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2017-08-28

La exitosa construcción colectiva de una política de Estado

 
Imagen archivo MinCultura
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Palabras del ex Vicepresidente Gustavo Bell Lemus, durante la conmemoración, en la ciudad de Barranquilla, de los 20 años de la  creación de la Ley General de Cultura, con la cual se dio origen al Ministerio de Cultura.

Quiero, antes que nada, expresar mis agradecimientos a la señora ministra Mariana Garcés Córdoba por haber escogido a Barranquilla, y a su Plaza de la Paz, para este acto con ocasión de los 20 años de la creación del Ministerio de Cultura. 

Es evidente que se le quiere rendir un homenaje a la ciudad, por haber sido el lugar donde el entonces candidato a la Presidencia por el partido Liberal Ernesto Samper Pizano, conjuntamente con su esposa Jacquin Strouss, propuso, el 29 de abril de 1994, la creación del Ministerio. Y por ser también Barranquilla el lugar donde, tres años después, nació formalmente, el 7 de agosto de 1997. 

La propuesta fue el abrebocas de un foro, que tuvo lugar en el auditorio de la Escuela de Bellas Artes de la Universidad del Atlántico, al que fue convocado un nutrido grupo de intelectuales, artistas, trabajadores de la cultura y periodistas, quienes expresaron libremente sus opiniones en torno a la idea de convertir el Instituto Colombiano de Cultura, Colcultura, en un ministerio. 

En sus palabras, Jacquin Strouss exaltó las diversas razones que hacían de Barranquilla el escenario ideal para lanzar la propuesta: fue la ciudad que le amplió los horizontes culturales a una nación que, tras un siglo de vida independiente, permanecía encerrada al mundo; y aún creía que la cultura de Colombia era esencialmente el ejercicio de la buena retórica, practicada en las cumbres andinas por un selecto grupo de bogotanos. Por el contrario —abierta al mundo por su condición de ciudad anclada frente al mar Caribe, pero también a orillas del río Magdalena, que después de recorrer el país de sur a norte le tributa sus aguas—, Barranquilla ha sido desde sus orígenes un sitio de libres que, desde siempre, han practicado un singular y fecundo sincretismo cultural que ha enriquecido y sigue enriqueciendo a Colombia.      

El Ministerio es una realidad que apenas cumple sus primeros 20 años. En el largo y aún inconcluso camino que los colombianos venimos transitando, desde 1821, de construcción de un Estado moderno, la creación y consolidación de un Ministerio de Cultura como parte esencial de ese Estado es un proceso que toma tiempo. Y que demanda no propiamente sangre y lágrimas, sino, más que cualquier otra cosa, creatividad y, por supuesto, mucho sudor y perseverancia. Pero que se ve felizmente recompensado por la alegría, por el goce y por no poca felicidad. 

Veinte años son si acaso la primera infancia de un ministerio. Empero, como nos sucede a los seres humanos, es un período decisivo en nuestro crecimiento, donde damos nuestros primeros pasos, donde es preciso que nos alimentemos bien, y adquiramos buenos y saludables hábitos. No se puede pretender en la primera infancia nada diferente a crecer bien, robustos, vacunados contra las muchas enfermedades que pululan en el medioambiente que nos rodea. 

En un país subdesarrollado como el nuestro, es apenas comprensible que seamos impacientes frente a los objetivos del Estado; que deseemos sus frutos de la noche a la mañana, y que, en consecuencia, seamos extremadamente exigentes ante sus instituciones, así estas tengan pocos años de existencia. 

No obstante, quienes hemos asumido responsabilidades públicas y hemos estudiado la historia del país, tenemos el deber de dirigir una mirada más sosegada a nuestro devenir, de más largo plazo, que nos permita reconocer avances y también retrocesos. Pero que vea las cosas en una perspectiva más amplia que con la que el común de los ciudadanos ve y juzga nuestras instituciones. 

Considero entonces oportuno plantear algunas reflexiones sobre los veinte años del Ministerio, a partir del sano y fructífero debate que suscitó la propuesta que se hiciera aquí en Barranquilla en aquel abril de 1994.

