jodida, en un cerrar de ojos

no tener regreso que imaginar

Sentir una casa en todos lados

Aun sin techumbre Sin ladrillos

verse convertido en extranjero

Hoy y mañana

Moriré gris

sin olvido ni recuerdo

todas las mañanas sin ti, todas

con el mundo a mi espalda

No será un día ni una noche

de la historia

sin sacerdote ni religión

 

Será cualquier tiempo

cuando caiga la tragedia

y haya un rojo apagado en el suelo

y un frío salga de mí

sin intercambio espiritual

Un blanco bajará del cielo

sin sospecha de mi pena

ni azul que le cante

 

Habrá música suave y palmas

intentarán simular mi ritmo

callarán las personas que me escuchan

y verán mi verde partir

bailarán toda la noche

la música silenciará sus lágrimas

y sabrán que no estoy vivo ni muerto

 

no será un día ni una noche

sin años ni siglos ni memoria

en el que moriré gris

Parto

Qué dolor nacer al medio día

con los ojos cerrados

y los pulmones dormidos

un golpe, un dolor más

despeja el silencio

dejando abiertas dos grietas

por donde entra el mundo

Para entonces ya la mañana

y ya el desayuno

pero solo en ese instante

el amor

TRES POEMAS

Elizabeth Álvarez

Itagüí, Antioquia

Taller Letra-Tinta

 

Nigromántica

Cuece festiva un pedazo de ser en ollas de barro

Eleva una casa para niños perdidos

En crucigramas de telas humanas

pierde la memoria y la encuentra en un alfiler

 

Enhebra el amor en la cola de una sirena

delirio juvenil en notas de macumba

Fumatas que vislumbran tesoros

y runas de sal absorben la vida

 

Sube al árbol

se balancea

carcajea

reposa en el huevo azul

quema yerbas

conjura las cartas

cobra con prisa

tropieza

da vueltas al oráculo plástico

 

El reflejo es huella

lo musita el viento cuando recorre los techos

En su garganta surge una estrella

donde implosiona el vacío

El gato ha muerto

lo escribe en piedras calizas que avienta al olvido

lo acaricia con cuernos de búfalo en una bandurria

 

Fabrica llantos

duerme en la brisa

transforma la cábala

 

Y al atardecer

detrás de las colinas de su mente

cada día muere…

 

lo sabe el ciprés y las ramas del sauco

el palmito de olivo

las raíces del tejo

las hojas de albahaca

y la belladona

el musgo que crece impaciente

la luna que tiembla en el lago

 

Detrás del viento

encima del miedo

… sola

Premonición

Si mi palabra te alcanza

serás

remanso ineludible

libación lunar

tejido de mandrágora y flor de loto

puerta al infierno en Turkmenistán

 

Boda marina en la gruta azul

salvia en las manos

sinfonía de mirlos en golpe solar

 

Si mi palabra te alcanza

serás

dolor exiguo

sonrisa pródiga

llanto de Satán

 

Luz fundida

de

mi

soledad

Melodía lepidóptera

La verdadera lucha está en las calles

(Levantamiento social, Colombia, 2021)

 

Cantaba la mariposa

el vuelo de un verso que nadie leyó

 

Con las manos atadas al escritorio

el hombre pensó en el mundo sin escuchar

la melodía lepidóptera

 

El sueño era posible al agitar los pies

y en las calles sanar las alas desprendidas

 

En el atiborrado crisol brotaba poesía

CANCIÓN DEL
VIENTRE MUDO

Fidel Eslava Bernal

Bogotá, Bogotá D. C.

Laboratorio de Escritura Creativa

 

No nacimos en la más lejana montaña

para descifrar en notas el canto de los pájaros.

No entendemos la música de los ladrillos

ni la algarabía de los termiteros.

En este festín de animales

mi plato suena vacío.

¿No tiene la vida más banda sonora

que la música de armas y herramientas?

¿No tiene para nosotros algún delirio de diamantes?

Caminamos distinto a los caracoles.

Hacemos reír a las doctrinas

y a la columna de absolutos.

Somos pecado y virtud de lodo seco,

muchos verbos no podrán florecer

en nuestras manos.

Cada hoja seca es nuestra voz,

cada terrón nuestro pensamiento,

cada sembradío nuestra página.

Nos alumbra media estrella

y una perdida gracia nos absuelve y perpetúa.

Para elevar a plegaria nuestro miedo,

nos abrazamos a la noche.

Nacimos en la superficie empinada de la tierra

para mostrar la planta de los pies al inframundo

y bailar los sonidos del adiós.

No hay canción del vientre mudo

que no hayamos escuchado.

SONIDOS DE MI ESPALDA

Gloria Esperanza Cojo

Chía, Cundinamarca

Taller Versería

 

Códices

Somos hojas amarillas de historias reescritas

cuerpos curtidos en asombros, habitados de insomnios

no ha llegado la muerte aún, pero invade la cabeza

cavilamos el cronos, la limitación de la existencia.

Un miedo germina como sudor en los poros, humedece

la caducidad está escrita entre manchas y arrugas

en la flacidez de la carne, en la pereza de los oídos

cubre nuestras pecosas manos con leyendas urbanas

y como canas borra memorias en los ojos esquivos.

La conciencia palpita ¡el final está al acecho!

Se marca en la mirada, se anuncia como una estación

nos convertimos en libros de segunda rebosantes de huellas

anhelamos regresar al recuerdo, pero al final nuestras hojas

como águilas llenas de esencia desde el vientre remontarán.

Transparente

Lluvia de lágrimas llenas de soledad

una mente habitada en delirios, cicatrices y huellas de tinta

plasma en muros blancos versos, aves mensajeras

que dirige a destinos añorados queriendo acortar respiraciones

abreviar abismos, anhelando que alguno regrese, solo uno…

En sus labios, vive huérfana la canción del poeta

esa que anhela aceptación y viene del sufrimiento

huele a montaña y cielo, a eucalipto verde, a su cuna.

En su biblioteca heroínas a caballo, con capa y espada,

dan vida a la huesamenta de dolores, abrazos ausentes

gemidos que el abandono eleva hasta el techo y rebotan.

Ama su cama, ese armazón rústico con memoria de dos

el colchón tiene en sus entrañas las siluetas que lo anidaron

la madurez de sus cuerpos, el olor de su sexo, sueños y penas

aún se perciben cálidas caricias matutinas, oraciones al Eterno

besos que llenaban de vida la casa, esa casa que ella respira

la que tiene por dentro, la que vive por fuera, la que los vio crecer

es ella, triste, rústica y solitaria, tan transparente que ya nadie la ve.

Inspiración

Caen amapolas sobre mi piel perfumándolo todo,

jamás he tenido una en mis manos; sin embargo,

su aroma es tan real como el primer beso

y esa ascensión que le precede.

Un frenesí como mortaja que ajusta los huesos,

me hace suya, deja mi mano en una pista de aterrizaje.

La hoja en blanco, ella escribe versos anegados

derramando memorias en un álbum de añoranzas.

Entonces, se teje un vestido de letras como de fiesta

tan cómodo como mi pijama raído de intentos,

la nostalgia abunda en el aire,

la emoción encuentra un cauce para su río

y como epifanía se evapora,

dejando su huella viva en el papel.

De nuevo

El sol no aparece, se nubla mi corazón como la noche

mis ojos no encuentran el color en nada

hay un pájaro afónico que agoniza en el jazmín

y yo, atada por los hilos de tu voz, impávida

me arrastro por un piso resbaloso de promesas

hasta la acartonada reja que me llevó al idilio

hay un abismo tras ella lleno de asfixia y miedo.

Giro la mirada hacia el ave que ha muerto silenciosa,

mi mano temblorosa se amolda a la cerradura, empuja,

y se anticipa al paisaje de mis temores.

Visita

Enfría el ambiente con su espectral figura

se hace notar a través de sus ausentes ojos

hoy decidió sentarse frente a mí en la sala,

mientras mece sus intenciones y mis fracasos

llena mi cabeza de razones invernales, con dudas

pulsa mi fuerza, mide mi valentía, me seduce

quiero irme con ella, pero no quiere llevarme aún

le extiendo mi dolor como un tapete en flor

le muestro mis heridas purpurantes, malolientes,

¿Y el libre albedrío? Le sustento lo que siento

se levanta sin mirarme, arrogante, se burla de mí

antes de cerrar la puerta tras su afilado cuerpo

exclama:

Estás muy biche y ensangrentada para seguirme.

EL DOLOR DEL
QUE NO AMA

Isabella Bohórquez Londoño

Santa Rosa de Cabal, Risaralda

Taller Amílkar-U

 

No puedo sentir por ti más que un cariño asesino y un rencor imprudente.

He aquí lo difícil:

acoger tu calor y sentirlo mío.

Caminar a tu lado entre los filos del cristal molido por los años juntos.

Aplastará la noche los huesos de la muerte para forjar nuestro altar nupcial y te odiaré como otro mártir atado, al igual que yo, a esperar una sentencia.

No entiendo.

¿Qué bestia es esta que carcome mis entrañas al filo del precipicio?

No amar es igualar el dolor de una pérdida. En las mañanas algo impregna nuestra sangre y nuestras ideas, suscitan nuestras bocas a sus deseos, sabiéndonos antipáticos, cargados de desencuentros.

Mis ojos no besan sueño y mis dedos se desgastan buscando entre pliegues roídos por la lectura desesperada y fatigada.

No logré expresar mi sentir, más allá de gritos exuberantes y silencios condescendientes.

Consumí toda poesía sobre el amor no correspondido, intentando encontrar consuelo.

Lastimosamente, no se ha escrito sobre el dolor del que no ama.

Divagación

La divagación me llevó al poniente, de allí surgían velos blancos, húmedos en vapores y en volumen de hidalgo, mas el éter me permitía ver aquellos viajares inalcanzables del espacio, las nubes estaban perdidas, iban de norte a sur y eso no era más que espacio, el espacio delimitado por aquellos misteriosos finales con nuevos viajares, lo vasto de un universo que no se entiende, que no se siente… Aquellas nubes no son mucho más vanas que la mujer que las mira, eran la formulación mental que el hombre calla.

Tal vez nunca miré al cielo buscando un Dios, sino la respuesta a estar en mitad de este vacío donde están ellas… Donde estoy yo.

Las nubes son tan efímeras como la vida, como el primer beso, como la huida de un amor que creíste eterno, como la muerte y la pérdida, como el crepúsculo rojo y el alba en tus retinas, es aquel dolor que nace de una pena y la excitación que crece en unos labios, es tan efímera como este poema, que se borrará con el tiempo como quien borra con la espera las dolencias.

Pero siempre quedarán las nubes, y recordarás esta vaguedad o encontrarás otra.

Juventud

Mi fortuna fue ver este mundo y darme cuenta de que soy joven, que no es que yo sea inconforme, tal vez tú lo eres en demasía, y que todo es tan devastador para lo poco que dura el ocaso.

Quiero gritar y recordar la lucha de los miserables, que si por ser joven me condenas he de manchar tu historia. Pues, ¿quién más necio o más tenaz que mi ser? Este ser polifacético, lleno de identidad y gozo.

Me he dado cuenta de que soy joven y que no he vivido nada… Quiero volverme sudor entre palpitaciones y risas, desnudarme en la frontera entre tu vida y la mía, llorar en unos brazos cuando no haya un corazón que destrozar ni una vida que vivir.

¡Díganme! ¿Quién no hizo el amor con la juventud una vez en su vida?

¡Quiero!, quiero estar ebria de lucha, poesía y vino, perderme en sórdidas multitudes y representarme ante un mundo falto de sentido. He de ser mi gozo y los años vacíos e inútiles jamás podrán reprocharme nada.

¡Y que Las Musas nos bendigan mientras su Dios nos condena!

CAMINANTE

Isidro Ramírez Villota

Samaniego, Nariño

Taller José Pabón Cajiao

 

El ocaso pincela colores difuminados

filosos cual amenazantes espadas.

 

La luna, espejo suspendido, queso gigante,

me muestra los misterios lejanos, absortos,

el hambre taladra mi estómago mientras la noche me cobija…

El sol que entra por la ventana calienta mis huesos

absorbe la humedad de este aposento semioscuro,

llena de energía, lava el pan viejo,

el hambre sacia…

 

Las luchas cobran sentido,

la libertad es un martillo demoledor

que taca con fuerza las nostalgias.

 

Clavo mis enojos, ya no más pan viejo

el pavimento es un camino real.

Libertad, eres mi princesa.

REMORDIMIENTO

Jacobo Betancur Peláez

Medellín, Antioquia

Taller Plumaencendida

 

Como un escuadrón de pájaros fugaces
han llegado a mí todas las flores
que no tomé aquella tarde de verano.

Arrastradas por el viento
han arribado, en bandada,
sonrisas perladas,
ojos verdes de zafiro,
una mirada de fuego ya lejana
y el roce de unas manos temerosas.

Cada pájaro, veloz,
lanza un mortal chillido
antes de estrellarse contra el cristal de mi ventana.

Ahora, mientras muere el día silencioso
y la negra noche agita en el viento sus heraldos
es la hora cuando más duele el cáliz derramado.

Maestro,
jamás debiste enseñarnos a no beber de la copa prohibida.
¡La caída es larga y honda!
Y el camino lleno de piedras.

Sobre el orden doméstico

El zapato a medio camino,
maloliente y asimétrico,
extiende su protesta bajo el lecho.
La sábana arrugada,
la ventana de telas curtidas
y su luz mortecina que ingresa
reclamarán también su parte de batalla.
Las partículas de suciedad
sublevadas al arrastre de la escoba.
La ropa interior, el abrigo,
el sudor que agrio se evapora.
Piezas de vajilla,
vasos, fogones y cubiertos
todos ocres y grasientos.

Pese a la acción de los cepillos,
los trapos, las mangueras,
las ventanas abiertas y sus corrientes de aire,
un día,
cuando la nada gane su lugar,
la suciedad reclamará obstinada,
su espacio,
y tal vez, tal vez, haya que aceptar
que fue vivir en vano nuestra pulcritud.

Como haikús

I

Una por una

dibujan las hormigas

la huella de la pisada en el barro.

Mañana de lluvia.

II

Agitado, en el charco

yace el reflejo del cielo.

Pisadas de sinsonte.

III

Caída la noche

oscilan las ramas y nidos de la alameda.

Aleteo de pájaros.

BUENAS NUEVAS

Jorge Iván Díaz Hincapié

Medellín, Antioquia

Taller Meca

 

Presumo en estos versos de las muertes

que a menudo detienen ante mí su tránsito,

de esas que me ven en las calles vacías,

o en las plazas de los hombres

que meditan solos frente a las palomas,

todos los días son el mismo día

para el ausente,

el mismo tiempo que en vano

llega como un ebrio hasta mi puerta,

a menudo extiendo mis manos

para abrazarme largamente en el silencio

y algunas veces

también canto en señal de regocijo

para ahuyentar el miedo.

Presiento en la distancia

que está volviendo ya la noche en algún sitio

y alguien recuerda que tiene muda la voz

como sepulcro,

yo en cambio tengo mudos los ojos,

y, sin embargo, canto en las iglesias,

oigo mi voz en el atrio

de no sé cuántas plazas desiertas,

afuera en el mundo llueve a mares

y se anegan las siembras en la orilla de los ríos,

afuera sucede el invierno,

las sequías,

la selva en llamas,

la hambruna que nos hace más mortales,

pero aquí es de día,

hace verano y traigo buenas nuevas,

ya la mesa está servida en un eterno banquete,

ya la casa tiene muros de cal, arena y canto,

ya la casa está levantada con la fuerza de mis manos

y muy pronto estarán a la venta sus fantasmas.

