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2014-04-16
 

En busca de las mariposas amarillas

 
 
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  Aracataca, Magdalena, se convirtió en mito gracias a la literatura de García Márquez. Aquí la experiencia de un viaje al pueblo en donde todo se parece a Macondo.

En Aracataca las casas son de colores vivos, como si el pueblo entero aún desobedeciera la orden del corregidor  de Macondo, Apolinar Moscote, de pintarlas de blanco. Algunas están construidas en  caña brava, como en el principio del tiempo cuando todo era tan nuevo y algunas cosas carecían de nombre y había que señalarlas con el dedo. Tienen un patio inmenso, como las pensó José Arcadio Buendía, para que ninguna recibiera más sol que otra. Las calles no son polvorientas, pero el río conserva las aguas diáfanas que se precipitan en un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El calor es abrazador y pareciera que los zapatos se quedan pegados al asfalto como si fueran goma de mascar, como si calentaran los tornillos de la cabeza.
 
Aracataca, Magdalena, se fundó en 1885, pero todos llegamos al pueblo buscando una señal macondiana, entonces cruzamos las calles con la esperanza de ver una Remedios la bella ascender al cielo, de toparnos en el camino con  Mauricio Babilonia y sus mariposas amarillas. Cuando pisamos esta tierra, creemos que todo puede ser posible, que llegamos al pueblo del realismo mágico, como nos lo explicó Darliz Cáceres, guía turística de la Casa del telegrafista, quien se deleita, contando además, los pasos que recorrió Gabito.
 
-    Aquí, a dos calles, Gabito vio a su primer muerto, venía para el colegio María Montessori. Aquí, en el Camellón, su abuelo le habló sobre el peso de la muerte, dice Darliz, sin que su memoria resbale.
 
Como ella, cada habitante de Aracataca reconstruye la historia a su manera, crea su Macondo. Aún hay polémica por esclarecer cuál es la casa en donde se escuchó el disparo que silenció al pueblo, unos dicen que fue en esta y otros en aquella, dice Darliz, mientras señala una casa de color amarillo y otra de color blanco.
 
Es extraño encontrarse aquí, Cataca (así la llaman los habitantes, con un sonido que se parece al ritmo del vallenato) podría ser la frontera que separa la realidad de la ficción. A la entrada del pueblo hay un letrero metálico que dice Bienvenidos a Aracataca- Macondo. Es ineluctable no pensar en la magia, cuando de repente se siente temblar la tierra y se escucha el fuerte sonido de una locomotora que jala 120 vagones cargados de carbón, que vienen de La Guajira y va a Santa Marta y se ve, entonces, el inocente tren amarillo que tantas incertidumbres y evidencias, y tantos halagos y desventuras, y tantos cambios, calamidades y nostalgias, había de llevar a Macondo. Aquí no pasa el tiempo.
 
Frente de la carrilera, un viejo se mece en una silla, tratando de esquivar el calor de la mañana. Habla despacio, sin ningún afán. – Yo fui ferrocarrilero, yo puse esos rieles- señala uno que tiene clavado al frente de su casa- Fui ascendiendo, hasta ser jefe de cuadrilla, hasta que me jubilé- Su voz es leve, y se ahoga con el paso de los vagones del tren- y me quedé en cataca, ajá, porque aquí está la novia-.

Vea aquí De Regreso a Macondo

 
 
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- La gente viene aquí, es por Gabito-, dice un hombre que departe con otros en una de las mesas de una tienda, mientras beben a sorbos gigantescos una cerveza helada, que sirve para contrarrestar el calor del medio día.  Las palabras del hombre vuelan por el aire acompañadas por el sopor del día, hasta convertirse en la imagen de Tim aan’t Goor, un neerlandés tan alto, que su cabeza casi roza con el cielo, que llegó a Aracataca después de haber sobrevivido al Beriberi como Melquiades, atraído por la magia de Macondo  y se estableció en el pueblo hace cuatro años,  se cambió el apellido extranjero por el del Coronel Aureliano,  convirtió su casa en un hostal pintado de mariposas amarillas y sólo,  después de todo este tiempo viajó a California, para ver nacer a su hijo.
Como Tim Buendía, muchos llegan al pueblo en busca de las mariposas amarillas, contagiados por la fiebre de Macondo. Hace poco, aquí al hostal- dice Darliz- llegó una argentina con la cara de Gabo tatuada en media espalda. Era increíble, y me dijo “ya después de este viaje me puedo morir tranquila”.
 
En las noches, a Aracataca lo refresca la brisa que baja de la Sierra Nevada y se confunde con el olor a banano de la zona. Sus calles son apacibles y el vallenato se mezcla con las voces de la gente, que termina el día cantándolos a todo pulmón. Alrededor del parque, unos hombres se divierten juagando al siglo, un juego de mesa que pudo haber sido traído por los gitanos en algunas de sus visitas a Macondo y en una esquina del parque, otros,  juegan a la ruleta, en un puesto portátil, del que sobresale una ruleta de colores, que inmediatamente evoca la llegada de los gitanos. Lo más sorprendente de todo, es que al pasar de las horas, el delgado hilo que separa la realidad de la ficción, se hace invisible y la tierra que se pisa ya no es otra, sino la que García Márquez imaginó y luego escribió.
 
El hombre de la tienda tiene razón, los que paramos en Aracataca, lo hacemos por Gabo, buscamos el pueblo del realismo mágico, como lo llama Darliz, en cada rincón, en cada calle, en cada rostro y encontramos cada detalle, cada Buendía y algunos tienen la suerte de Guillermo Rusconi, un fotógrafo argentino, que decidió viajar de vacaciones a Colombia para  hacer la ruta Macondo, de ver las mariposas amarillas y grabarlas con su cámara de video.
 
-    Esa fue la señal de que estaba en el lugar indicado- dice Rusconi con una sonrisa en los labios, que delata la satisfacción del deber cumplido.
Alucinación o no, en Aracataca, el delirio se convierte en realidad. Tal vez Rusconi imaginó las mariposas amarillas, las aguas del rio ya no sean tan diáfanas, ni las casas sean de colores y el tren no siga cambiando la vida del pueblo. Tal vez Aracataca no sea sino un pueblo en la imaginación de sus habitantes que diariamente se transforma con todo y fantasmas por el de Macondo. Lo cierto es que la magia de esa tierra, reside en lo que uno finalmente ve, que es casi tan fiel a lo que García Márquez imaginó.  
 
 
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