El Foro Barranquilla
A escasos días del fallecimiento de Lucho Bermúdez, ocurrido en Bogotá, tuvo lugar en el auditorio de la Escuela de Bellas Artes de Barranquilla, y en medio de un ambiente festivo amenizado por diversos grupos folclóricos, la presentación y discusión de la propuesta de crear el Ministerio de Cultura.

Aunque al parecer la idea la venía trabajando un selecto grupo de intelectuales cercanos a Samper Pizano, la propuesta fue realmente novedosa e inesperada. Y si bien en el país se empezaba a respirar cierto aire de tranquilidad desde la muerte de Pablo Escobar a comienzos de diciembre de 1993, la violencia cruzada entre narcotraficantes, grupos paramilitares, guerrilla y el Estado seguía estando a la orden del día. En las calles la gente caminaba con temor al estallido de un carro bomba, y el secuestro continuaba su curva ascendente. No fue pues de extrañar que a muchos la idea les pareciera oportunista, a otros una promesa politiquera con fines electorales, como tampoco que Samper Pizano denominara el propuesto ministerio como el de la Paz.

El foro de Barranquilla, sin embargo, fue apenas el inicio de un intenso debate público que habría de ser largo y que incluso proseguiría después del 7 de agosto de 1997; pero no hay duda de que fue valioso al colocar el tema al nivel de un asunto de Estado. Entre los primeros opositores a la idea se encontraba García Márquez, quien dos meses después del foro, el 6 de julio, en una entrevista para El Tiempo fue tajante en afirmar, entre otras cosas, que: “El Estado tiene el deber de fomentarla y protegerla, pero no de gobernarla, y todo ministerio de cultura termina por ser tarde o temprano un ministerio de policía”. Un año después, a mediados de abril de 1995, ahondaría en sus razones en una entrevista para la revista Semana. Reiteró sus temores de que el ministerio politizara u oficializara la cultura, y de que un ministro que se plegara a las exigencias burocráticas de los congresistas convirtiera la política cultural en un instrumento más del clientelismo.      

El debate fue ciertamente amplio, intenso, rico en matices, y llegó incluso a polarizarse, pero sin tocar extremos como los que vivimos por estos días.  Nunca se personalizó, y aunque no faltaron algunas alusiones genéricas a “las vacas sagradas” o a las “vedettes del jet-set bogotano” de la cultura, las críticas y opiniones giraron en su gran mayoría en torno a la conveniencia o no de tener un Ministerio de Cultura. 

En efecto, si hacemos un repaso por las columnas de opinión o los editoriales que produjo la propuesta, se podría decir que, en términos generales, el debate fue de altura y en ese sentido contribuyó al fortalecimiento de la libertad de expresión y opinión de los colombianos. Y aunque no faltó quien dijera que había sido una discusión para minorías o un despilfarro de opiniones, es preciso destacar estos ejercicios pues nunca debemos darlos por obvios; porque, como toda construcción política, son siempre susceptibles de recortarse o, en el peor de los casos, eliminarse. 

Fueron muchas las críticas y objeciones que se le hicieron a la propuesta. La mayoría de quienes las hicieron tenían una visión muy desalentadora y una profunda desconfianza en el Estado, y en lo que alguien calificó como las “nefastas intervenciones de la clase política”. 

Algunos afirmaron que el Ministerio no se salvaría de la rapiña burocrática, que sería otro ente burocrático sobre el que se haría un festín, o que estaría politizado de antemano en función de la eficacia electoral. Unos vaticinaron que quienes se habían comprometido con la iniciativa serían quienes regirían el ministerio en el cuatrienio siguiente. Otros, por su lado, advirtieron que el Estado no debería inmiscuirse en la cultura, pues se corría el riesgo de convertirla en un instrumento de sus designios ideológicos, y trajeron a colación a Goebbels, las experiencias de la Unión Soviética y de la China de Mao. Por su parte, muchos insistieron en que el Ministerio sería acaparado por el centralismo. “Sería la apoteosis del centralismo: la cultura de todo el país dirigida desde la cumbre de la Plaza de Bolívar”, sentenció García Márquez.