ESCONDITE

Katherine Serna Chaverra

Barbosa, Antioquia

Taller Letra Silente

 

Escondite de tu ausencia,

oscuridad que me abraza,

tirito de frío en el suelo,

no hay sosiego;

estás tan dentro mío.

 

No sé imaginarte sin mí,

verte llorar en otro hombro,

tomado de otra mano,

degustando otros labios;

estás tan dentro mío.

 

Otra te verá dormir,

no sé dónde esconderme,

si esa imagen me persigue

y me devasta;

estás tan dentro mío.

 

Huyo de tus recuerdos,

de tu taza en la mesa,

las promesas fallidas,

y no es de ti de quien huyo;

estás tan dentro mío.

 

Convivir conmigo es desafío,

mirar en el espejo este rostro,

este rostro que te ama

y no sé dónde esconderme;

estás tan dentro mío.

CINCO POEMAS

Luis Alfredo Aarón Leonis

Valledupar, Cesar

Taller José Manuel Arango

 

1.

Sobre el musgo

huella en su declive

hilera de Ángeles conocidos

migración de hojas podridas

es la oscuridad que no duele.

2.

Ermitaño de amor

sin coraza

sus huellas de arcilla

cachorro del tiempo

una flecha es dormida

en la borra sin adivinar el café

desde el sureste, sin la madeja.

3.

Aleteo de horas

fueron pájaros espejismo del abandono

cartílago de la infancia

repetidos al saltar en la oscuridad

cantando leña de brasas, por dos veces.

4.

Agua errante de aquel valle

luna de árboles sin neblina en la casa

melancolía sagitario húmeda

de atar besos inéditos

memoria manoseo lento

emoción al tocar

vasijas sin los caracoles.

5.

Huellas ligeras

piedra de los magos

sortilegio papel de faroles

afuera es el café

balcón muslos insomnio

ocupando su lugar

obituario de costura del tiempo

luna visible en los Dos Monigotes

cediendo la ausencia.

DESMEMORIA

Luis Fernando Martínez Pacheco

Bogotá, Bogotá D.C.

Taller Cartografías del Silencio

 

Llaman,

no hay quien conteste.

Las voces se han perdido,

buscan tiempo para responder.

Del otro lado preguntan por la historia

por la vida cortada a pedazos

que los dejó ahí

inconclusos,

nadando en un río ahogado de muerte.

 

Golpean,

no hay quien abra.

Las manos tendidas olvidaron el surco.

Ya no son de la tierra,

ahora son cruces y llanto

de aquellos que esperan todavía

hallar y ser hallados.

 

Gritan,

no hay quien escuche.

Sordos de tiempo, de realidad,

el silencio ha invadido el cielo

solo hay barcos tristes

que nunca encuentran puerto

sin destino, sin esperanza.

 

Esperan,

no hay quien llegue.

Transformados en espectros

deambulan hojas de un recuerdo en blanco,

no pueden escribir más sufrimiento.

Están ahí, en el limbo de un sueño

en el despertar de un dolor que nunca calla.

 

Regresan,

no hay quien aguarde.

Hacen parte del espacio sin mención,

imágenes que viajan sin pasaje

entre las puertas cerradas de un mañana

que nunca supo de hoy, que no sabe de ayer.

 

Seguirán en la intemporalidad,

ahí,

en donde rompe el viento contra la mordaza.

Recordando,

recordándonos

que no tenemos memoria.

EVOLUCIÓN

Lupe Yovanna Montoya

Cali, Valle del Cauca

Taller Virtual de Poesía 2022

 

A Natividad Murillo

 

Atrapado en el círculo de los hambrientos

sus alas

parten el aire sofocante del patio

Enterradas las pezuñas

despierta la polvareda

millones de toneladas de roca

En el ojo de la extinción

saltando de fuego en fuego

picotea el tiranosaurio

su futuro

como gallina.

ME HE VISTO

Luz Janeth Naranjo

Medellín, Antioquia

Taller Las Musas Cantan

 

Me he visto…

Navegar en secreto por el sol negro de la mirada

cruzar el puente profético del cuerpo y del alma

como espejo disuelto en el agua

fluorescente de sueños.

 

Avanzar por el camino desnudo

encontrar risas y heridas entre espinas blancas

que se derraman como pálidas sombras

melancolías aglomeradas en las pupilas.

 

Me he visto…

Por una cerradura de ojo

llevar ropajes de recuerdos

ruinas de una ciudad perdida

que colgaban de los muros

bisagras silenciosas

párpados abiertos en flor

que no cerraban el tiempo

dejando cruzar espectros

que se despojaban del infierno.

ARS POÉTICA

Magda Pinilla Monroy

Paipa, Boyacá

Taller Virtual de Poesía 2023

 

Vadeamos el puente.

 

Tu mano se extiende

para tratar de imitar en el vacío

las formas frágiles del tiempo.

Trazas preguntas como mapas

buscas un destello

una oración a los dioses muertos,

el sueño y su raíz oscura,

aquello que te ata un poco a este puente.

 

Preguntas por la sustancia para tejer sortilegios

cómo hacerle remiendos al hambre

y evitar que se instale en la ventana.

Qué podemos hacer con la pesada cruz

que crece dentro,

este silencio propenso a ser herida.

 

Acercas tu oído a mi pecho,

como quien espera oír el gorjeo de la cría

algún canto que evite el derrumbe del propio centro.

 

Son las palabras las que atraviesan a tientas

este camino,

como anzuelos se aferran a la sangre

—talismanes rotos—

nos inoculan humo y temblor,

y aunque sabemos que nada quedará en pie,

insistimos en llevarlas en el vientre

para que vayan creciendo como islas

donde soportar la embestida del olvido.

 

Intentamos cantar con ellas.

Cerramos los ojos

Hasta hacerlas vilanos.

Abrimos la boca

y confiamos al azar que el pequeño universo se quede atrapado

en los pliegues de la vida.

 

La lluvia no cae, pero hacemos artefactos,

escribimos simulacros, gestos de la desobediencia,

mantras como piedras que invocan la humedad

en un tiempo detenido.

 

Es posible que el milagro se revele,

o tal vez no.

 

Insistimos en que la palabra salva

escuchamos sus melodías secretas cuando las armas apuntan,

ciertas resonancias

el latido del renacuajo,

el hervor del cidrón en la estufa,

la sinapsis de tu mano en la mía

esta tarde

todas las tardes

en que esperamos

perderlo todo

y de nuevo

ganar

un paso sobre el abismo.

VÍAS CURVAS

Manuel Alejandro Briceño Cifuentes

Bogotá, Bogotá D. C.

Taller Los Impresentables

 

Captura

Capturar el verso;

juego sencillo.

 

¿Y ahora?

Ahora el dilema es

domesticar

el verso

y volverlo

sencillo.

Sobreexposición

Mantener el ritmo no es cosa sencilla…

 

Porque mientras la pluma vuela

el corazón

se queda.

Vidas curvas

I

Entre el silencio de la calle

y el barullo de los edificios,

confinadas en la tediosa urbe

en algunas salas ocultas

marcadas por el sello hipocrático,

la gente espera

a veces

eternamente

como fantasmas de cuentos

Un llamado

Una voz

Una mirada

Un aliento

que responda a la agobiante súplica

de la fragmentada carne

nombrada por extraños diagnósticos

y auscultada por ajenas miradas

el resto incinerado que aún queda

de aquellas palabras

en las que habitábamos desde niños.

 

Entre el barullo y el silencio

de la calle y el edificio

aguardamos nuevamente

ser invocados

a la vida.

 

Tal vez todos esperamos

ser llamados

otra vez

como fuimos nombrados

antes de vivir

en el silencio.

 

II

Descubrir las curvas

de las calles

tiene su ciencia.

 

Se requiere de una topología del espacio,

y una que otra geometría del cuerpo,

que solo se adquiere con la experiencia

De caminar

De pasear

De caerse

De jugar

De esconderse

De encontrarse

De perderse

De mirar

De dormir

De habitar

aquellas vías de conexión

De unión

que como raíles de montañas rusas

conducen nuestros vagones por vías

siempre

inesperadas.

 

Tiene su ciencia descubrir

que las calles

nunca serán lineales.

Siempre vivirán curvas.

Así como la vida.

 

III

El límite

de lo que llamamos hogar

tiene como nombre

para otros

Ciudad.

Amanecer

Buscaba entre mis recuerdos

un indicio de lo que es incierto

Y pensaba:

Qué triste es eso

En todo hay rabia

y no hay consuelo

 

Buscaba en los otros

culpas mías encarnadas

que se desvanecen con el tiempo

 

Y yo

seguía siendo

 

Buscaba algo, buscaba un suelo,

y no me daba cuenta

de que la tierra

me abrazaba hasta el cuello

 

Buscaba buscando cosas

cosas que no existían en mi cuerpo

Y me perdía entre cabos y cábalas

cavando mi propio cuerpo

 

Dejé de buscar un día

perdido entre todo esto

 

Y el sol

buscando lo incierto

buscando lo herido

cavando cuerpos

encontró el mío

 

Ahora no busco un sol

Ni busco algún consuelo

Solo dejo que me busque

aquello

que el sol

hace un misterio

Ficción

Para Leminski

Me creó la ficción.

 

Creo que soy otro

Y ese otro, otro

Y entre tantos otros

me pierdo siendo yo.

 

Creo que no soy nada,

Porque ser nada es solo ser.

Ser solo otra cosa

distinta de la nada.

 

Creo que creo cosas

Creo que creó otro.

¿Y AHORA?

María Victoria Arce Montoya

Chinchiná, Caldas

Taller Versos del Cumanday

 

Si es de día o si es de noche,

si vengo o si voy,

si hablo o callo…

 

Yo no sé qué es verdad,

lo que siento, lo que pienso,

a veces creo…

Son cosas del más allá.

 

Trato de explicar…

No encuentro la razón

ahora no distingo

entre la realidad y la ilusión.

 

Mientras más indago, más dudo

solo sé que la palabra en poesía

libera el corazón, el alma,

vuelve real la imaginación.

ANA SE CASÓ CON EL
DOLOR A CUESTAS

Nallely Natali Flores

Barranquilla, Atlántico

Taller Caminantes Creativos

 

Ana se casó con el dolor a cuestas

de un prometido ahogado y el desamor por otro.

Otra Ana se casó con un hombre de verdad,

uno de esos que con cualquier palabra

repiten que te quedarás sola.

Amelia nunca volvió a casarse

para cuidar a sus hijas de un padrastro:

su eufemismo de violador.

 

Amelia fue la madre de sus hermanos.

Amelia fue la madre de sus nietos.

Amelia cuidó de su madre

más de lo que ella la cuidó aun siendo niña.

Ella: la madre de cuatro generaciones,

madre, y además padre.

 

Como Jazmín, que se embarazó a los quince

y se hace cargo de padres, hermanos e hijas,

y se hará cargo de sus nietos,

y seguramente seguirá

cuidando más las lentas muertes ajenas

antes que la vida propia.

 

Como Rosa, quien cuidó

en el lecho de muerte al padre que la abandonó.

Como Elena, quien volvió con su esposo

porque su madre creía que era lo mejor para los niños.

Como Patricia, quien dio a luz a una hija más

del que le prometió todo y no estuvo siquiera en el parto.

 

Mientras Mónica perdía al bebé que pensó abortar

y Yolanda recordaba la violación

al ver a su cuñado a los ojos.

Mientras Janette bebía más

para lidiar con la adicción del padre de su hijo.

y Claudia jugaba a la familia feliz

aun con la mente y la mesa vaciándose.

Mientras yo pensaba en ellas,

que las tenía a ellas:

las mujeres que necesito en mi vida.

Estás muy mal

Estás muy mal:

es el único eco.

Tú lamentas mi enojo,

no tus palabras,

no tu mirada,

no tu arrogancia,

 

Vete:

es mi último recuerdo.

Tú solo quieres que esté bien,

que me calme,

que no te rompa,

que no te escupa en la cara.

 

Me estás sacando de mis casillas:

es ser adulto, es culparme

por los abandonos,

por las lágrimas,

por el rencor.

 

Búscate un mudo:

una de tus soluciones

mientras sigues gritando

por mi llanto,

por mi dolor,

por tu sed de razón.

 

¿Y yo qué te digo, mi amor?

No quiero volver a verte.

Estoy muy cansada.

LOS SABORES
Y EL SABER

Ofelia Angarita

Zipaquirá, Cundinamarca

Taller Efectos de la Creatividad Impulsiva

 

Los sabores y el saber

llevan a los escritores

a crear platos valiosos

que estén entre los mejores.

 

Los sabores estimulan

cada uno de los sentidos

y el cerebro reacciona

construyendo contenidos.

 

Un plato muy exquisito,

una prosa, una canción,

despierta las emociones

que dan poder al autor.

 

Una receta sencilla

con valiosos ingredientes

puede despertar el gusto

de los más selectos clientes.

 

El arte de la escritura

es de los más exigentes

hay que estarnos preparando

ojalá constantemente.

 

Interactuar con autores

y enriquecer nuestro estilo

nos permite mejorar

nuestros propios contenidos.

 

No existe receta única

que podamos aplicar

cada quien tiene su estilo

y su toque original.

 

Escribimos por supuesto

para que muchos nos lean

hacerlo con claridad

es la valiosa tarea.

 

Recordemos que el derecho

a la comunicación

es un derecho vital

y hay que cuidar la expresión.

 

Escribir es expresar

nuestros propios pensamientos

haciendo de nuestros textos

aportes al crecimiento.

 

Redactemos con sentido

para agradar al lector

con prosas enriquecidas

e ideas de gran valor.

 

No basta la información

que es por demás importante

hay que adornar con detalles

porque escribir es un arte.

 

El orden en las ideas

coherencia y claridad

hacen que el público lea

con mucha facilidad.

 

Las figuras literarias

embellecen un escrito

saberlas utilizar

hace autores eruditos.

 

La cocina de la escritura

nos enseña a redactar

y cada quien que le ponga

su estilo y creatividad.

 

La práctica hace al maestro

esa es la pura verdad

pues leyendo y escribiendo

logramos perfeccionar.

 

Un mundo tecnificado

con avances sorprendentes

exige que los autores

innoven constantemente.

 

La escritura, hoy más que nunca,

ha adquirido relevancia

que el escritor se actualice

es de vital importancia.

 

En el arte de escribir

no hay una escuela especial

donde se aprenda al detalle

que sería lo ideal.

 

Hay que ingeniarse la forma

de conectar con el arte

leyendo y creando textos

y corregir donde falle.

 

Cuidemos de nuestra prosa

no dañar su contenido

utilizando palabras

que le dan otro sentido.

 

Las ambigüedades restan

la comprensión en los textos

es mejor no utilizarlas

pues suenan como a pretexto.

 

Hay palabras que abren puertas

por su carga informativa

aprovechar su poder

es una acción creativa.

 

Escribamos con amor

con pasión, con disciplina,

sin creernos que de pronto

ya conquistamos la cima.

 

Estructuremos el texto

priorizando contenidos

condensando las ideas

sin que pierdan su sentido.

 

Frases cortas y dicientes

párrafos bien resumidos

hacen que el texto se lea

con interés y sentido.