Era evidente que la gran mayoría de las objeciones se basaban en la profunda desconfianza hacia la clase política en el manejo del Estado, en su ineficiencia e ineficacia como promotor del desarrollo social del país. Por supuesto que había —siempre las hay— razones válidas para temer que el ministerio cayera en manos de una clase política voraz, que utilizara su estructura y organización como un botín clientelista. Pero muchas de esas críticas se inscribían en una tradición muy colombiana de negarle de antemano al Estado cualquier capacidad de mejorar la condición social de sus ciudadanos. Ciertamente, entre los críticos de la propuesta reinaba la sensación de que el Ministerio estaba condenado al fracaso, anunciado por sus fatídicas advertencias. 

¿Se cumplieron los temores?
Ante tanta abundancia de críticas, cuestionamientos, temores y advertencias, considero pertinente preguntarnos: ¿Es verdaderamente el Estado en Colombia incapaz de impulsar el desarrollo y el progreso de los ciudadanos? O dicho en otras palabras: ¿Somos probadamente los colombianos y la clase gobernante incapaces de definir e impulsar auténticas políticas de Estado, políticas públicas que terminen incidiendo positivamente en la vida de los ciudadanos? 

Pienso que estas preguntas son válidas a la luz de lo que implica la construcción de un Estado social de derecho que cumpla con lo consagrado en los artículos 70, 71 y 72 de la Constitución nacional en materia cultural; pero, ante todo, la exacerbación en los últimos años de quienes siempre viven pregonando una visión apocalíptica de nuestras instituciones; de quienes niegan sistemáticamente cualquier avance de progreso social o espiritual de Colombia, que, en últimas, no deja de ser una profunda desconfianza en los seres humanos de aprender de nuestros propios errores y elevarnos por encima de las adversidades del momento.

Al calor de la polarización creciente que se viene extendiendo y profundizando en el país con ocasión de la próxima elección presidencial, creo que es pertinente que en forma serena y objetiva hagamos un balance ponderado de lo que ha sido la experiencia de discutir, crear, y desarrollar el Ministerio de Cultura y sus políticas públicas. Y lo hago con la intención deliberada de recuperar la confianza en nuestra capacidad, es decir, la de todos los colombianos, de construir políticas de Estado. 

Soy de la opinión de que la idea de crear el Ministerio de Cultura fue pertinente; su creación y diseño, un acierto; y su implementación, desarrollo y logros, en términos generales, un éxito. Y no dudo en señalar el papel importante que tuvo la realización del foro de Bellas Artes, pues ese fue el primer paso para la construcción de algo que es indispensable en un Estado democrático; esto es, la construcción de una masa crítica que esté siempre alerta para controvertir, contener, criticar y censurar las desviaciones que se puedan presentar en la implementación de las políticas públicas. Basta repasar las opiniones expresadas en ese foro, y las que se produjeron en los años siguientes, para resaltar las virtudes de la libertad de expresión y opinión de que gozamos los colombianos. 

Es alentador entonces constatar que no se cumplieron los vaticinios de los agoreros del Ministerio.

1.- El Ministerio no se clientelizó, no entró ni ha entrado, hasta ahora, en la repartición burocrática de los sucesivos Gobiernos desde que se creó; no se ha visto envuelto en denuncias de corrupción, o en carruseles de contratos como los que proliferan en los últimos años en otras dependencias.

2.- El Ministerio no se ‘bogotanizó’, sino que ha tenido una sana y equilibrada representación de las regiones, y a él, por lo demás, han llegado personas con una trayectoria previa en gestión cultural, con la sensibilidad propia de las personas de provincia. Aunque los dos primeros ministros, Ramiro Osorio y Alberto Casas Santamaría, eran oriundos de Bogotá, luego vino de Medellín Juan Luis Mejía, un ilustre antioqueño universal; enseguida la inolvidable Consuelo Araújo, Araceli Morales y María Consuelo Araújo, las tres orgullosamente caribeñas; a ellas siguió Elvira Cuervo de Jaramillo, de Bogotá y quien venía de una exitosa trayectoria de 13 años en el Museo Nacional y al momento de su nombramiento era viceministra; posteriormente, Paula Marcela Moreno Zapata, nacida en Bogotá de origen caucano, y desde 2010 Mariana Garcés Córdoba, de Cali, ambas dignas representantes del Pacífico colombiano.    