 

Términos que discriminan

o empoderan algún sexo

podemos decir sin duda

están fuera de contexto.

 

Verdades irrefutables

se encuentran fuera de base

pues el mundo está cambiando

y hay un continuo desfase.

 

Limitemos las palabras

con sentido negativo

o que signifiquen duda

y afecten el contenido.

 

Es mejor buscar sinónimos

para darle buen sentido

que el lector sienta el esfuerzo

de un escritor instruido.

 

Prosas llanas, comprensibles,

llaman mucho la atención

sin recargas de asteriscos

con muy buena puntuación.

 

Los términos adecuados

según sean los objetivos

que difundan las ideas

que el lector quede instruido.

 

Escribir es un proceso

de elaboración de ideas

que con ingenio y destreza

en la mente se moldean.

 

Disfrutemos como chef

y como buenos escritores

sintámonos orgullosos

de jugar con los sabores.

 

Describir el escribir

nos aclara muchas dudas

pues nunca estaremos listos

en el arte de la escritura.

 

Sacrificar contenidos

para imponer redacción

seguro pone en peligro

un texto de gran valor.

 

La labor del escritor

es muy grande y muy sublime

y hay que estar a la vanguardia

para no entrar en declive.

 

Nuestro lenguaje refleja

el pensamiento colectivo

de una sociedad que vive

devorando contenidos.

 

Quien no domina lectura

escritura y comprensión

corre el riesgo de quedarse

obsoleto en un rincón.

 

El fomentar la igualdad

a través de la escritura

es un deber del autor

y un respeto a la cultura.

 

Nunca será suficiente

lo que creemos saber

pues el mundo está cambiando

y nos urge el aprender.

 

El recargar nuestra prosa

con adjetivos y adverbios

crea muchas confusiones

y hace aburrido el texto.

 

Usar los peyorativos

o palabras excluyentes

ocasiona malestar

y el rechazo de la gente.

 

Trabajar el pensamiento

como las piedras preciosas

da brillo a nuestras recetas

y las hace apetitosas.

 

La cocina de la escritura

nos da valiosos recursos

para tenerlos en cuenta

y ser cada día más cultos.

 

Y este es el texto de Ofelia

que siempre escribe con rima

disfrutando los sabores

que encontró en esta cocina.

Un plato exquisito

Sophia es una chica guapa

extrovertida y genial

en la cocina se luce

con su toque original.

 

Que va a preparar un plato

que nos dejará extasiados

con todos los ingredientes

que ella misma ha consultado.

 

Tiene claro que su plato

debe quedar exquisito

para conquistar los gustos

hay que cumplir requisitos.

 

La robot no ahorra esfuerzos

en consultar muchas fuentes

aceptar las sugerencias

y analizar a sus clientes.

 

Sabe que la competencia

es dura y hay que enfrentarla

con ideas que superen

las expectativas diarias.

 

Estofado de verduras

es el plato a preparar

teniendo en cuenta que tiene

gran valor nutricional.

 

Forma parte de la dieta

de toda la humanidad

y todos sus ingredientes

los hay en cualquier lugar.

 

Pero ese toque secreto

único, espectacular,

que lo va a hacer agradable

para cualquier paladar,

es lo que Sophia le aporta

a ese plato sin igual.

 

Será un plato muy variado

y con muchos beneficios

con una gama de colores

y sabores exquisitos.

 

Tiene en cuenta su experiencia

y los aportes sugeridos

que va encontrando en las redes

que hoy están al rojo vivo.

 

Seleccionar lo mejor

le será un poco difícil

pero va a quedar un plato

con los mejores matices.

 

Seguro que la robot

nos va a seguir sorprendiendo

con sus obras majestuosas

fruto de tanto talento.

ANIMAL PLANET

Paula Andrea Gaviria

Medellín, Antioquia

Grupo Letras

 

Un poema es un animal, dijo Aristóteles

 

Uno se imagina desde la infancia

desde que juega con animales de plástico

que el amor animal es solo una batalla

entre animales domésticos y extintos

ambos bien ubicados a cada lado de la mesa de juegos

el oso de peluche se prepara para la lucha

con el tiranosaurio rex

todo puede pasar cuando se juega con espejos

que reflejan el amor animal

este que no sabe de especies

que no sabe de eras

un amor animal que se hace diversión

hecho de colmillos y de garras

 

Cae el amor animal

cuando la mentira rasguña su cuello

mi animal ficticio

agazapado como hiena

sonríe ante la tregua

atascado de odio

fingiendo su muerte

 

Pero el amor animal

tiene alas de puercoespín

plumas de cobra

animalista solitario

picotea, picotea el viento

nido a nido se desgrana

como gallina a punto del degüello

el polvo del vuelo se hace alimento

preso del trino silencioso

de los que todavía aman

 

Se atrinchera el amor en las mañanas

para hacerse animal doméstico

guardián

parásito del miedo

una modesta aguamala

una gota transparente del mar

 

Amor hecho apego

que se lame las heridas

que extiende su pelaje en la sabana

que separa los reptiles gigantes

de la soledad

de los miles de pingüinos que migran

de la mirada antártica

de los que se creen desamados

 

Mídase el amor por especies

por su grado de endemia

mídase su descendencia extinta

mídase el amor por su nomenclatura zoológica

todo el amor es un bestiario

una red atrapa-coyotes

criaturas de sexo

que alucinan en aullidos

 

Disfrazado de animal doméstico

el amor es un zoológico de animales tristes

lanza sus escamas y sus vísceras, se reproduce

para multiplicar los peces

entre corales

entre algas

escondido en caparazones

el tiburón martillo de la rutina ataca

desata el terror

y el deseo se larga como liebre

a su red de madrigueras invisibles

 

El verdadero amor animal es un amor a solas

libre de mordiscos

una oruga, un renacuajo

animal amor a cuatro patas

colgado como chimpancé de los recuerdos

rodeado de moscas

zigzagueante serpiente del Paraíso

 

Un insecto amor polinizador

zumbará en tu oreja

escúchalo ahora

ese animal de plástico

volando, galopando

en la selva de tu mesa de juegos

no es más animal humano

el amor es solo el olor de una especie amenazada

que juega a vestirse de insecto

para ser parte del circo de las pulgas

 

Esta arca de animales

no deja de ser un oso de peluche

destrozado por el tiranosaurio

vemos el planeta animal

tendido en nuestra mesa de juego

esperando revivir

el animal amor nunca muere

las batallas le darán nuevas luces

al azul cruel de la naturaleza

nuestra voz ya no será la de un niño

que imita la furia y los gruñidos de un animal

lloramos esos animales

que ya fueron

descuartizados

sin cabeza, sin ojos

que no soportaron tanto amor

ni las orgías a las que fueron llevados

guardados sin duelo en el cajón de los juguetes olvidados

 

un animal me roza el pelo y yo

sin entender…

lo que es capaz de hacer el amor animal.

CANCIONES PARA PERDER
EN LAS NOCHES

Ricardo Javier Barreto Montero

Bogotá, Bogotá D. C.

Taller Distrital de Poesía

 

Los muebles de madera

florecían al roce de mi mano

Eduardo Lizalde

Vuelvo a los días de ocio

a recogerme siglos enteros en el fondo

de mi cama de mi propio cuerpo

a arañar con palabras las paredes

solo para afilar

estas garras

Ayer

nocturno acechante

como si supiera qué es el miedo

destrocé el fondo de una sombra con rabia

porque tenía la forma de tu nombre

mordí hasta desaparecer el rostro en una foto

solo porque había una luz conocida en la superficie de su mirada

e hice migajas unas hojas escritas por otros

para sentir al fin el revés de estas voces que repiten

incluso de noche

Ricardo

despierta

 

Mamá dice que no son actos propios de un gato bueno

acostumbrada a la domesticidad de animales menos feroces

mientras recoge una a una las vidas que voy dejando

desperdigadas por la casa

 

Y aunque quisiera ser menos salvaje

menos dueño de lo que siempre crece

no puedo evitar

maullar a horas prohibidas

derribar todo lo que quiere su propia altura

rasgar con furia todo lo susceptible a ser nuevo y pulcro

correr a toda velocidad como loco por el pasillo

dejando que a mi paso las paredes florezcan

que un bosque entero se vaya creando a mis espaldas

como si desde el piso agrietado algo

un momento

una hora quieta o este breve pulsar

quisiera enraizarse

 

Mamá trata de sonreír para conservar su calma

al final deja que el tiempo cure

el piso el sofá el cuerpo

la última de las vidas que nos quedan

aunque sabe

que en realidad todo se reduce

a que no somos más que una gota de luz

y que la sombra veloz nos viene persiguiendo

 

Mamá que ahora ríe a carcajadas porque recuerda a su sobrina

abre un cuaderno que yo ya había abierto

y que olvidé pasar por mis garras

presta atención a ese silencio antiguo del lápiz sobre el papel

a esa herida que abre por las noches una palabra escrita

el abismo que recrea

y decide esperar un mejor momento para escribir su grito

 

Mamá antigua como las raíces de esta casa

lenta como un día determinado en su tránsito

deja el lápiz suspendido en una hora

pasa su mano pesada por mi lomo

como si dijera con ese gesto todos mis nombres

mira tras la ventana la ciudad que también

acecha silenciosa en calma

y suspira sin saber

qué pesada arma es esta espera.

SUSURROS

Sucy Valencia López

Girardota, Antioquia

Taller Los Murmullos

 

I

El sonido del amanecer cuando aún duermes,

los rayos del sol que penetran la ventana,

el cuarto palpitando al ritmo de tu respiración,

los susurros que brotan del cofre donde guardas tus cartas,

el golpeteo de la gota de lluvia que te nombra,

el compás de fondo mientras todos duermen,

lo que balbucean los sueños,

la caída de una lágrima en la almohada,

el crujir de las puertas que se cierran.

¿Es producto de la casualidad?

 

Ecos sutiles se propagan

como códigos buscando ser descifrados.

II

Bocanada de luz

te escabulles entre los orificios

—pequeños escondrijos inhabitados—

para dar consistencia

a lo que habita.

 

El primer rayo

atravesando la espesa niebla,

la sensación cálida de las mañanas

cuando la temperatura asciende,

el verde intenso de las hojas

al medio día,

el brillo de la ciudad

tocada por el sol,

la sombra que nace en las paredes,

lo que irradia tu rostro,

mi reflejo en el espejo.

 

Iluminas los rincones,

das forma y volumen a todas las cosas.

REALIZACIÓN

Yulieth Paola Galvis Rivero

Pamplona, Norte de Santander

Taller Rayuela

 

Entonces lo vi desaparecer lentamente ante mí,

“Mis memorias se perderán conmigo”, dijo con calma

Ya estaba preparado, listo para el olvido

Su vida resumida a perderse sin ser recordado.

 

Entonces fui, lo salvé, lo traje a la vida nuevamente

Le entregué todo el amor que el mundo no me dio

Le entregué el cariño que mi sangre me quitó

Le di libremente mi propia realidad, sin pensarlo y sin remordimiento.

 

Su mirada ardía como fuego, la impresión tan grabada como dibujos en las ruinas de mi alma

Nadie nunca lo escogió, nadie nunca se sacrificó, siempre al revés, siempre al revés...

Entonces mi alma cantó, vibrando con determinación, él siempre iría primero, aunque yo me perdiera

Entonces sonrió y fue como ver un eclipse, tan hermoso, tan magnífico y tan efímero.

 

Con el corazón latiendo con tranquilidad, con una que hace mucho no sentía, me atreví a preguntar

¿Quién eres y por qué decides que tu existencia vale tan poco comparada con el mundo? Mi piel vibró apenas me expresé, como si me preparara

 

Él ladeó su cabeza, mirándome fijamente, tan inexpresivo que dolía, con pestañas ocultando lo que años de faltas ocasionaron en su alma

¿Quién más podría ser sino una parte de ti misma?, dijo finalmente ¿Acaso no eres tú misma la que está destinada a perderse sin siquiera entenderse?

 

Una sola exhalación me bastó, lenta y pausada, tan dolorosa como un cuchillo que se clava con lentitud en tu costado

Entonces entendí, el olvido es imperdonable, más aún si es autoimpuesto, pero me elegí

Al final del camino me elegí, no era él, ni el mundo, siempre fui yo quien debía amarme, siempre debí ser yo

Entonces desperté, el techo blanco me dio la clave del mundo, porque al final del día, cuando tus ojos se cierran tu mente grita.

SIETE ASEDIOS A TROYA

Antonio José Silvera Arenas

Ganador Poesía Directores

Barranquilla, Atlántico

Taller Literario José Félix Fuenmayor

 

I
Agamenón y Ulises

El poder remodela a quien lo alcanza.

El mequetrefe, el bribón, el pernicioso,

si lo tienen, son queridos y atendidos

aunque su costo sea una hija en el altar.

En cambio, el noble, el comedido, el sabio,

que rara vez dominan, cuando lo logran

y lo ignoran, se entontecen.

Y si lo usan, se pierden, se encanallan,

pues él exige la sangre y la emboscada

a todo aquel que pretendió su reino.

La estupidez perfectamente rige.

La inteligencia se ve tan torpe en el palacio.

II
Penélope y Helena

Qué tonto tejer una mortaja todo el día

y destejerla por la noche.

Veinticuatro horas plenas de fatiga

y Ulises paladeando un tierno seno.

Mejor vivir la guerra en su epicentro.

El amor es un riesgo que embellece,

una incesante guerra.

La pierde quien no ama.

La causa de Troya fue el amor.

Mentira que cayó,

adonde voy, la llevo.

III
Néstor y Telémaco

No indagues por tu padre

ante un anciano.

 

Te dirá sus hazañas,

quizás te guíe hacia la bella Helena,

para que, al verla al costado del Atrida,

después de su traición tan comentada,

entiendas cuánto puede un beso verdadero.

 

Pero nada sabrá de su extravío,

del charlatán que volverá a la casa

para enseñarte a matar sin compasión.

IV
Helena vuelve a Esparta

Qué iluso

el que se piensa único.

La felicidad es egoísta,

del que la tiene solo.

A veces se vive junto a otro

(por otro, incluso, a veces).

Y por ella se lucha hasta la muerte.

Pero el asunto es

que siempre hay más opciones

(hasta tornar a un repudiado lecho).

Cuando no está el amante ante tus ojos,

por bello que haya sido,

por alto el gozo hallado,

qué ancho se ve el mundo en la ventana.

V
Andrómaca y Casandra

Las dos perdimos,

como en la guerra todos.

Un noble esposo, tú;

yo, por un raptor, un pueblo.

Lo había advertido siempre,

no se precisa mucho en entenderlo:

para la saña de la guerra, no hay muralla.

No llores. Cuida a Astianax:

que siempre tema al casco y la armadura.

VI
Aquiles y Briseida

La flecha en el talón

no fue tu pérdida.

Habías caído antes.

Ayer el rey me confesó su estratagema,

desnudo, tras amarme intensamente,

se burló de los dioses y sus pestes:

perderme te llevó a la tienda,

donde hallaste el consuelo de Patroclo.

Luego su muerte te volvió a la guerra,

más hosco, más bárbaro y terrible.

Cómo reía Agamenón, pues lo ha logrado:

por el dolor, tumbaste a Troya su baluarte.

Sin Héctor ya Ilión está abolida.

Igual que tú:

vestido con tus propias prendas,

te derrumbó el cadáver del amor.

VII
Príamo y Tetis

—Nuestros hijos

no serán como nosotros.