3.- Lejos de convertirse en un ministerio de propaganda del Gobierno de turno o promotor de una cultura oficial, el Ministerio promueve, estimula y apoya la gran diversidad cultural que tiene Colombia por ser un país esencialmente de regiones. No hay, no lo puede haber, un sesgo hacia una región, una etnia, o a una determinada disciplina o manifestación artística. Y eso es fácilmente verificable en sus programas.

Para ilustrar este punto, nada más pertinente que el breve relato de los codirectores de la Orquesta Sinfónica Nacional de Colombia sobre su travesía por todas las regiones del país, durante un semestre en 2004 —en medio de la ejecución de la Seguridad Democrática—, y en el que dejaron constancia de la gran riqueza musical que hallaron en todo su periplo, así como de la estima que recibieron hasta en el más humilde de los pueblos: “hemos palpado el alma musical de nuestro país en cada una de las ciudades y municipios visitados”. Y anunciaban para el segundo semestre de ese año una serie de actividades académicas en diferentes ciudades, a saber: “comenzaremos julio con algo nunca antes visto. Por primera vez, la más importante agrupación sinfónica de Colombia se presentará durante el Festival Nacional del Porro de San Pelayo (Córdoba). Será nuestro sentido homenaje al Festival y a la riqueza musical de la Costa Caribe, una fuente inagotable de inspiración para una orquesta que se enorgullece de tener alma de país”. (Véase el artículo “Diario de una Orquesta” de Eduardo Carrizosa Navarro y Alejandro Posada, El Tiempo, 20 de junio, 2004).

4.- ¿Ministerio Cenicienta? Probablemente, pero es importante resaltar que sus recursos han sido muy bien invertidos: la entidad se ha convertido en una institución jalonadora de procesos que articula a los entes territoriales y al sector privado. No es un dispensador de dádivas o limosnas, es un socio de proyectos colectivos.

5.- El Ministerio nunca ha sido un policía de la cultura, ni un censor que prohíbe las diversas manifestaciones culturales de la gente. Una inequívoca prueba de ello: a iniciativa de la Biblioteca Nacional, el conocido escritor y caricaturista Antonio Caballero, insobornable crítico del Estado y de cualquier Gobierno, escribió y diseñó el libro digital que lleva nada menos por título La historia de Colombia y sus oligarquías, y no hemos leído ninguna queja o reclamo de que haya sido censurado. El libro hace parte de la Biblioteca Digital de la Biblioteca Nacional, adscrita al Ministerio de Cultura. 

6.- A nuestro juicio, lo más importante que ha llevado a cabo el Ministerio, lo que es su principal tarea, lo que le da su fundamento y debe ser su principal objetivo, lo ha realizado en forma por demás juiciosa, seria, democrática y responsable: la definición y construcción de verdaderas políticas públicas, de Estado, en materia cultural, que trascienden los Gobiernos y tienen una incidencia directa y eficaz en el mejoramiento del espíritu de los colombianos, elevándoles su dignidad mediante la autoestima. 

No traigo a colación las estadísticas de sus principales programas. Resalto el trabajo serio y mancomunado del Ministerio con sus titulares y sus respectivos grupos de trabajo, con el Congreso de la República —siempre tan severa y, casi siempre, justamente criticado— en la implementación de la ley que lo creó; pero, ante todo, en la expedición de las sucesivas leyes que han elevado a la categoría de políticas de Estado sus diferentes programas: 

- Plan Nacional de Música para la Convivencia (2002).
- Plan Nacional de Recuperación de Centros Históricos (2002).          
- Plan Nacional de Lectura y Bibliotecas (2003) y el Plan de Lectura y Escritura “Leer es mi cuento” (2010).
- Programa Nacional de Estímulos a la Creación y la Investigación (2004).
- Sistema Nacional de Información Cultural (2005). 
- Ley de Cine que creó el Fondo Nacional para el Desarrollo Cinematográfico (2003), que se complementó con la   Ley Filmación Colombia (2012).
- Ley de Espectáculos Públicos (2012).
- Ley de Patrimonio Sumergido(2013). 
           
Las estadísticas que hablan por sí solas de los logros de cada uno de esos programas están disponibles en los informes del Ministerio; no obstante, es preciso resaltar que la cultura, al fin de cuentas, es lo menos material que existe, lo menos mensurable; pero es lo más importante para la existencia de un pueblo, porque es su principal fortaleza espiritual, la que lo lleva a preservar su pasado, y a mirar con esperanza su futuro. Y creo que el Ministerio de Cultura lo viene efectuando por medio de sus políticas de Estado. 

El Ministerio ha venido haciendo realidad la sentencia de aquel viejo testarudo que vimos durante tantos años caminar vestido de blanco por las calles de Barranquilla, y que aquella tarde del 29 de abril llevaron en andas al estrado de Bellas Artes —pues no figuraba en la lista de oradores—, el inolvidable profesor Alberto Assa, para que repitiera aquello de que: “No habrá desarrollo sin educación, ni progreso sin cultura”.   

En resumen, a Pastrana, Uribe y Santos, lo que es de Pastrana, Uribe y Santos, y a Samper lo que es de Samper. Pero, mejor y más justo: a los presidentes y sus respectivos ministros, lo que es de ellos; pero, ante todo, a los colombianos todos lo que es de ellos, de nosotros: la cultura.   

La Paz
El gran reto que tiene el Ministerio —como parte esencial del Estado y luego de la terminación del conflicto armado con las Farc—, es contribuir como el que más a la construcción de la paz estable y duradera; al fin y al cabo, es la cultura lo que nos hace humanos. Nos humaniza por encima de las diferencias ideológicas, de etnias y de religiones: es el verdadero cemento de la civilización. 

Por fortuna, ya hay ejemplos por doquier de lo que se está haciendo en ese sentido. Para citar un caso cercano, basta ver lo que viene ocurriendo en los Montes de María, donde concurren el Ministerio, los municipios, la gobernación de Bolívar, las ONG, las empresas privadas —pero primordialmente la comunidad—, en la reconstrucción del tejido social por medio de la creatividad y las actividades culturales.     

En 1998, cuando apenas el Ministerio tenía escasos meses de haber sido creado, García Márquez hizo una declaración en que le imponía a la educación unos claros retos frente a la paz, pero también a la cultura, que hoy tienen plena vigencia, máxime cuando empezamos a apreciar los beneficios del fin del conflicto armado: “La virtud magnífica de los colombianos es la creatividad. Nacemos y crecemos con ella pero la mayoría se muere sin haberla ejercido por culpa de una educación dogmática, conformista y represiva que parece concebida aposta para tirarse la felicidad. ¿Son estas las cuentas que vamos a rendir sobre el embrión de patria que nos legaron los fundadores? Creo que no. Redimir y privilegiar nuestro poder creativo como una riqueza natural, invaluable y despilfarrada, debe ser la llave maestra para rescatar a Colombia de su propio infierno. Ya es hora de entender que este desastre cultural no se remedia ni con plomo ni con plata, sino con una educación para la paz, construida con amor sobre los escombros de un país enardecido donde nos levantamos temprano para seguirnos matándonos los unos a los otros. Una educación inconforme y reflexiva que nos incite a descubrir quiénes somos en una sociedad que se parezca más a la que merecemos. Que nos oriente desde la cuna en la identificación temprana de las vocaciones y las aptitudes congénitas para poder hacer toda la vida solo lo que nos guste, que es la receta mágica de la felicidad y la longevidad. En síntesis una legítima revolución de paz que canalice hacia la vida la inmensa energía creadora que durante casi dos siglos hemos usado para destruirnos y que reivindique y enaltezca el predominio de la imaginación”.
Siguiendo a Ernesto Sábato en una de sus últimas reflexiones, consignadas en La resistencia, creo que la cultura y la educación tienen el poder de cambiar la mentalidad de los colombianos y con ello la esperanza de que podremos recuperar este país que nos fue míticamente entregado. La historia siempre es novedosa. Por eso, a pesar de las desilusiones, la desconfianza y las frustraciones acumuladas, no hay motivo para descreer del valor de las gestas cotidianas, aquellas que se van multiplicando a lo largo y ancho del país gracias a los diferentes programas del Ministerio de Cultura. Aunque simples y modestas, son las que están asegurando una nueva narración de nuestra historia, abriendo así un nuevo curso al torrente de la vida.

Barranquilla, 25 de agosto de 2017 


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