No peinarán las canas

ni verán madurar su descendencia.

 

—Tampoco morirán.

Perdurará en la memoria su pasión.

 

—Memoria de la rabia y la matanza…

—Memoria del amor.

 

—Esa ilusión. Lo sabe Hécuba

que llora su fruto en la muralla.

 

—Esa única verdad.

Dos veces lo tuve y lo he perdido:

a Peleo y al hijo que me dio.

Por el amor sé lo que es morir en vida,

aunque por siempre viva.

 

 

NARRATIVA GRÁFICA

 

 

BENDICIONES

Catalina Murcia Alejo

Ganadora Narrativa Gráfica Asistentes

Bogotá, Bogotá D. C.

Taller Distrital de Narrativa Gráfica - IDARTES

Bendiciones
Bendiciones
Bendiciones
Bendiciones
Bendiciones

 

Y SE QUEDÓ A DORMIR

(Fragmento)

 

Catalina Murcia Alejo

Bogotá, Bogotá D. C.

Taller Distrital de Narrativa Gráfica - IDARTES

Y se quedó a dormir (fragmento)
Y se quedó a dormir (fragmento)
Y se quedó a dormir (fragmento)
Y se quedó a dormir (fragmento)

 

EL DESORDEN

Pablo Guerra Paredes y Diana Sarasti

Ganadores Narrativa Gráfica Directores

Bogotá, Bogotá D. C.

Taller Distrital de Narrativa Gráfica - IDARTES

El desorden
El desorden
El desorden

 

 

TALLERES Y DIRECTORES
2023

 

CUENTO

TALLER JOSÉ MANUEL ARANGO, VALLEDUPAR

Luis Alberto Murgas Guerra

TALLER CAFÉ Y LETRAS, ARMENIA

Carlos Fernando Gutiérrez Trujillo

TALLER ISOTOPÍAS, MEDELLÍN

Gustavo Adolfo Bedoya Sánchez

TALLER JOSÉ FÉLIX FUENMAYOR, BARRANQUILLA

Antonio José Silvera Arenas

TALLER VOCES EN EL ESTERO, BUENAVENTURA

Eugenio de Jesús Gómez Borrero

TALLER TINTA SIN FRONTERAS, LA ESTRELLA

Mauricio Vanegas Gil

TALLER NARRANDO: PONIENDO EN PALABRAS LO INEFABLE, CALI

Paula Alejandra Gómez Osorio

TALLER CAFÉ Y LETRAS RENATA, ARMENIA

Miguel Alfonso Rivera López

TALLER BUCARAMANGA LEE, ESCRIBE Y CUENTA, BUCARAMANGA

Laura Margarita Medina Murillo

TALLER LIBERATURA, IBAGUÉ

Martha Elizabeth Fajardo Valbuena

TALLER LITERARIO CLEMENTE MANUEL ZABALA, SAN JACINTO

Fredy Joaquín Chamorro Tovar

TALLER DE POÉTICA CIELO DE UN DÍA, BUCARAMANGA

Víctor Manuel Niño Rangel

TALLER DE HISTORIAS, MEDELLÍN

Carlos Alberto Velásquez Córdoba

TALLER PÁGINAS DE AGUA, SINCELEJO

María Alejandra García Mogollón

TALLER ARTESANOS DE LAS PALABRAS, MONTERÍA

Mayra Alejandra Izquierdo López

TALLER A ESCRIBIR TE CUENTO, FUSAGASUGÁ

Brayan Esteban Cifuentes Herrera

TALLER ÍTACA, ZARZAL

Jhon Walter Torres Meza

TALLER LA JUGADA POPULAR, CARAMANTA

Diana Carolina Hidalgo Echeverri

TALLER LA TERTULIA JUPITERINA, ROLDANILLO

Rocío Alejandra Santacoloma Patiño

TALLER JOSÉ EUSTASIO RIVERA, NEIVA

Anamaría Rozo Martínez

TALLER BRURRÁFALOS, BARRANQUILLA

Viviana Vanegas Fernández

TALLER LA PALABRA DEL MUDO, ARAUCA

Nelson Pérez Medina

TALLER DE NARRATIVA LA TINAJA, CHÍA

Diego Ortiz Valbuena

TALLER CLUB DE ESCRITURA CREATIVA ALTAZOR, CALI

Luis Gabriel Rodríguez Bolaños

TALLER DE ESCRITURA DE MANIZALES, MANIZALES

Juan Carlos Acevedo Ramos

TALLER VIRTUAL DE CUENTO 2023

Laura Ortiz Gómez

TALLER VECINAS DEL CUENTO, MANIZALES

Olga Lucía Jaramillo Ochoa

TALLER FUNZA PARA CONTAR, FUNZA

Anderson Antonio Alarcón Plaza

TALLER DISTRITAL DE CUENTO, BOGOTÁ

Laura Ortiz Gómez

TALLER ECHÉME EL CUENTO, CALI

Alberto Jairo Rodríguez Castro

TALLER DE CREACIÓN LITERARIA COMEDAL, MEDELLÍN

Luis Fernando Macías Zuluaga

TALLER NARRATIVA PÚBLICA, VERSO Y CUENTO, BUCARAMANGA

Andrea Patricia Jaimes López

TALLER VIRTUAL DE CUENTO 2022

Óscar Daniel Campo

TALLER DOXA, BOGOTÁ

Ronald Andrés Rojas López

NOVELA

TALLER VIRTUAL DE NOVELA 2022

John Jairo Junieles

CRÓNICA

TALLER DE ESCRITURA CUENTO Y CRÓNICA, CARTAGENA

David Lara Ramos

TALLER PARCHE LITERARIO CRÓNICA MOSQUERUNA, MOSQUERA

Óscar Javier Bellón Chacón

TALLER VIRTUAL DE CRÓNICA 2022

Diana María Pachón

TALLER IBAGUÉ ESCRIBE Y CUENTA, IBAGUÉ

Miguel Alberto Páez Caro

TALLER DISTRITAL DE CRÓNICA, BOGOTÁ

Cristian Valencia Hurtado

TALLER CARTAS A LA CARTA, MEDELLÍN

Carolina Calle Vallejo

POESÍA

TALLER DISTRITAL DE POESÍA, BOGOTÁ

Camila Charry Noriega

TALLER ESCRITURAS CREATIVAS DE TENJO, TENJO

Mónica Mejía Bernal

TALLER EL LENGUAJE SECRETO, BOGOTÁ

Fabián Andrés Rodríguez González

TALLER LA CHIVA LOCA, SIBATÉ

Ricardo Torres Ortega

TALLER EL SUEÑO DEL ÁRBOL, ITAGÜÍ

Ómar Darío Gallo Quintero

TALLER GRUPO TA.LI.UM., SANTA MARTA

Gustavo Hermógenes Arrieta López

TALLER DE POESÍA HÉCTOR ROJAS HERAZO, CARTAGENA

Wilfredo Esteban Vega Bedoya

TALLER LETRA-TINTA, ITAGÜÍ

José Rafael Aguirre Sepúlveda

TALLER LABORATORIO DE ESCRITURA CREATIVA, BOGOTÁ

Hellman Pardo López

TALLER VERSERÍA, CHÍA

Rodolfo Ramírez Soto

TALLER AMÍLKAR-U, SANTA ROSA DE CABAL

Duván Darío Cano Botero

TALLER JOSÉ PABÓN CAJIAO, SAMANIEGO

Ángela Cajiao Meneses

TALLER PLUMAENCENDIDA, ENVIGADO

Edgar Albeiro Trejos Velásquez

TALLER DE POESÍA MECA, MEDELLÍN

Raúl Henao Fajardo

TALLER LETRA SILENTE, BARBOSA

Omar Darío Gallo Quintero

TALLER JOSÉ MANUEL ARANGO, VALLEDUPAR

Luis Alberto Murgas Guerra

TALLER CARTOGRAFÍAS DEL SILENCIO, FUNZA

Jorge Eliécer Valbuena Montoya

TALLER VIRTUAL DE POESÍA 2022

Hellman Pardo López

TALLER LAS MUSAS CANTAN, APARTADÓ

Ruth Cuesta Borja

TALLER VIRTUAL DE POESÍA 2023

Lucía Estrada

TALLER LOS IMPRESENTABLES

Rodolfo Ramírez Soto

TALLER VERSOS DEL CUMANDAY, MANIZALES

José Ever Rodríguez

TALLER CAMINANTES CREATIVOS, BARRANQUILLA

César José Mora Moreo

TALLER EFECTOS DE LA CREATIVIDAD IMPULSIVA, ZIPAQUIRÁ

Alexánder Buitrago Bolívar

TALLER GRUPO LITERARIO LETRAS, MEDELLÍN

Daniel Bravo Andrade

TALLER LOS MURMULLOS, GIRARDOTA

Juan Camilo Betancur Echeverry

TALLER RAYUELA, PAMPLONA

Johanna Marcela Rozo Enciso

TALLER JOSÉ FÉLIX FUENMAYOR, BARRANQUILLA

Antonio José Silvera Arenas

NARRATIVA GRÁFICA

TALLER DISTRITAL DE NARRATIVA GRÁFICA, BOGOTÁ

Pablo Guerra Paredes y Diana Sarasti

 

 

AUTORES

 

Alberto de la Espriella

Taller Café y Letras Quindío, Armenia

(Bogotá, Cundinamarca, 1953). Dedicó gran parte de su vida, desde 1976, al ejercicio de la publicidad en agencias locales e internacionales, previos estudios de cinematografía en la Universidad Nacional Autónoma de México y luego de egresar de la Universidad Jorge Tadeo Lozano, en Bogotá.

El proceso de retiro del oficio lo empezó instalándose en Armenia, donde se integró al taller de escritura Café y Letras. En forma paralela ha venido participando en las actividades del programa cultural Letras en Yo Mayor y su comunidad virtual.

Algunos de sus textos, de índole profesional, aparecen en publicaciones de la industria publicitaria nacional —tal como Historia de la publicidad gráfica en Colombia—; artículos en El Espectador y, recientemente, en El Quindiano. En literatura, participó en la publicación de Entre hojas, una antología de la producción del taller. Tiene en ciernes un par de libros de cuentos en busca de editorial y varios relatos suyos han sido leídos en el club de lectura del programa citado, desde 2019.

Ana Cecilia Hoyos

Escrituras Creativas, Tenjo

(Medellín, Antioquia, 1968). Vive en Bogotá y desde hace dos años hace parte del taller Escrituras Creativas de Tenjo, en el cual ha sobresalido por su narrativa fluida y cuidadosa. En su escritura refleja la cotidianidad con un sutil toque de magia que hace que la voz de Milo, su compañero perruno, refleje el amor que este ser imparte a todos los que conviven con él. Aunque procura mantener un estilo que habla del presente con personajes muy reales, su rigurosidad y cumplimiento con su trabajo en la escritura se ha transformado en una evolución permanente.

Ana María Valencia Agudelo

Taller Isotopías, Medellín

(Puerto Boyacá, Boyacá, 1997). Es estudiante de Literatura y Lengua Castellana en la Universidad de Antioquia, hace parte del Taller Isotopías, coordinado por el doctor Gustavo Adolfo Bedoya Sánchez. El taller está adscrito a la Red de Escritura Creativa y Tertulias Literarias RELATA. Es una apasionada por la lectura y la literatura, y desde que hace parte del mencionado taller ha logrado establecer una línea de estilo con su escritura, puesto que lo reconoce como una forma de expresión personal y de darle vida a sus pensamientos. Continúa en su búsqueda por mejorar como escritora y espera compartir más historias que inspiren y entretengan a quienes las descubran.

Andrés Felipe Guerrero González

Taller El Lenguaje Secreto, Bogotá

(Bogotá, Cundinamarca, 1993). Licenciado en Ciencias Sociales de la Universidad Pedagógica Nacional y especialista en Epistemologías del Sur del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO). Integrante del taller literario El Lenguaje Secreto de la Red RELATA y participante de los talleres locales de escritura 2023 de IDARTES. Se ha interesado en la lectura y escritura literaria, razón por la cual ha participado en diversos espacios que lo acerquen a esta, que le permitan explorar entre sus sentidos y sentires la sensibilidad necesaria para el arte de las letras.

Ángel Rafael Ramírez Escobar

Taller Literario José Félix Fuenmayor, Barranquilla

(Barranquilla, Atlántico, 1990). Profesional en Psicología, patrullero e investigador criminal de la Policía Nacional de Colombia. Ha incursionado en el mundo de la escritura con participación en diez obras antológicas, enfocadas de manera general en su experiencia como policía víctima del conflicto armado y en las vicisitudes emocionales de su proceso de rehabilitación.

Antonio José Silvera Arenas

Taller Literario José Félix Fuenmayor, Barranquilla

(Barranquilla, Atlántico, 1965). Poeta, docente e investigador literario. Estudió literatura y es magíster en Literatura Hispanoamericana y del Caribe. Autor de los poemarios: Mi sombra no es para mí (1990), Edad de hierro / Mi sombra no es para mí (1998), Cuesta trabajo (2006), El fantasma de la alondra (2011), Bocas de ceniza y otros poemas (2016), Abecedario (2017) y Universos (2019). En 1993 participó como becario en el Foro Joven, Encuentro de Escritores Iberoamericanos Menores de 30 años, realizado en Málaga (España). Sus poemas se han publicado en antologías de la poesía colombiana y en revistas nacionales e internacionales. Ha obtenido reconocimientos en concursos de cuento como el “Luis Vidales” (2010) y La Cueva (2014). También fue distinguido con el premio Mejor Director de Taller de la Red Nacional de Talleres de Escritura Creativa RELATA en 2009. En 2012, una selección de sus poemas fue traducida al portugués en la antología Um país que sonha y obtuvo una beca mediante la que realizó una lectura de su poesía en Lisboa (Portugal); y en 2017 y 2019, con Abecedario y Universos, respectivamente, ganó la Beca de Poesía del Portafolio de Estímulos de la Secretaría de Cultura de Barranquilla.

Aura Lucía Torres Niño

Taller La Chiva Loca, Sibaté

(Bogotá, Cundinamarca, 2001). Estudiante de Licenciatura en Biología de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Participó en misiones pedagógicas en diversos lugares de Colombia con el club de lectura La Chiva Loca, como actriz y tallerista en escritura creativa. Trabaja en animación cultural con diversas entidades públicas y privadas. Ha hecho parte de varios procesos culturales y sociales en Cundinamarca, con el interés de generar cambios a nivel social que permitan reconocer la identidad del pueblo, su cultura, su medio ambiente y una mejor educación humanista. Actualmente es consejera municipal de Juventudes en el municipio de Sibaté y está vinculada a procesos de reforestación en veredas de Sibaté, como reconocida líder del cuidado ambiental y animal en el municipio y en la zona del Sumapaz.

Aura Maritza Longa C.

Taller Voces en el Estero, Cali

(Buenaventura, Valle del Cauca, 1967). Realizó sus estudios de secundaria en la Normal Juan de Ladrilleros de Buenaventura. Su pregrado lo cursó en la Universidad de Quindío en la ciudad de Armenia. Actualmente vive entre Buenaventura y Cali. El texto que se publica en esta antología lo construyó desde el alma y con el trabajo colaborativo de sus compañeros y maestro, quienes con sus diversas miradas le ayudaron a depurar un relato que en sus inicios fue un rosario de quejas de una compañera y madre afectada por un alcohólico, como muchas familias. La transformación del texto lo fue llevando a lo que ustedes pueden leer ahora. Un sensible relato, en el que a través de la mirada y el lenguaje sencillo y esperanzador de una niña se revelan vivencias cotidianas en muchos hogares del entorno. La autora ha participado en algunos talleres y por supuesto en el taller de escritura Voces en el Estero. Este es un texto nacido (parido) en las entrañas del puerto de Buenaventura.

Carlos Arturo González Díaz

Taller Virtual

(Villavicencio, Meta, 1958). En la actualidad soy miembro del taller de escritores Entreletras. Soy autodidacta, escritor por pasión. Mis escritos tienen un sentido humano, vivencias de gente del común. Escribo sobre la existencia, la soledad y la muerte. Soy un librepensador; a través de mis relatos quiero retratar personas, sus miedos y sentimientos, sus pensamientos y sus emociones. Participé en el Taller Nacional de Crónica de la Red RELATA del Ministerio de Cultura.

Carlos Eduardo Vásquez Cardona

Taller Tinta sin Fronteras, La Estrella

(Cali, Valle del Cauca, 1969). Profesor universitario. Interesado en narrativas digitales y ciberliteratura. Relatos y poemas publicados en las siguientes antologías: Cuentos largos para esperas cortas (“Sol oscuro”), Encuentro de poetas Comfenalco (“Mi María”, “Sentencia privada”, “Hoy dejo esta esquina”, “Factor de riesgo para suicidantes”). Primer premio Ascún Cultura (“Tu reflejo sobre la piel del agua”). Diversas publicaciones en revistas académicas y literarias.

Carmen Andrea Rengifo Gómez

Taller Narrando Poniendo en Palabras lo Inefable, Cali

(Cali, Valle del Cauca, 1979). Periodista de la UNAD, máster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona y máster en Escritura Creativa de la Universidad de Sevilla. Ha sido corresponsal de televisión, radio, prensa y digital para medios de Colombia, Venezuela y España. Ganadora del Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, en la categoría Mejor Reportaje Deportivo en Televisión por la crónica Boxeador Dagua.

Ganadora de la Beca Programa Nacional de Estímulos del Ministerio de Cultura de Colombia 2021 con el libro Las sombras rojas. Texto híbrido de poesía en prosa, microrrelatos, crónicas y aforismos, publicado en febrero de 2022. Creadora del Taller de Técnicas Prácticas de Escritura para Sanar-te. Algunos de sus textos han sido publicados en la antología Microrrelatos confinados de la Comarca Cuencas Mineras de España (2020). Finalista del Concurso de Relato Breve José Luis Gallego (2020), con el texto “El graznido despierta a todos”, de la Asociación Aluche de Madrid y la Biblioteca Pública Ángel González.

Colecciona abrazos y momentos; le gusta sonreír, aunque a veces le cuesta, le gusta jugar, aunque a veces se cansa, le gusta amar, aunque a veces le duela, le gusta llorar, aunque a veces se reseca.

Carolina Calle Vallejo

Taller Cartas a la Carta, Medellín

(Medellín, Antioquia, 1985). Magíster en Cine Documental. Transita entre la crónica, la carta y el documental. Ganó el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar. Sus proyectos han sido becarios del Fondo para el Desarrollo Cinematográfico de Colombia, del Ministerio de Cultura y del MinTic. También ha participado en encuentros internacionales como el Festival Internacional de Cine de Guadalajara, DocMontevideo, BoliviaLab, Iberdoc (México), DocsBuenosAires, Cima Impulsa (España). Ha sido docente universitaria, coautora de un puñado de libros, creadora de Cartas a la Carta, una agencia de periodismo al servicio del amor. Recientemente publicó Cartas de puño y reja, un epistolario de cárcel que escribió por encargo de mujeres privadas de la libertad en la prisión de Medellín.

Catalina Murcia Alejo

Taller Distrital de Narrativa Gráfica, Bogotá

(Bogotá, Cundinamarca, 1992). Fan del chocoramo, amante de los pandebonos y adicta a las frutas. Economista de profesión, ciclista de corazón y artista de vocación. Nací en Bogotá, me crie en Bogotá y me malcrié en Bogotá.

Cuando empecé a leer novelas gráficas comprendí el acto de sumergirse en una historia y la urgencia de querer pasar las páginas, porque hasta entonces los libros solo me hacían dormir. Una de mis novelas favoritas es Park Bench de Christophe Chabuté, porque me mostró que, bien contada, una historia puede prescindir de las palabras y convertirse en un gran relato. Actualmente, estoy sumergida en Building Stories de Chris Ware y Logicomix de Apostolos Doxiadis y Christos Papadimitriou.

Aparte, con el fin de reivindicar las novelas sin dibujos y esperando que un día un libro normal me atrape como lo hacen los cómics, en mi mesa de noche aguarda La casa de los espíritus de Isabel Allende. Yo le tengo fe, porque está recomendado por dos de mis personas favoritas, Belkis —mi mamá— y Natalia —mi hermana—, quienes ansían que no me duerma y esperan que no les babee las hojas de su preciado libro.

Cristian Camilo Orozco Piedrahíta

Taller El Sueño del Árbol, Itagüí

(Itagüí, Antioquia, 1995). Diseñador industrial, poeta y artesano. Habita Itagüí, en donde asiste al taller de escritores El Sueño del Árbol desde hace cinco años, en la Casa de la Cultura del municipio. También ha sido miembro activo del taller Letra-Tinta de Rafael Aguirre en Itagüí y del taller Poéticas del Día y de la Noche que imparte Lucía Estrada en el municipio de Envigado. Participó en el Parlamento Nacional de Jóvenes Escritores de Cartagena en el 2018. Su pasión es explorar el potencial del surrealismo, tanto con obra escrita como improvisando en un repentismo poético que suele compartir en espacios al aire libre. En este momento, está escribiendo un libro de poemas de la mano de Ómar Gallo, que se llamará Mutaciones fractales.

Daniel Stiven Molina G.

Taller La Jugada Popular, Caramanta

Estudiante del grado séptimo B de la Institución Educativa Juan Pablo Gómez Ochoa, sede Caramanta, Antioquia. Este trabajo es un relato colectivo a manera de investigación y relato policiaco, recreado con personajes que para los jóvenes hoy en día son trascendentes. Daniel, como sus compañeros, es un adolescente entre los once y trece años que participa en el taller de escritura creativa en el aula como proyecto institucional de tiempo libre.

Daniela Arias

Parche Literario Mosqueruno, Mosquera

(Bogotá, Cundinamarca, 1997)

Trabajadora social de veinticinco años, apasionada por la literatura y la escritura con carácter realista. Le gusta la naturaleza, se relaciona especialmente bien con los animales y, al igual que al arte, le da un gran significado a la familia, encabezada por su abuela.

David Martínez Martínez

Taller TA.LI.UM., Santa Marta

(Santa Marta, Magdalena, 1993). Antropólogo, poeta y narrador residente en Santa Marta, adscrito al taller literario TA.LI.UM. de RELATA. Como narrador, obtuvo el segundo lugar en el III Concurso de Cuento Corto Unimagdalena 2019 “Tributo al mar”. En 2022 ganó mención honorífica en el II Concurso Distrital de Cuento “Un mar entre líneas”. Ha presentado sus poemas en la Feria Internacional del Libro, las Artes y la Cultura de Santa Marta (FILSMAR) e internacionalmente en el primer “Sarau poético: vozes negras” de la UNILA, de manera virtual. Textos suyos han sido publicados en IV antología literaria del grupo TA.LI.UM. (2020) y Grupo TA.LI.UM. —Textos selectos— (2022), ambas antologías de la Editorial Unimagdalena. De igual manera, fue traducido al francés con el proyecto Poesía andante: versión canto jubilar - homenaje a Santa Marta 500 años de la Alianza Francesa Santa Marta y el FODCA. También aparece en la antología literaria La soledad del proyecto transmedia Litéfilos. Actualmente se encuentra escribiendo su primer poemario, titulado Blues de la ciudad derramada.

Davidson Andrés López

Taller La Jugada Popular, Caramanta

Estudiante del grado séptimo B de la Institución Educativa Juan Pablo Gómez Ochoa, sede Caramanta, Antioquia. Este trabajo es un relato colectivo a manera de investigación y relato policiaco, recreado con personajes que para los jóvenes hoy en día son trascendentes. Davidson, como sus compañeros, es un adolescente entre los once y trece años que participa en el taller de escritura creativa en el aula como proyecto institucional de tiempo libre.

Deiver Andrés Juez Correa

Taller de escritura Cuento y Crónica, Cartagena

(Cartagena, Bolívar, 1997). Profesional en Lingüística y Literatura de la Universidad de Cartagena. Miembro del taller de escritura Cuento y Crónica. Ganador del XI Concurso Nacional de Cuento RCN-MinEducación y de la Residencia Artística Colombia-Mexico (FONCA) del portafolio de Estímulos del Ministerio de Cultura. Becario de Elipsis, programa del British Council para jóvenes escritores y editores. Director de la revista estudiantil Espejo y gestor cultural. Sus cuentos han sido publicados en antologías nacionales como Colombia cuenta (2018) y RELATA (2018).

Diana Sarasti

Taller Distrital de Narrativa Gráfica, Bogotá

(Bogotá, Cundinamarca, 1988). Historietista e ilustradora. Ha trabajado con diferentes editoriales colombianas y extranjeras en proyectos orientados al público infantil y juvenil. Entre otras, ha colaborado como historietista en la publicación Recetario de sabores lejanos en el capítulo acerca del “Tapao de doncella”, publicado con Cohete Cómics (2020). Ha ilustrado dos títulos de la colección Alta Delta Colibrí Verde de la Editorial Edelvives (México, 2019, 2022). Además, fue la ilustradora de los libros álbum Historias de mar y río (2019) y Chía, nuestro hogar (2021), publicaciones del Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH) enfocadas en la divulgación arqueológica para público infantil. Trabajó como colorista en la adaptación a novela gráfica de Rosario Tijeras publicada con Random House (2021) y fue codirectora del Taller Distrital de Narrativa Gráfica (2022-2023). Recientemente, fue una de las artistas residentes del I Laboratorio de Cómic en Cali (2023). Estudió Artes en la Universidad Javeriana e hizo una maestría en Ilustración Infantil en la Universidad Anglia Ruskin en Cambridge (2018). Hace parte de los colectivos El Globoscopio y 4mesas, ambos enfocados en la producción y difusión de la narrativa gráfica.

Édgar Alfredo Quecedo Chávez

Taller Héctor Rojas Erazo, Cartagena

(Cartagena, Bolívar, 1997). Es estudiante de Lingüística y Literatura, adscrito a la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad de Cartagena. Miembro del Taller de Poesía Héctor Rojas Herazo, adscrito al Espacio Cultural Claustro de la Merced y la Red RELATA del Ministerio de Cultura. Piensa que la poesía se encuentra en todos los lugares.

Elizabeth Álvarez Gil

Taller Letra-Tinta, Itagüí

(Medellín, Antioquia, 1982). Gestora cultural. Tallerista. Escritora. Integrante activa del taller de escritura creativa y narrativa Letra-Tinta, adscrito a la Red RELATA, grupo con exaltación al mérito literario, otorgado por el Honorable Concejo Municipal de Itagüí (Resolución 021 del 29 de julio del 2022). Coautora en Deshielos de tinta y en el libro de memorias Diarios de la pandemia (Aguirre Ediciones, 2019 y 2023).

Ha sido tallerista y promotora de literatura. Participa en la tertulia literaria Nefelibatos de la Corporación Tikuna y en el taller de escritura creativa de la Biblioteca Diego Echavarría Misas de Itagüí, Antioquia. Figura en el libro Mujeres haciendo historia en el municipio de Itagüí, de la Subsecretaría de Equidad y Género (2014). Invitada al XIX Parlamento Internacional de Escritores de Cartagena de Indias (2021).

Enrique Álvaro González

Taller Café y Letras Renata, Armenia

(Bogotá, Cundinamarca, 1955). Bachiller académico, dragoneante pensionado del INPEC desde 2015. Aprendiz de escritor desde 1989, cuando ganó el concurso de cuentos a nivel institucional con el cuento “Zafra, el hombre que se volvió paloma”. En el 2000 formó parte del taller literario Carmelina Soto, en la Universidad del Quindío, y en 2008 ganó el concurso interempresarial de la región, adelantado por Comfenalco, con el cuento “Hombres de cristal”. Por este logro fue invitado al taller Renata de Armenia, donde publicó en 2011 el libro Relatos cautivos y alcanzó el segundo puesto en el Concurso Regional de Cuento Infantil de Comfenalco en 2013 con “La odisea del arlboro”. Su cuento “Tedio” fue seleccionado para la Antología RELATA 2015.

Ha trabajado con grupos de la tercera edad y juveniles, así mismo con grupos lectores en la Biblioteca Municipal de Armenia, el Museo Quimbaya e instituciones educativas, como miembro de la asociación literaria Café y Letras Renata, desde 2009.

En 2019 publicó su segundo libro, Los cuentos de Pescao y otras crónicas, y en 2021 lanzó su primer libro de cuentos, titulado La odisea del arlboro.

Fidel Eslava Bernal

Laboratorio de Escritura Creativa, Bogotá

(Panqueba, Boyacá, 1951). Hizo su primaria en Radio Sutatenza. Vino a Bogotá a los veinte años, atraído por las luces de neón y los aparatos que facilitan la vida. Soltó manceras, empuñaduras y aperos primitivos para agarrar manijas de herramientas novedosas y pulsar botones. Su cuerpo fue la primera máquina que conoció. Cree en su corazón arrebatado a los homínidos o a las manos de Dios, en sus órganos condenados a la tierra, en los altares de tinta y papel y en el cansancio de la arcilla. Alcanzó los títulos que otorga la práctica de los verbos simples.

Fidel Martínez Ojeda

Taller Bucaramanga Lee, Escribe y Cuenta, Bucaramanga

(Bucaramanga, Santander, 1959). Estudió en el Tecnológico Salesiano. Licenciado en Educación de la Universidad Experimental Simón Rodríguez. Escritor, gestor y promotor cultural eterno. Amante de la historia y custodio de las buenas costumbres. Con experiencias de vida en varios países incluyendo algunos europeos, en particular Suecia. Participante activo del taller adscrito a RELATA, Bucaramanga Lee, Escribe y Cuenta, del Ministerio de Cultura de Colombia.

Francisco Fajardo Trujillo

Taller Liberatura, Ibagué

(Ambalema, Tolima, 1984). Actualmente vive en Ibagué. Es licenciado en Educación Básica con énfasis en Lengua Castellana y administrador de empresas agropecuarias de la Universidad del Tolima. Es asistente del taller Liberatura de RELATA desde hace dos años. Ha publicado textos de ficción y de no ficción en las revistas Entrelíneas, Ideales y Ústelee de la Universidad del Tolima. Ha publicado en la revista Descalzos y en chancletas, de la Universidad de Ibagué, los cuentos “Monogamia” y “Penalti” (2022 y 2023, respectivamente).

Fredys Castro Pérez

Taller Clemente Manuel Zabala, San Jacinto

(San Jacinto, Bolívar, 1967). Hizo la primaria en el Colegio San Luis Gonzaga y la secundaria en el Colegio de Bachillerato Nocturno Club de Leones de su municipio. Escritor de cuentos y poemas desde muy niño; hace cuatro años pertenece al taller literario Clemente Manuel Zabala de San Jacinto. Ha participado en diversos eventos literarios a nivel regional, escribe crónicas y entrevistas para la revista virtual del taller literario y también ha escrito para Radio Revista Cultural del Caribe. Algunos de sus escritos han sido publicados en las revistas Lamapazos y La Fiesta del Pensamiento, en varios blogs y en diferentes grupos en redes sociales. Con los compañeros del taller publicó dos antologías, Secuelas y Entre las faldas de María la alta. En 2022 publicó el poemario Metáforas tristes de mi vida alegre.

Gabriel Ayala Pedraza

Taller de poética Cielo de un Día, Bucaramanga

(Los Santos, Santander, 1961). Escritor santandereano, ha realizado entre otros los siguientes estudios: licenciado en Matemáticas de la Universidad Industrial de Santander (UIS), diplomado en Crítica Literaria del Instituto Municipal de Cultura de Bucaramanga, especialista en Pedagogía de la UIS, diplomado en Formación Literaria de la UIS-IMC y diplomado en Filosofía de la UIS.

Ha publicado los libros: Escritos (cuentos, 1996), Violeta y otros relatos (cuentos, 2003). En un país verde (novela, Premio Fondo Bibliográfico Regional, Instituto Municipal de Cultura de Bucaramanga, 2005), Poética de la ciudad (investigación sobre poesía urbana, 2006), Fuera de escena (Beca de Creación de Novela, Instituto Municipal de Cultura y Turismo de Bucaramanga, 2010). El cuartelazo de Pasto en Bucaramanga (tercer premio, Concurso de Crónica del siglo XX en Santander, SYC Ed., 2011), Estación de los vientos (crónica de un viaje a Cuba, Beca de Creación de la Gobernación de Santander, 2021) y Territorios singulares (poesía, inédito).

Es director de Higuerilla Ediciones, con cuya organización ha editado El baúl de los duendes y los chicherekues.

Gloria Esperanza Cojo

Taller Versería, Chía

(Chía, Cundinamarca, 1972). Técnica en Administración Contable y Financiera. Escritora en construcción, amante de la poesía. Estudió Literatura con énfasis en Escritura Creativa en la Escuela de Formación Artística y Cultural de Chía. Creadora del proyecto “Aprendamos juntas a desahogar el corazón”. Ganadora en el 2020, con su poemario Hogar, de la convocatoria Lunarte, una propuesta articulada entre la Casa de la Cultura de Chía y el IDECUT. Finalista en dos oportunidades del Concurso Nacional de Poesía convocado por la Casa de Poesía Silva. Ganadora en el 2022 del XXIV Encuentro de Poesía y Palabra del Municipio de Tenjo. Integrante desde el 2020 del taller de profundización en poesía y del grupo representativo de poesía de la EFAC: Versería.

Gustavo Adolfo Bedoya Sánchez

Taller de Historias, Medellín

(Cali, Valle del Cauca, 1979). Profesor e investigador de literatura. Además, imparte cursos de lectura y escritura literaria enfocados en la literatura de terror y en la ciencia ficción distópica.

Coordina el taller de escritura Isotopías y es integrante del Taller de Historias, a cargo del escritor Carlos Alberto Velásquez. Ambos talleres pertenecen a RELATA.

Durante el 2022 ganó el Concurso Regional Universitario de Cuento ASCUN Cultura Nodo Antioquia (Colombia); fue finalista del XVIII Certamen de Relatos “Pilar Baigorri” (España); y uno de los ganadores del Concurso de Microrrelatos de Ciencia Ficción MicroCiFiMedellín (Colombia); además obtuvo el segundo lugar en el II Concurso Nacional de Cuento: Dagua Escribe (Colombia) y recibió una mención especial en el I Concurso Nacional de Cuento “Santiago Martínez Camacho” (Ecuador). En el 2020 fue finalista de la VII Edición del Concurso “Cuentos cortos para esperas largas” (Colombia), en donde publicó “Última página”. Es el autor del blog de reseñas: https://guardopalabras.blogspot.com/

Homer Alberto Vivero Carvajal

Taller Páginas de Agua, Corozal

(Corozal, Sucre, 1952). Ejerció la docencia por cuarenta y tres años ininterrumpidos. Padre de cinco hijos, tres hermosas féminas y dos varones. Hace parte del taller desde el año 2020. Hoy día, se considera como alguien septuagenario que se entretiene en el tiempo libre en interesantes lecturas.

Irene Andrea Cruz Olivo

Taller Virtual

(Cartagena, Bolívar, 1983). Radicada en la ciudad de Bogotá. Publicista y diseñadora gráfica de la Universidad Jorge Tadeo Lozano. Trabajó muchos años en agencias de publicidad en la conceptualización y creación de campañas. Hizo una breve incursión en prensa haciendo reportería para Andiarios, trabajó también como representante de la Asociación de Editoriales Universitarias de Colombia. Sus géneros favoritos son la fantasía, el terror, el suspenso y la novela policíaca. Ha publicado algunos de sus cuentos en las antologías El dolor de sonreír y Notas de terror (Ed. ITA).

Isabella Bohórquez Londoño

Taller Amílkar-U, Santa Rosa de Cabal

(Santa Rosa de Cabal, Risaralda, 2003). Su primer acercamiento voluntario hacia la literatura se dio en la adolescencia con el Diario de Ana Frank. Si bien el libro está basado en una realidad cruel y un tanto dura, representó para ella una gran verdad, “el poder de contar una historia a través de las letras y la condición humana”. Fue durante la secundaria cuando se interesó por la escritura; en la Institución Educativa Labouré se promovía y trabajaba alrededor de la oratoria, que junto con su interés y hábito desarrollado por la lectura fueron las bases que la llevaron a intentar la creación poética. En 2019 fue miembro activo de Parque Arte, un espacio libre y espontáneo para los artistas santarrosanos; a partir de este conoció en 2020 la Red RELATA, donde pudo ampliar sus conocimientos y sus horizontes de géneros literarios y literatura colombiana.

Actualmente cursa Psicología. Sobre la escritura dice: “Es algo que sigue presente y posiblemente nunca abandone, como una necesidad. No me considero poeta ni mucho menos, solo es un acto, un gesto que llega a mí y que no me pertenece, donde apuesto todo lo que tengo y lo que me transmite el mundo para simbolizarlo de alguna forma”.

Isabella Cabarcas Hernández

Taller Artesanos de Palabras, Montería

(Montería, Córdoba, 2010). Tiene trece años. Le gusta leer, escribir, pintar, dibujar y escuchar música. Cursa actualmente octavo grado en el colegio de su ciudad natal. Miembro activo del taller literario Artesanos de Palabras del Liceo Montería, adscrito a la Red Nacional de Escritura Creativa y de Tertulias Literarias RELATA.

Isidro Ramírez Villota

Taller José Pabón Cajiao, Samaniego

(Samaniego, Nariño, 1972). Licenciado en Filosofía y Ciencias Religiosas, tecnólogo en Procedimientos Judiciales, ha sido coordinador de proyectos culturales entre el cabildo indígena La Montaña y la Gobernación de Nariño, y profesor en la comunidad de El Cedral del municipio de Samaniego.

Pertenece al taller José Pabón Cajiao, le gusta leer y escribir, porque son herramientas esenciales para el conocimiento. Con el taller ha publicado: “El sensey y los dragones” (crónica, antología Saliendo de las sombras, Ed. Gente Nueva, 2017); “Entre Ojos” (relato de memoria colectiva, antología Así lo dijo mi abuel@, Ed. Pasto Clasificados, 2018); “La puerta” y “Realidad” (poesía, antología Tejido de saberes, Ed. Pasto Clasificados, 2019) y “Dulce Navidad” (cuento, antología Corazones en vuelo al redentor, Ed. Gente Nueva, 2021).

Jacobo Betancur Peláez

Taller Plumaencendida, Medellín

(Medellín, Antioquia, 1996). Comunicador social y periodista de la Universidad Pontificia Bolivariana. Integrante del taller literario desde 2011. Coautor de los libros Vigas contra el viento II (2012), Soñadores de auroras, albaneceres (2013), Víctimas de la Ley 100 en Colombia (2017) y ¿Por qué no fracasa Medellín? (2019). Ha trabajado como colaborador del diario El Tiempo en Medellín y correalizador de la emisora cultural Radio Bolivariana, en los programas Una historia de Medellín y Medellín, anverso y reverso. Actualmente trabaja como periodista del Área Metro del periódico El Colombiano.

Johanna Rodríguez Sandoval

Taller de escritura creativa “A escribir te cuento”, Fusagasugá

(Bogotá, Cundinamarca, 1985). Profesional en el campo de la educación. Estudió Educación Física en la Universidad Pedagógica Nacional, cursó la especialización y la maestría en Comunicación-Educación en la Cultura en la Universidad Minuto de Dios. Enfoca su ejercicio pedagógico en tejer la relación entre cuerpo, comunicación y educación en la iniciativa ConversAndo (de la provocación a la conversación); allí asume la conversación como un acto comunicativo para tender puentes entre personas, lugares y saberes, promoviendo encuentros —en los cafés— para conectar y tejer sentidos en diversos temas, todos aquellos que llamen la curiosidad. Actualmente vive en el municipio de Fusagasugá.

Jorge Eliécer Corrales Roldán

Taller de Escritura de la Biblioteca Centenario, Cali

(Cali, Valle del Cauca, 1984). Es profesor universitario por vocación y un amante de la literatura. Desde el 2021 publica ensayos en un blog personal en el que documenta su proceso de escritura y su punto de vista frente a temas culturales como el arte contemporáneo, el adolescentrismo, los medios de comunicación y la libertad individual.

Jorge Enrique Quintero Aguirre

Taller Ítaca, Zarzal

(Zarzal, Valle del Cauca, 1996). Es el hijo mayor de Fabián Quintero y María Aguirre, quienes también tienen una segunda hija llamada Laura Marcela Quintero. Cuando era niño escribía los cuentos a sus compañeros de clase para que sacaran buenas calificaciones en la asignatura de Lenguaje, pues desde temprana edad demostró interés por las letras y el arte. Cursó sus estudios en la Institución Educativa Escuela Normal Superior Nuestra Señora de las Mercedes, donde se graduó como normalista superior. Actualmente es estudiante del programa académico Tecnología en Gestión de Organizaciones Turísticas en la Universidad del Valle, sede Zarzal. Es miembro activo del taller de escritura creativa Ítaca.

Jorge Iván Díaz Hincapié

Taller Meca, Medellín

(Medellín, Antioquia, 1966). Abogado de la Universidad Autónoma Latinoamericana. Es autor del libro Este ser que habito, publicado por la editorial colombiana Axioma (2020). Sus poemas han sido publicados en las revistas Puesto de Combate de Bogotá, La Musa Sonámbula y Prometeo de Medellín; hizo parte de la antología La protesta de la musa (2019), ha sido poeta invitado a varias versiones del Festival Alternativo de Poesía de Medellín y participó como poeta convocado al 32.º Festival Internacional de Poesía de Medellín (2022). Actualmente prepara una nueva obra.

Juan Felipe Ardila

Taller La Jugada Popular, Caramanta

Estudiante del grado séptimo B de la Institución Educativa Juan Pablo Gómez Ochoa, sede Caramanta, Antioquia. Este trabajo es un relato colectivo a manera de investigación y relato policiaco, recreado con personajes que para los jóvenes hoy en día son trascendentes. Juan Felipe, como sus compañeros, es un adolescente entre los once y trece años que participa en el taller de escritura creativa en el aula como proyecto institucional de tiempo libre.

Juan Manuel Alcalde Ríos

La Tertulia Jupiterina, Roldanillo

(Roldanillo, Valle del Cauca, 1992). Artista, gestor cultural y estudiante de Derecho con estudios en filosofía. Comenzó su trayectoria como cuentero en un espacio público con un colectivo de cuenteros en Jamundí. Coordinó dicho espacio durante siete años y dirigió talleres de formación de público. Ha participado en la dirección y ejecución de encuentros de oralidad. Fue ganador en 2021 de la Convocatoria de Estímulos Departamentales del Valle del Cauca para realizar el Encuentro de Oralidad Carlos Villafañe… “Palabras que hacen eco en un pueblo mágico”. Fundó La Rotonda Producciones (2017-2020), dedicada a la formación de públicos y producción de eventos de oralidad. Ha participado en festivales, talleres artísticos y académicos. Su obra Calle Luna - Calle Sol ha sido galardonada en diferentes convocatorias, de las cuales resalta la beca de creación “Del cuento a la escena” del Ministerio de Cultura (2022). Ha forjado una carrera en el arte y la gestión cultural, destacándose por su labor con niños, niñas, adolescentes y jóvenes. Actualmente participa en el taller de escritura creativa La Tertulia Jupiterina, dirigido por Rocío Santacoloma.

Juan Pablo Ortiz Rodríguez

Taller José Eustasio Rivera, Quimbaya

(Buenaventura, Valle del Cauca, 1989). Actualmente vive en Quimbaya, Quindío, donde escribió el cuento “Labriego” (2023). Ha recibido los siguientes reconocimientos: ganador de la convocatoria Abre Cámara 2022 del MinTic con el guion de la serie para televisión Pitonisa; primer lugar en la convocatoria de dramaturgia Valle, Montaña & Mar, con su pieza dramatúrgica “Petrona del Pacífico” (2020) y mención de honor en el XV Concurso Internacional de Cuento Ciudad de Pupiales, con su cuento “La casa” (2020). Estudió Licenciatura en Arte Teatral en Bellas Artes (Cali, 2015), Realización Cinematográfica en la Escuela de Cine Digital de Cali (2013) y Guion Cinematográfico en la EICTV de San Antonio de los Baños (Cuba, 2019).

Ha participado en el Taller de Escritores II (La novela) de la Universidad Central (Bogotá, 2021) y en el taller “¿Qué necesitas saber para editar/publicar una obra?” (Pereira, 2021).

Ha publicado Las razones de la muerte (cuentos, Fallidos Editores, 2021) y los cuentos “El abuelo” en la revista digital Babelicus 16 (2022) y “Kadir” en la revista digital La Expuesta (Universidad del Quindío, 2021).

Juliana Enciso

Taller Brurráfalos, Barranquilla

(Bogotá, Cundinamarca, 1979). Doctora en Lengua y Literatura Hispánica de la Universidad de Pittsburgh. Poeta, ensayista y crítica literaria. Ganadora dos veces consecutivas de la Beca en Crítica Cultural y Creativa del Ministerio de Cultura como directora de Aluvión, proyecto de crítica literaria de autoras y autores del Caribe colombiano contemporáneo (2020 y 2021). Tiene tres libros de poesía: Laberíntica (1999), Panóptico (2005) y Derivas de la piel (2020), este último fue editado y diseñado por la editorial independiente barranquillera Mackandal. Entre el 2020 y el 2022 fue editora de la sección “Queer” de la revista cultural argentina Abisinia Review. Sus ensayos se han publicado en revistas como Huellas, Viacuarenta, La Trenza, Literalidad, El Heraldo, Abisinia Review, entre otros. Sus poemas han sido incluidos en más de una decena de antologías nacionales e internacionales entre las cuales se encuentra Como la flor: antología de poesía cuir colombiana (Planeta, 2021). Actualmente es profesora e investigadora del área de literatura de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad del Atlántico en Barranquilla. https://www.instagram.com/lajulienciso/, https://draculjuliana.journoportfolio.com/

Juliana Navarrete

Taller La Palabra del Mudo, Arauca

(Bogotá, Cundinamarca, 1996). Politóloga de la Universidad Nacional de Colombia, que ha definido una gran parte de mi identidad. Con vocación de artista y decisión por las ciencias sociales, ambos difíciles para los estómagos míos y de un perro (Fito) y un gato (Charlie) que mantengo. Actualmente vivo en Arauca por motivos laborales y escribo como manera de recordarme a mí misma quiénes fui, dónde estoy, y alumbrar dónde pondré el siguiente paso.

Katherine Serna Chaverra

Taller Letra Silente, Barbosa

(Medellín, Antioquia, 1996). Estudió inglés en la Universidad EAFIT y es psicóloga de la Universidad Católica Luis Amigó. Es integrante del taller de escritores Letra Silente. Ha conseguido ocupar el primer puesto en concursos municipales de literatura, con reconocimientos en cuento y poesía; y a nivel departamental está entre los finalistas de Medellín en 100 Palabras (2021). También ha hecho parte del Encuentro Internacional de Poetas al Viento.

Luis Garay Guevara

Taller Distrital de Poesía de IDARTES, Bogotá

(Bogotá, Cundinamarca, 1994). Crecí en un hogar de mujeres. A partir de ahí empecé a preguntarme por la diferencia. ¿Realmente era diferente de estas mujeres con las que crecía? Reconocía las particularidades de nuestros cuerpos, pero también las similitudes a raíz de la herencia y el contexto. Estudié cine en la Universidad del Cine y comunicación audiovisual en la UNSAM (ambas en Buenos Aires), interesado por la técnica de la imagen y por la dificultad que me generaba salir de lo abstracto. La puesta en escena y el trabajo con imágenes y sonidos me enseñaron que la magnitud de lo material y de su proceso de creación son de carácter espiritual. Pero también reconocí que algo insiste en permanecer en el plano de lo abstracto. Curiosamente es a causa de lo intraducible en la materia, de esa dificultad para nombrar, que escribo. He participado en varios talleres de escritura creativa, de los cuales el más reciente es el taller de poesía de IDARTES 2023. Algunos de mis poemas hacen parte de la antología Cero en vano, que surgió en el marco de este taller. Trabajo en la posproducción de imagen y en la producción audiovisual.

Luis Alberto Niño Alarcón

Taller La Tinaja, Chía

(Bogotá, Cundinamarca, 1971). Ha habitado la mayoría de su vida en Chía, por lo que se considera ciudadano de la Sabana de Bogotá. Se graduó como publicista profesional en la Universidad Central de Colombia (2002). Es egresado del programa de Literatura con énfasis en Escrituras Creativas de la EFAC, Casa de la Cultura en el municipio de Chía (2022).

Finalista en el concurso de microrrelatos “Sabores de nuestra tierra” (Marca Cundinamarca, 2021). Ganador del Concurso de Cuento “Chía un territorio de imaginarios” de la Red de Bibliotecas Públicas del municipio de Chía (2021). Publicó el ensayo “Paro nacional, ¿Guerra Santa?” en la revista literaria Fuerza de la Palabra.

Sus escritos reflejan la realidad de los sectores más vulnerados de la sociedad colombiana, especialmente en el campo y los pueblos a donde solo se llega por trocha. En el cuento “El canto de la lechuza” mezcla la realidad de la violencia con el mito rural, visto a través de los ojos de los niños.

Luis Alfredo Aarón Leonis

Taller José Manuel Arango, Valledupar

(Valledupar, Cesar, 1969). Entre sus logros se destacan premios nacionales y menciones honoríficas en concursos, publicaciones de sus poemas en revistas y periódicos. Estudió varios semestres de filosofía en la Universidad Santo Tomás de Aquino.

Asiste al taller literario José Manuel Arango, adscrito a la Red Nacional de Escritura Creativa RELATA.

Luis Fernando Martínez Pacheco

Taller Cartografías del Silencio, Bogotá

(Bogotá, Cundinamarca, 1974). Sexto hijo de Gilma y Enrique, nacido una tarde de febrero en la bella y fría Bogotá. Docente, corrector de estilo y tallerista de creación literaria.

Ha participado en varios talleres de literatura, en la actualidad es estudiante de la Escuela de Literatura de Funza y del Taller Cartografías del Silencio, nivel avanzado, dirigido por el escritor Jorge Valbuena; el texto presentado se realizó durante las sesiones de este taller. Ha sido publicado en varias revistas de poesía, cuento y en la antología mundial de microrrelato Universo del libro (2016). Padre de la Niña de Chocolate.

Luisa Fernanda Gómez Lozano

Club de Escritura Creativa Altazor, Cali

(Bogotá, Cundinamarca, 1976). Psicoanalista; máster en Psicoanálisis, Subjetividad y Cultura (Universidad Nacional de Colombia), con cursos en escritura de la Escuela de Escritores (España) y del Club de Escritura Creativa Altazor (Colombia).

Ha publicado varios artículos en revistas indexadas de psicoanálisis y el libro (No) Todo ser humano es libre: de la desmentida del sujeto en la contemporaneidad (Ed. Universidad Nacional de Colombia, 2018).

Fue coordinadora de los talleres de escritura Entre la Piel y el Papel: De la imposibilidad de olvidar a la oportunidad de crear (2009 y 2010), y editora de los libros resultantes del taller.

Recientemente publicó el libro de cuentos Cuerpos lacrados (Grammata, 2023). Algunos de sus cuentos se encuentran en las antologías Letra impresa (2021) y El verdadero nombre de las cosas (2022) de la Escuela de Escritores, así como en el libro Fictología, antología del Primer concurso de cuento breve “La realidad supera a la ficción… ¿o viceversa?” (2022), de la editorial mexicana Plétora. Ha participado como colaboradora en la revista virtual de literatura Masticadores.

Luisa María López Mejía

Taller de Escritura Manizales, Manizales

(Cali, Valle del Cauca, 1961). Ingeniera Industrial. Profesional independiente, casada, madre de dos hijos. Integrante del taller de escritura creativa del Banco de la República de Manizales, adscrito a la Red RELATA desde el 2022.

Escribir, para esta lectora desde niña, escritora desde siempre y cuentista hace dos años, es un gratificante ejercicio diario que se nutre de las historias familiares y los viajes que le apasionan. La mayoría de sus relatos nacen de las experiencias vividas por ella misma o por la gente que la rodea y a la que siempre está observando; este cuento en particular surge de las vivencias en una hacienda cafetera en el departamento de Caldas y el contacto directo con los campesinos de la zona.

Lupe Yovanna Montoya

Taller Virtual

(Cali, Valle del Cauca). Es historiadora y deportista destacada de la Universidad del Valle. Ganadora de mención de honor en el X Concurso Literario Bonaventuriano de Poesía y Cuento Corto (2017) y del tercer lugar en el Concurso del Festival de Poesía de Cali (2020). Ha sido publicada por revistas como El Clavo y revistas electrónicas como Lexicalia y ViceVersa. En el 2022 fue una de las ganadoras en el concurso La poesía, Viaje Interior, de la Casa de Poesía Silva. Trabajó como feliz mensajera hasta el año de la peste.

Luz Adriana Suárez González

Taller Vecinas del Cuento, Manizales

(Manizales, Caldas, 1961). Escritora, médica de profesión, actualmente jubilada. Es egresada de la Universidad de Caldas. Se define principalmente como lectora. Ha participado en varios talleres de escritura creativa impartidos en el Banco de la República de Manizales y en el Fondo de Cultura Económica (2021). Pertenece al taller Vecinas del Cuento que coordina Galu Jaramillo. Este relato marca su incursión en la escritura y es su primera publicación.

Luz Janeth Naranjo

Taller Las Musas Cantan, Medellín

(Apartadó, Antioquia, 1982). Administradora en salud y contadora pública. Sus inicios en las letras se dieron en el Taller de Escritores Urabá Escribe. Cofundadora del Colectivo de mujeres escritoras de Urabá Las Musas Cantan. Es miembro del Parlamento Internacional de Escritores de Cartagena. Algunos de sus poemas han sido publicados en las revistas Sol y Luna, Literatura del Arte (virtual) y MISIÓN-Eros Poetas del Orbe (Ed. Codiba, 2014).

Varios de sus poemas fueron publicados en el proyecto ganador de la segunda Convocatoria de Estímulos al Talento Creativo 2013, en el libro Policromías literarias. También en el proyecto ganador de la Convocatoria Pública en Cultura y Patrimonio 2016, Antología poética Las musas cantan. Participó en el XXXIII Encuentro de Mujeres Poetas Colombianas de Roldanillo, donde fue publicada en Universos (2017). Textos suyos aparecen en la antología poética Donde cantan los grillos, del Colectivo Las Musas Cantan (2020), proyecto ganador de las becas para la publicación de obras de autoras de los grupos étnicos y población de interés con el Ministerio de Cultura.

Magda Pinilla Monroy

Taller Virtual

(Cúcuta, Norte de Santander, 1984). Poeta y docente. Fue colaboradora y realizadora del programa radial literario Ciudad sumergida de la emisora de la UPTC. Obtuvo mención de honor en la convocatoria del 32.º Festival Internacional de Poesía de Medellín (2022). Es autora de los libros: Emily Dickinson, caja al abismo (Ed. Académica Española, 2016), El lugar exacto de mi noche (Épica Ediciones, 2020) y Ritual de aves perdidas (Burdelianas Poetry, 2022).

Manuel Alejandro Briceño Cifuentes

Taller Los Impresentables, Bogotá

(Bogotá, Cundinamarca, 1987). Psicólogo, editor e investigador literario. Se encuentra finalizando el programa de Estudios Literarios en la Universidad Nacional de Colombia. Desde 2014 ha trabajado como coordinador y asistente editorial de la revista Desde el Jardín de Freud, publicación anual de la Escuela de Estudios en Psicoanálisis y Cultura. Fue cofundador del colectivo E-laboratorio, un laboratorio experimental de arte y psicoanálisis que busca establecer un espacio de diálogo entre las formas artísticas y el discurso psicoanalítico. Con Los Impresentables participó en el taller de creación literaria “Escrituras de la enfermedad” (2023) y actualmente está en el Taller de Poesía Ciudad de Bogotá-2023, que cuenta con el apoyo y respaldo del Ministerio de Cultura, la Casa de Poesía Silva y el Instituto Caro y Cuervo. Ahora está interesado en la escritura poética como posibilidad de machacar, probar, romper, digerir y vomitar palabras comunes que están anquilosadas en la cotidianidad.

María Cecilia Piedrahíta Vélez

Taller Tintaviva, Envigado

(Medellín, Antioquia, 1953). Autora del cuento “Los duendes”. Es integrante del taller de escritores Tintaviva desde hace cuatro años. Vive en Medellín. En su casa es costumbre leer y escribir y opinar sobre el campo y su desarrollo. Es administradora de negocios y técnica de sistemas de EAFIT. Trabajó durante treinta y cinco años en su propio negocio de tiendas de barrio en la ciudad.

Cuando se pensionó comenzó a escribir crónicas sobre el campo colombiano e ingresó al taller “Escribir es todo un cuento” del programa de educación continua Saberes de Vida de la Universidad EAFIT. Luego hizo dos diplomados de escritura. La Editorial EAFIT publicó en el 2020 Esto no ha terminado y otros relatos del Taller Tintaviva, donde se incluyen cuatro crónicas de su autoría.

María Claudia Molina Villalobos

Taller Funza para Contar, Funza

(Bogotá, Cundinamarca, 1976). Diseñadora gráfica, psicóloga, madre. Inicia su camino literario en 2004 con el Taller de Escritores Guaviarí de San José del Guaviare, donde publica como coautora en varios proyectos: Monografía San José del Guaviare, capital de la esperanza. Un acercamiento a su historia (2004), Guaviarí raudal de cuentos (2006), Antología Renata. Este verde país (Ministerio de Cultura, 2009), Entre la realidad y el sueño (2010), Voces furtivas de Viso Mutop (2012, producto de la Beca Departamental de Investigación y Creación del Guaviare 2011), “Recuerdo latente” (cuento, 2021, ganador tercer lugar en el XII Encuentro Regional de Escritores El Llano y la Selva Cuentan); proyectos en su mayoría publicados por la Editorial Gente Nueva bajo la promoción del Fondo Mixto de Cultura y las Artes del Guaviare.

Ha participado en diferentes talleres virtuales del Ministerio de Cultura y la Red RELATA, como Taller de Cuento (2019), Taller de Crónica (2020), Taller de Cuento Histórico (2021), Taller de Cómic (2021). Participante activa de los talleres virtuales de escritura creativa, Funza Para Contar y José Eustasio Rivera.

María Victoria Arce Montoya

Taller Versos del Cumanday, Chinchiná

(Manizales, Caldas, 1967) Escritora, licenciada en Educación Preescolar, gestora cultural, orientadora de talleres de escritura creativa para infancia, juventudes y adultos, sensei de poesía japonesa, Escuela Hachidori.

Dentro de su obra se encuentra: Renku (poemas colectivos), Sakura Fubuki (formas poéticas japonesas), poemas cortos de estructura Tei kei (poemas 5-7-5) y poemas largos y otras formas poéticas japonesas.

Tallerista y compiladora de la antología poética juvenil Entre sueños y ensueños en sus tres versiones (nacional e internacional). Directora del área infantil, juvenil y pedagógica del Instituto Nacional e Internacional de la Sociedad de las Artes (INISA) México. Locutora de Andrómeda Radio (México) en Manos a la obra y El vagón de la esperanza. Integrante de Versos del Cumanday, gremio poético colombiano, del Colectivo Lenguaje de Esperanza y del Colectivo de Escritoras de Urabá, Las Musas Cantan.

Miguel Barrios Payares

Taller José Manuel Arango, Valledupar

(Astrea, Cesar, 1986). Ingeniero de Sistemas de la Universidad Popular del Cesar, donde participó como miembro de grupos literarios y culturales. En 2021 obtuvo el primer lugar en el XIV Concurso Departamental de Cuento Corto organizado por la Corporación Biblioteca Rafael Carrillo Lúquez. En 2017 obtuvo el primer lugar del XVIII Festival de Poesía de San Diego, Cesar, en la categoría cuento. En 2015 ocupó el tercer lugar en el V Premio Nacional de Cuento La Cueva y en 2011 fue ganador del concurso de cuento corto El Túnel - Cámara de Comercio de Montería. En 2020 publicó el libro ¿Dónde están los salvajes?, un conjunto de catorce cuentos que recoge más de una década de trabajo literario. Cuentos suyos han aparecido en múltiples antologías y revistas nacionales. El cuento “De todos los finales posibles”, que aparece en esta antología, fue ganador del Concurso de la Red de Talleres de Escritura Creativa y de Tertulias Literarias RELATA 2023, en la categoría Asistentes a talleres.

Nallely Natali Flores

Taller Caminantes Creativos, Barranquilla

(Guadalajara, México, 1992). Formada desde las humanidades y las artes, la poesía ha estado en su camino desde muy joven. Si bien su formación es multidisciplinar y se ha nutrido con perspectivas de humanidades, teorías estéticas y museografía, la literatura es la constante. Durante la preparatoria, participó en la revista Vaivén con una serie de poemas, posteriormente lo hizo en la Gaceta del CULagos, centro universitario donde, además, como parte de sus prácticas profesionales, desarrolló un ciclo de cine para el fomento a la lectura. Posteriormente, tanto su trabajo de titulación de grado como el de posgrado buscaron en distintos laberintos del conocimiento las salidas hacia comparativas de literatura y artes visuales. Recientemente realizó el diseño editorial de la antología independiente Arcanas creadoras vol. I, un proyecto de largo aliento con la participación exclusiva de mujeres poetas. Además, participa en un laboratorio poético y en uno de los talleres de narrativa de la Red RELATA. Actualmente fusiona collage digital y poesía en el proyecto personal @soyfrule a través de Instagram. A la par de esto, cumple con las actividades de la vida adulta, trata de no morir de realidad, sigue escribiendo, sigue leyendo y, simplemente, sigue.

Natalia Guzmán Castañeda

Taller Distrital de Cuento, Bogotá

(Bogotá, Cundinamarca, 1994). Diseñadora industrial de la Universidad Nacional de Colombia (2019), ilustradora y artista en proceso. Ha investigado en torno a prácticas culturales en la cotidianidad asociadas a la memoria y a la identidad, a través de la ilustración, el cómic y la música. Actualmente trabaja en proyectos personales relacionados con el arte visual, la pintura y la escritura. Busca, a través de la exploración, encontrar las preguntas que descubren las profundidades de la sensibilidad artística, de la fuerza de la vida y de la grandeza del cuerpo a través de los sentidos y la cotidianidad del territorio Colombiano. Participó en los talleres distritales IDARTES de Narrativa Gráfica (2020), Novela (2022) y Cuento (2023).

Ofelia Angarita Paipa

Taller Efectos de la Creatividad Impulsiva, Zipaquirá

(Covarachía, Boyacá). Es una soñadora, procedente de una familia campesina, humilde y trabajadora. Docente durante treinta y siete años, trabajó con niños pequeños, y descubrió la importancia del lenguaje literario, para facilitar y motivar el amor por la lectura, la escritura y la expresión oral. Al retirase del magisterio, sintió la necesidad de aprovechar el tiempo libre y decidió escribir textos en verso, los cuales llevan como título “El valor de lo valioso”, empoderando las cosas pequeñas que para muchos son insignificantes pero que tienen un gran valor en nuestra vida.

Pablo de la Peña

Taller Écheme el Cuento, Cali

(Cartagena, Bolívar, 1985). Ingeniero electrónico, apasionado por la literatura y la escritura de cuentos. Vivió desde los dos años en Barranquilla y desde hace más de quince años, por razones laborales, se estableció en Santiago de Cali, donde encontró su hogar.

Su interés por la escritura lo llevó a participar de manera virtual durante año y medio en el taller de cuentos de la biblioteca de Miami Beach, dirigido por el escritor Jaime Cabrera, experiencia que lo introdujo a través de nuevas perspectivas y herramientas en el género del cuento.

En la actualidad, forma parte del taller Écheme el Cuento, de la red cultural del Banco de la República, impartido por el escritor Alberto Rodríguez, en la ciudad de Cali. Esta experiencia en un entorno presencial, con una alta exigencia y dedicación, ha fortalecido su pasión por la escritura y le ha permitido mejorar su estilo narrativo. Como resultado de su participación escribió el cuento “El último cielo”, que refleja una historia tan personal como universal, que podría ser la de cualquiera en su último día.

Pablo Guerra Paredes

Taller Distrital de Narrativa Gráfica, Bogotá

(Bogotá, Cundinamarca, 1979). Guionista, editor e investigador especializado en cómics. Es coautor de Dos Aldos (junto a H. Díaz) y de la adaptación a novela gráfica de Rosario Tijeras, de los cómics documentales Recetario de sabores lejanos, Caminos condenados, La Palizúa, ustedes no saben cómo ha sido esta lucha (junto a C. Aguirre) y Sin mascar palabra, por los caminos de Tulapas (junto a C. Vieco); de las tiras de prensa “Vale y su papá” (junto a H. Díaz), “Los perdidos” (junto a F. Neira) y “El Drake” (junto a C. Sánchez y Rohenes); del ensayo “Apuntes de un falso impostor sobre el guion de cómics” y de la investigación “Historieta colombiana de prensa”. Es codirector del Taller Distrital de Narrativa Gráfica de IDARTES en Bogotá y editor en jefe del sello Cohete Cómics. Hace parte del colectivo de historietistas El Globoscopio y lidera la iniciativa Año 99 para la conmemoración del primer centenario del cómic en Colombia en 2024.

En marzo de 2018 recibió la medalla de oro en el 11th Japan International Manga Award por Dos Aldos.

Patricia Morales Betancourt

Taller de Creación Literaria Comedal, Medellín

(Medellín, Antioquia, 1964). Destacada arquitecta, artista plástica, marionetista, guionista, recreóloga y profesora de origen colombo-canadiense. Es la fundadora de la empresa L’Atelier en boîte, con sede en Montreal, que se dedica a la creación de proyectos artísticos y educativos.

Ha publicado siete libros infantiles, una novela y programas de recuperación para adultos mayores, lo que demuestra su versatilidad y capacidad de adaptación en diferentes campos literarios. Además, es miembro de la Red de Escritoras Microficcionistas (REM), y sus microrrelatos han sido publicados en antologías y revistas como Brevilla, revista digital de minificción (Chile) y Alquimia Literaria (España).

Paula Andrea Gaviria

Grupo Letras, Medellín

(Medellín, Antioquia, 1980). Artista colombiana. Se ha destacado como artista de la experimentación llevando sus escritos a diálogos con las artes. En el 2000 se inició en la literatura, y ha asistido a diversos talleres con poetas internacionales en el Festival Internacional de Poesía de Medellín y el Grupo Letras, de la Universidad EAFIT. Ha sido invitada a encuentros de poetas en Chile y México y ha participado en varias antologías latinoamericanas. Entre sus libros de poesía se encuentran Pájaros de pan y OM, New York, el libro de literatura infantil Italia y la novela colectiva Canto de cigarras, coescrita con otros autores del Grupo Letras. Es especialista en literatura espiritual oriental. Entre sus trabajos inéditos actuales se destaca la búsqueda interior en un diálogo con la naturaleza.

Pedro Hubher Zambrano Aguirre

Taller Ibagué Escribe y Cuenta, Ibagué

(Ibagué, Tolima, 1958). Abogado, lector, escritor y poeta entusiasta, nacido el día de san Pedro. De ejemplos claros y perseverantes, con valores y principios enseñados por sus padres, Eva y Joaquín, campesinos y trabajadores, quienes lo acompañan desde la paz eterna, como lo hicieron en vida con verdadero cariño. Futbolista frustrado que, gracias a este deporte, pudo arribar a Barrancabermeja, ciudad donde habitó durante cuarenta años y donde formalizó un hogar con tres hijos ejemplares. De regreso a Ibagué, y luego de ver el estado en el que había quedado el barrio que lo vio nacer, se sintió motivado a escribir. Pasado el tiempo escribió su primer libro, Sobre los techos, obra autobiográfica cuyos temas son la superación y la crítica al Estado.

Su segunda obra es Wimpy, grito desgarrador en el que narra la vida de las personas privadas de la libertad. Integrante desde 2021 del taller Ibagué Escribe y Cuenta y participante de la Antología Relata Ibagué 2021, con el cuento “La cueva del fraile sin cabeza”. Escritor de cuentos, entre los que destacan “Las primeras toldas de mercado” y “El lago desconocido”. Autor de múltiples poemas inéditos que aguardan ser publicados en futuros proyectos editoriales.

Ricardo Javier Barreto Montero

Taller Distrital de Poesía, Bogotá

(Bogotá, Cundinamarca, 1979). Literato, corrector de estilo. Aficionado (en el sentido obsesivo y afectivo de la palabra) al baloncesto, al portugués (brasilero, aunque también al de Pessoa), al cine, a la salsa (en todas sus presentaciones) y a los libros. Creo en eso de que escribir salva.

Sucy Valencia López

Taller Los Murmullos, Girardota

(Medellín, Antioquia, 1987). Nació un tres de noviembre. Vive en Girardota. Considera su nombre efímero, para recordarlo se debe recurrir a una imagen que lo defina en la memoria antes de que el sonido se desvanezca en el aire. Además de su pasión por la poesía, tiene un oficio especial relacionado con el cuidado del agua, como retribución al vital compuesto por ser dador de vida.

Estudió Ingeniería Sanitaria en la Universidad de Antioquia, una disciplina que le permite analizar y eliminar los contaminantes del agua mediante procesos químicos y físicos, con el objetivo de devolverla a su estado original.

En el 2020 participó en el concurso de poesía de la Casa Silva, donde destacó entre más de dos mil participantes, y fue seleccionada entre los cien primeros poemas. Esta experiencia resalta su habilidad para expresar sentimientos y emociones a través de la palabra escrita.

Sucy siente una profunda conexión con la naturaleza, como un guayacán amarillo ardiendo en búsqueda de los universos que la contienen. Esta visión mística y su aprecio por la naturaleza pueden inspirar su poesía y su forma de percibir el mundo.

Valentina Garzón A.

Taller La Jugada Popular, Caramanta

Estudiante del grado séptimo B de la Institución Educativa Juan Pablo Gómez Ochoa, sede Caramanta, Antioquia. Este trabajo es un relato colectivo a manera de investigación y relato policiaco, recreado con personajes que para los jóvenes hoy en día son trascendentes. Valentina, como sus compañeros, es una adolescente entre los once y trece años que participa en el taller de escritura creativa en el aula como proyecto institucional de tiempo libre.

Viviana Paola Vanegas Fernández

Taller literario Brurráfalos, Barranquilla

(Barranquilla, Atlántico, 1978). Artista visual y escritora. En el 2020 publicó su primer libro de cuentos, Todos somos escapistas. Es candidata a magíster en Literatura y Escrituras Creativas de la Universidad del Norte. Actualmente es directora y cofundadora del Colectivo artístico Brurráfalos de RELATA. Ha participado en talleres presenciales, virtuales y cursos de pintura, escritura creativa para cuentos y crónica periodística. Ha ganado numerosos premios en las artes visuales y en la escritura, entre los que se destacan: mención de honor VIII Premio Nacional de Cuento de La Cueva 2018-2019; seleccionada en el III Salón de Artistas Plásticos y Visuales del Distrito de Barranquilla; representante área de literatura de la ciudad de Barranquilla en “Lienzo Urbano Tour Italia”; reconocimiento a la trayectoria y obra artística de la Secretaría Departamental de la Mujer y Equidad de Género 2017, y tercer puesto en el Concurso Nacional de Cuento “Bueno y Breve”, del grupo de arte y literatura El Túnel.

Walter Alonso Gómez Céspedes

Taller de Narrativa Pública de Verso y Cuento, Bucaramanga

(Bucaramanga, Santander, 1962). Estudió en la Escuela Departamental de Artes DICAS y es normalista superior de la Universidad del Atlántico. Inició un trabajo experimental en las artes gráficas con un taller colectivo de la ciudad: Argos Artes y Oficios. Desarrolló durante quince años una labor como formador en artes con instituciones educativas públicas y privadas.

Realizó procesos curatoriales durante tres años consecutivos con el Museo de Arte Moderno de Bucaramanga: curaduría, selección, exposición y circulación de artistas y obras en el XV Salón Regional, zona oriente, con procesos de investigación binacional e intercambios culturales autogestionarios. Ganador de la Beca Bicentenario 2010 de la Gobernación de Santander con la obra literaria Los espejos de las libélulas, publicada con la Casa del Libro Total de Bucaramanga. Ganador en la modalidad de pintura de la Beca Motivarte 2021 de la Gobernación de Santander con la obra Sostener la tierra. Artista seleccionado para el 11 Salón Mire, con la obra Marcas híbridas. Ha hecho parte del taller RELATA, Narrativa Pública Verso y Cuento, con una propuesta visual dentro de la experimentación literaria y poética.

Ximena Ruiz Salas

Taller Distrital de Crónica, Bogotá

(Pasto, Nariño). Estudió Filosofía y Letras. Actualmente realiza la maestría en Estudios Literarios en la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá. Le gusta el cine, montar en bicicleta y viajar, no solo por los espacios físicos, sino también a través de los libros y la imaginación.

Yessica Chiquillo Vilardi

Taller Virtual

(Barrancabermeja, Santander, 1993). Estudió literatura en el pregrado de la Universidad Javeriana y en la maestría de la Universidad Nacional. Obtuvo mención meritoria por su trabajo de tesis de maestría sobre los cuentos de la escritora argentina Hebe Uhart. En el 2019 la editorial independiente Animal Extinto le publicó su primera obra literaria, Libro de hallazgos. Dicha obra es un diario de una bibliotecaria y tiene ilustraciones de Sebastián Cadavid. Actualmente se desempeña como docente en Bogotá y dirige clubes de lectura.

Yubelly Sofía Fique Sánchez

Taller Doxa, Bogotá

(Bogotá, Cundinamarca, 2008). Vive muy cerca de todo y a la vez todo le queda lejos. Estudia en el Instituto Técnico Central y cursa probablemente uno de sus mejores años, décimo grado. Escribe cuando siente que el mundo real ya la ha limitado demasiado. Se apasionó por la escritura cuando vio todas las historias que podía creer desde lo que había visto, sentido y experimentado. Su amor por la lectura no fue para nada inculcado por la gran biblioteca de la sala de su casa, un mundo lleno de experiencias para una niña de ocho años, un espacio vital que la ayudó a escapar de la existencia normal. Apasionada por las historias de mundos imaginarios y lejanos, descubrió el Taller Doxa, un hogar que le ofrecía aprendizajes para vencer la rutina. La obra “Cansancio” se percibe como un reflejo propio y de sus amigos, una misiva proveniente de una mente agobiada por todo y por todos, una parábola que termina en un desahogo de lo vivido en su infancia, presionada por crecer y vivir cada vez más rápido.

Yulieth Paola Galvis Rivero

Taller Rayuela, Pamplona

(Valledupar, Cesar, 2001). Su niñez transcurrió viajando y la adolescencia ocurrió en un pequeño pueblo del Cesar. Su fijación por la poesía y la escritura creció desde el bachillerato, donde participó en diversos concursos de creación literaria y ponencias de poesía. Debido a este gusto se decidió a estudiar Comunicación Social en la Universidad de Pamplona, donde dirigió su trabajo de grado hacia la escritura como forma de expresión de las comunidades vulnerables; este trabajo fue presentado en el encuentro departamental de semilleros y con pase al nacional. De igual manera, a causa de dicha investigación, se generó un libro titulado A través de la frontera. Relatos creativos de migrantes venezolanos.

 

NODOS QUE
CONFORMAN LA RED RELATA

Nodo 1. Cundinamarca.

Nodo 2. Antioquia.

Nodo 3. Atlántico, Bolívar, Cesar, Córdoba, La Guajira, Magdalena, San Andrés y Sucre.

Nodo 4. Cauca, Huila, Nariño y Valle del Cauca.

Nodo 5. Caldas, Quindío, Risaralda y Tolima.

Nodo 6. Arauca, Casanare, Guaviare, Norte de Santander, Meta y Santander

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RED DE TALLERES DE ESCRITURA CREATIVA
Y DE
TERTULIAS LITERARIAS - RELATA

Dirección de Artes del Ministerio
de las Culturas, las Artes
y los Saberes de Colombia

Carrera 8 # 8-43. Bogotá, D.C., Colombia

[email protected]

Teléfono (60-1) 342 4100, ext. 4018

Antología Relata 2023